Editorial:

El estado de Clinton

LA UNIÓN está robusta. El presidente Clinton, acosado por el affaire Lewinsky, presentó ante el Congreso su perfil más innovador con vistas a los tres años que le quedan de mandato. Su discurso sobre el estado de la Unión fue interrumpido por aplausos en decenas de pasajes. Para evitar que los escándalos sexuales que le acosan desde hace días contaminaran también la comparecencia parlamentaria más solemne del año, 24 horas antes había realizado una contundente y breve declaración: "No he mantenido relaciones sexuales con la señorita Lewinsky". Su mentís y su discurso le han valido un re...

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LA UNIÓN está robusta. El presidente Clinton, acosado por el affaire Lewinsky, presentó ante el Congreso su perfil más innovador con vistas a los tres años que le quedan de mandato. Su discurso sobre el estado de la Unión fue interrumpido por aplausos en decenas de pasajes. Para evitar que los escándalos sexuales que le acosan desde hace días contaminaran también la comparecencia parlamentaria más solemne del año, 24 horas antes había realizado una contundente y breve declaración: "No he mantenido relaciones sexuales con la señorita Lewinsky". Su mentís y su discurso le han valido un respiro, pero no le garantizan la confianza de los americanos. Ni siquiera después de haberse presentado con el aval de la mejor coyuntura económica que haya tenido el país desde los míticos años sesenta.Sólo 14 meses después de su reelección triunfal hay quien considera ya liquidada su presidencia; incluso dentro del cuartel demócrata. No así Clinton, que está dando muestras de voluntad política para remontar la pendiente. Ante el acoso judicial y mediático, él y los suyos -en primer término su esposa, Hillary- han iniciado una contraofensiva no exenta de peligros. Al afirmar el lunes con nitidez que no había tenido relaciones con la becaria Monica Lewinsky ni había presionado a nadie para mentir, comprometió su futuro: si ese desmentido rotundo choca con pruebas en contrario, habrá tocado a su fin la carrera política de Clinton.

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En su discurso de política general abogó por utilizar el futuro superávit presupuestario -¡qué histórico cambio de tendencia!- no para reducir impuestos como quieren los republicanos, sino para activar políticas sociales, especialmente de seguridad social y educación secundaria: sonó al mejor Clinton progresista de los primeros años de presidencia.

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Desgraciadamente, EE UU y el mundo están más pendientes del sino del presidente que de su política. La comparación con el caso Watergate, que llevó a la dimisión de Richard Nixon ante la posibilidad de que el Congreso iniciara un proceso, de destitución (impeachment), es inevitable. Y útil para poner de manifiesto las enormes diferencias entre ambos casos, que convierten los escándalos actuales en una especie de esperpento a la americana. Nixon mintió y obstruyó la actuación de la justicia para encubrir un caso criminal de espionaje político a los adversarios demócratas; Clinton, si se demostrara que ha mentido, lo habría hecho en un caso civil referido a su vida privada. El perjurio en estos últimos asuntos no suele llevar consigo incriminaciones criminales en Estados Unidos. La modélica igualdad ante la ley que se invoca para hacer comparecer ante la justicia al presidente debería aplicarse también a ese efecto.

La realidad más bien invita, a pensar en una especie de discriminación negativa. Kenneth Starr, un extraño fiscal especial, exhibe sin tapujos una inquina personal aplicada a una investigación universal con el fin de acreditar, con nuevas historias de faldas, la promiscuidad de Clinton. En la búsqueda de esos secretos de alcoba no se regatean medios, desde grabaciones subrepticias a chantajes implícitos.

El puritanismo de la sociedad americana, que a este lado del Atlántico aparece como un fenómeno enfermizo, tiene su expresión más llamativa en ciertos sectores de los medios de comunicación. La reacción ciudadana ha sido hasta ahora más ambigua. No condicionan la suerte política del presidente a sus supuestos o reales devaneos extramatrimoniales -que ya eran de dominio público, salvo el episodio Lewinsky, cuando fue reelegido en 1996-, pero más del 60% de los norteamericanos creen que debería dimitir si se probara que ha mentido. El valor casi sagrado que se atribuye al juramento sobre la Biblia caería con todo su peso sobre Clinton, por mucho que se trate de un asunto privado. Pero, más allá de las cuestiones de principios, en este asunto hay muchos elementos oscuros que deben ser desvelados. Por ejemplo, los explicitados por su mujer, Hillary, que se ha mostrado convencida de la existencia de una "vasta conspiración" de la extrema derecha.

Un eventual impeachment o la dimisión preventiva de Clinton no favorecería a los republicanos: la presencia por adelantado de Al Gore en la Casa Blanca sería el mejor trampolín para las elecciones del 2000. Les beneficiaría, en cambio, un presidente malherido y agónico, sin iniciativa política durante tres años. Una presidencia de ese tipo pedudicaría también al resto del mundo en momentos en que el empuje de Clinton puede resultar decisivo para hacer avanzar varias negociaciones de paz en curso -Oriente Próximo, Ulster, Chipre- o garantizar la continuidad de la presencia militare de EE UU en Bosnia. No pueden sorprender las reacciones de apoyo y simpatía de muchos dirigentes europeos que piensan que todo esto se ha salido de madre.

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