Tribuna:

Madrid de fábula

Una vez más, cuando cada ente autónomo de los que forman nuestra entidad estatal reivindica su inalienable y alienado derecho a contar su historia como le da la irreal gana, y la historia de las comarcas limítrofes como mejor le cuadra a su etnocéntrica visión histórica, se echa en falta la opinión de los madrileños, su alternativa particular a las que reivindican, por ejemplo, la visión catalana, vasca o vallisoletana de la historia de España.Cuando las justificadas iras de los nacionalistas periféricos se concentran en la visión centralista de la historia impuesta durante los años del franqu...

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Una vez más, cuando cada ente autónomo de los que forman nuestra entidad estatal reivindica su inalienable y alienado derecho a contar su historia como le da la irreal gana, y la historia de las comarcas limítrofes como mejor le cuadra a su etnocéntrica visión histórica, se echa en falta la opinión de los madrileños, su alternativa particular a las que reivindican, por ejemplo, la visión catalana, vasca o vallisoletana de la historia de España.Cuando las justificadas iras de los nacionalistas periféricos se concentran en la visión centralista de la historia impuesta durante los años del franquismo en los libros de texto, hablan de Madrid y confunden el Madrid corte con el Madrid villa y el Madrid provincia. Nadie ha sufrido más las consecuencias ingratas del centralismo castellano, por ejemplo, que la provincia de Madrid, que fue hasta bien entrado el siglo XIX territorio en permanente litigio, cuyos pedazos se repartían las diócesis de Toledo y Segovia, a excepción de una parte del pastel cuyo reparto quedaba en manos del monarca de turno, que distribuía señoríos, regalaba castillos y obsequiaba a sus amigotes de alcurnia con espléndidas fincas, incluyendo a todos sus habitantes en, la nómina del personal de servicio.

En los mapas, Madrid se clava como una espinita en el centro del diafragma que separa a las dos Castillas, estratégica posición que la lleva a recibir mandobles por todas partes, de unos y de otros, sarracenos y cristianos, o segovianos y toledanos. Antes de convertirse en capital de la nación y del imperio, Madrid gozaba del predicamento de los reyes castellanos por sus espléndidos cotos de caza. Además de El Escorial, Felipe II erigiría también el palacio del Pardo como campamento base de sus continuadas excursiones cinegéticas.

En Madrid cazaban los reyes y medraban sus funcionarios escribiendo una historia que nunca era la de los madrileños, que empezaban a quedarse sin caza, sin casa y sin más empleo que el de estar al servicio de los poderosos. La auténtica y legítima historia del pueblo de Madrid sólo emerge en la historia oficial en algunas ocasiones señaladas a golpe de estacazo, en mayo de 1808 o en julio de 1936. El resto hay que rastrearlo en la novela picaresca y en las comedias de capa y espada, en los sainetes de don Ramón de la Cruz, en los de Carlos Arniches y hasta en los libretos de las zarzuelas. Abigarrado y esperpéntico puchero en el que hierven Lope de Vega y Don Hilarión.

Si a tenor de los vientos humanísticos que hoy soplan sobre el mapa autonómico algún historiador se propone escribir una historia de Madrid a la madrileña con la que cebar improbables cachorros nacionalistas, tiene garantizado, desde luego, un arranque magistral y fabuloso, una prehistoria mitológica que fabularon a su imperial medida los más ilustres y desvergonzados cronistas, dispuestos a todo para que su ciudad igualara en abolengo legendario a la Roma de Rómulo y Remo. Puestos a Inventar, aún fueron más allá que sus colegas romanos, y dictaminaron con similar desparpajo que la ciudad de Madrid había sido fundada en el año 879 antes de Cristo por Ocrio Bianor, un príncipe troyano hijo de Tiberino, dios del río Tíber, y de la profetisa Manto, de donde derivaría el nombre posterior dado a Madrid de Mantua Carpetana.

Éste y otros disparates de semejante fuste, como un viaje turístico de Nabucodonosor a las riberas del Manzanares o una visita fuera de programa del general griego Epaminondas a la zona de Puerta Cerrada, pueden leerse en crónicas y pergaminos donde figuran también noticias tan verídicas como inverosímiles. Es una lástima, por ejemplo, que nadie haya enseñado a los niños madrileños, en horas lectivas, la verdadera historia del León de Armenia que reinó en Madrid en el siglo XIV y que era descendiente por vía directa del hada Melusina. Su hada madrina fue seguramente la que indujo a don Juan I de Castilla a apiadarse de su destino errante y otorgarle de una tacada el señorío de Madrid, la ciudad de Andújar, la de Ciudad Real y 150.000 maravedíes de renta. Historias como la de este rey León (VI de Armenia y I de Madrid) que reinó sobre nuestras selvas primigenias enriquecerían la visión monolítica de la historia reescrita por tirios y troyanos.

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