Tribuna:

Un esplendor final

Al aproximarse el centenario de la generación literaria de 1898 -cuya celebración, más que inminente, se encuentra ya para la fecha de hoy en anticipado curso- dedicaba yo uno de mis habituales comentarios a discurrir acerca del sentido que para los españoles actuales y desde su situación presente pueda tener la evocación de aquel. singular momento de nuestra historia cultural, calificado con razón de 'segunda Edad de Oro' o, al menos, de 'edad de plata'. Y me preguntaba si acaso subsiste todavía algún nexo de unión entre las generaciones que en estos días habitan la Península y las generacion...

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Al aproximarse el centenario de la generación literaria de 1898 -cuya celebración, más que inminente, se encuentra ya para la fecha de hoy en anticipado curso- dedicaba yo uno de mis habituales comentarios a discurrir acerca del sentido que para los españoles actuales y desde su situación presente pueda tener la evocación de aquel. singular momento de nuestra historia cultural, calificado con razón de 'segunda Edad de Oro' o, al menos, de 'edad de plata'. Y me preguntaba si acaso subsiste todavía algún nexo de unión entre las generaciones que en estos días habitan la Península y las generaciones de la España en que nací y donde transcurrió la primera fase de mi vida de escritor.La duda se basaba, naturalmente, en el cambio radical que de entonces acá ha experimentado la sociedad española y, con ella, quienes la integran. La fisonomía colectiva de los españoles, el tipo medio de nuestros compatriotas, se ha modificado con suma rapidez durante las últimas generaciones -hace años pude notarlo ya, y llamé la atención sobre ello en un escrito que titulaba El español mutante-, configurado éste por pautas de comportamiento ajustadas a su vez al substrato económico-social cambiante. Sería una obviedad decir que la sociedad española actual es muy distinta de lo que era hace quince, veinte, treinta años, y esto, por supuesto, no sólo en cuanto a ese súbstrato y a esas pautas de comportamiento social, sino también en lo relativo a' la superestructura político-institucional del país, que se encuentra en trance de inquietante inestabilidad. A decir verdad -y ¿por qué no decirla?- el estado de incertidumbre producido por la dudosa convivencia entre los súbditos del antiguo Estado nacional español, nos tiene sumidos en un desconcierto que se respira en el ambiente y se refleja en muchas conductas, y que no deja de encontrar también expresiones públicas, con frecuencia consternadas, de reflexiva preocupación. Aquí mismo, en las columnas de este periódico, un catedrático, Francisco Rubio Llorente, especulaba el pasado 8 de noviembre ('fantaseaba', era su palabra) acerca de cómo podrá ser para mediados del siglo próximo esto que hoy todavía se llama España; y al día siguiente otro escritor, Antonio Muñoz Molina, llenaba buen espacio de estas mismas páginas haciéndonos partícipes a los lectores de la aflicción que siente ante el espectáculo de esta vieja patria, caída en un proceso de creciente desintegración.El amplio testimonio ofrecido por mi querido amigo sobre el olvido de la historia apela a la experiencia por él vivida desde sus no demasiado lejanos años escolares, para contemplar con desolación el cuadro de la realidad presente.Incomparablemente más larga ha sido mi propia experiencia histórica; pues yo, por mi parte, hube de convivir durante mi juventud con los hombres de aquella ilustre generación del 98 y con los maestros de la siguiente; me formé dentro del ambiente intelectual y sentimental creado por, maestros tales; pero, desarticulado pronto por la guerra civil mi propio grupo de edad, desbaratado y disperso en plena juventud, me ha sido dado, a lo largo de una existencia quizá prolongada en exceso, asomarme desde aquel entonces a las más dramáticas alternativas de la historia universal, hasta llegar a este fin de siglo desde donde puede uno volver ahora la vista, con mucha distancia y no poca melancolía, hacia un periodo ya tan remoto: hacia la época de nuestro último esplendor cultural.En otras ocasiones y otros escritos míos (recientemente, en un ensayo sobre El nacionalismo tardío de la generación del 98, publicado por la revista Claves), he procurado explicar, colocando la historia moderna de España en el contexto de la historia general, la razonada convicción mía de que aquel -fue para ella un esplendor final.

Claro está que no sería caso de volver aquí sobre lo que ahí quedó expuesto. Pero tampoco hace falta repasar todo el proceso para darse cuenta inmediata de cuál es la situación a que hemos llegado en esta Península nuestra al salir del oscuro túnel de la dictadura franquista. Mientras que la Segunda Guerra Mundial hacía tabla rasa de la Europa de las nacionalidades, aquella dictadura desorbitaba para uso interno en grotesca exageración los supuestos patrióticos que la generación del 98 intentara reformular y reforzar, desacreditándolos con ello hasta el punto de que hoy nadie parece dispuesto a suscribirlos. Luego, en sólo un par de decenios, con un salto sorprendente, nuestro país se ha asimilado -para bien y para mal-, al resto de Europa, ingresando al fin en un orden político mundial que implica !nada menos! la abolición concertada de las previas soberanías nacionales. Integrada así en la perspectiva de un futuro que, sea cual en definitiva fuere, en nada puede asemejarse a las condiciones del mundo de preguerra, esta España modernizada y democrática ha renunciado por su parte a la organización centralista de su viejo Estado, para convertirlo en una estructura compleja de cuerpos políticos dotados de mayor o menor autonomía.Ahora, bien mientras tanto se consolida o no, y en qué términos, esa nueva estructura prevista por la Constitución vigente, el viejo Estado se encuentra sometido a una operación de creciente desmantelamiento; y en eso estamos. Podrán parecer apetecibles y aun luminosas las actuales perspectivas de futuro, y quizá magnífico el porvenir vislumbrado desde ellas, pero por lo pronto debemos asistir a la degradación del viejo Estado nacional, desmembrado en territorios autónomos cuya meta particular en ningún modo puede consistir tampoco -claro está- en esa multiplicación de soberanías enanas con que los ilusos sueñan.Estas palabras mías no debieran ser entendidas a la manera de lamentación elegiaca. La crisis de la modernidad está afectando por igual a todas las antiguas naciones del Occidente; en todas partes se sufren sus efectos, y, sea como quiera, la historia ha de seguir sus caminos, nunca llanos ni de fácil tránsito. Para nada valdría cerrar los ojos a la realidad cuando ella responde a destinos inexorables, pues por muchos trastornos que esto ocasione, es ineludible que el mundo entero se adapte en sus estructuras políticas a las exigencias del formidable desarrollo tecnológico alcanzado por la humanidad en esta fase de, su historia.

De cualquier modo, las vertiginosas transformaciones a que nos hallamos sometidos son tales que sin duda provocan toda clase de desconciertos, haciendo explicable cualquier clase de disparates. Y así resulta penoso observar la incongruencia -y es sólo un ejemplo entre mil- de que, en estos días y en este país nuestro, aquellos mismos gestores oficiales del bien común que sin empacho entregan a las comunidades autónomas cada vez más y más competencias desprendidas del viejo Estado unitario, intenten por otra parte satisfacer sus inveterados sentimientos españolistas mediante gestos tan vanos como esa patética pretensión de imponer por decreto el himno y la bandera nacionales, en inútil competencia con la abigarrada turbamulta de himnos y banderas locales que, a falta de mejor causa, entusiasman a- los denodados cultivadores de nacionalismos menores.

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Francisco Ayala es escritor.

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