Tribuna:

Después del crimen

Poco después de los últimos asesinatos, Ardanza se revuelve contra sí mismo y contra todos los políticos, por los que dice sentir vergüenza, en su singular y políticamente vacío ejercicio de autoflagelación; Arzalluz, eternamente enojado pero siempre castizo en el uso de la lengua castellana, se planta ante la multitud y reta a los más osados a levantar el dedo si tienen algo que proponer; los concejales del PP en el Ayuntamiento de San Sebastián acusan a un alcalde socialista de hacer el juego a HB por no ordenar que se retiren las fotos de varios presos de ETA; el consejero de Interior del G...

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Poco después de los últimos asesinatos, Ardanza se revuelve contra sí mismo y contra todos los políticos, por los que dice sentir vergüenza, en su singular y políticamente vacío ejercicio de autoflagelación; Arzalluz, eternamente enojado pero siempre castizo en el uso de la lengua castellana, se planta ante la multitud y reta a los más osados a levantar el dedo si tienen algo que proponer; los concejales del PP en el Ayuntamiento de San Sebastián acusan a un alcalde socialista de hacer el juego a HB por no ordenar que se retiren las fotos de varios presos de ETA; el consejero de Interior del Gobierno vasco se enzarza en una riña con el ministro del ramo del Gobierno español por cuestiones de competencia, sobre el cuerpo de policía que debe garantizar la seguridad de los concejales del PP en el País Vasco.Así están las cosas. Normal, en democracia; no hay por qué asustarse. La política democrática es por definición competitiva y los políticos están precisamente para recoger y expresar las diferencias de opinión y de intereses características de una sociedad plural. Nada más lógico que se produzcan enfrentamientos y debates ante cualquiera de los problemas que preocupan a los ciudadanos. Lo que pasa es, sin embargo, que una gran mayoría de ciudadanos no se ven representados en esas discusiones desde el momento en que han hecho repetidamente en la calle la experiencia de la unidad frente a ETA. La han hecho de la única forma posible en una democracia: ocupando por unas horas el espacio público para mostrar su voluntad unitaria. Ocurrió con el asesinato de Miguel Ángel Blanco y ha vuelto a ocurrir con los del matrimonio Jiménez-Becerril: la gente sale a la calle con el sentimiento de que esos crímenes han trazado una línea divisoria, un nosotros y un ellos sin posibilidad de comunicación alguna.

Toda la cuestión política que tenemos pendiente radica en saber si es posible que el impulso procedente de esas manifestaciones puede ser recogido, sin quiebra de la unidad, por unos partidos caracterizados más por su propensión a magnificar los conflictos que por su voluntad para resolverlos. La experiencia reiterada de los últimos años dice que no, que es imposible; que entre la tarde en que el espacio público sirvede escenario a una manifestación unitaria y la mañana en que los partidos vuelven a ocupar toda la escena, la unidad se diluye y el mismo aire que antes había recogido el clamor unitario comienza a llenarse de agrias acusaciones y de mutuos reproches.

De ahí, la sensación de impotencia que impregna el ambiente el día después del crimen y que puede convertirse en prólogo de dos guiones igualmente catrastóficos: que un sector de los manifestantes se organice para responder a la guerra con la guerra; o que cunda el desistimiento la dejación y ante lo que se considera fatal e irremediable. Ambos guiones se han escrito hasta su dramático final en otros tiempos, aquí y en todas partes, y es sólo una prueba de la madurez de vascos y españoles demócratas que no hayan encontrado ningún eco todavía entre nosotros las voces clamando venganza ni los lamentos invitando al desistimiento.

Pero, si se quiere evitar esas dos salidas sin horizonte, no parece que quede abierta más que una vía: convertir el acuerdo de Ajuria Enea en un pacto de acción común. Si los ciudadanos que se manifiestan en las calles pueden sentir un impulso unitario por encima de sus legítimas discrepancias políticas, los partidos que los representan, estén o no por la construcción de una nación vasca separada del Estado español, deberían ser capaces de llegar a un acuerdo más allá de la mera declaración de intenciones. Eso, cuando la política se hacía en la calle, se llamaba pacto de unidad de acción. Es complicado, pero es el único camino que queda por explorar si no se quiere que el impulso unitario de los ciudadanos en la calle se disuelva en la impotencia o se convierta en prólogo de una larvada guerra civil.

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