Tribuna:

El mercado, la igualdad y la izquierda

Aunque no importe el color de los gatos, hay, quiero creer, una diferencia entre izquierda y derecha al elogiar el mercado. Mientras una parte importante de pensamiento conservador muestra su exacta estatura moral al contraponer la igualdad al mercado, como si se tratara de dos principios en disputa, para las gentes progresistas el mercado interesa, si interesa, porque en realidad interesan otras cosas. La igualdad es una de ellas.Al menos en el terreno de las razones, la igualdad le tiene ganada la mano al mercado. Una elemental asimetría lo muestra. No funcionan igual las preguntas "¿para qu...

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Aunque no importe el color de los gatos, hay, quiero creer, una diferencia entre izquierda y derecha al elogiar el mercado. Mientras una parte importante de pensamiento conservador muestra su exacta estatura moral al contraponer la igualdad al mercado, como si se tratara de dos principios en disputa, para las gentes progresistas el mercado interesa, si interesa, porque en realidad interesan otras cosas. La igualdad es una de ellas.Al menos en el terreno de las razones, la igualdad le tiene ganada la mano al mercado. Una elemental asimetría lo muestra. No funcionan igual las preguntas "¿para qué el mercado?" y "¿para qué la igualdad?". Mientras al defender una institución o una acción cabe invocar como argumento último la igualdad que propician, no cabe hacer lo propio con el mercado. Excepto a los interesados en el negocio, a nadie le interesa como tal el mercado. Es un simple instrumento para organizar las tareas económicas, y como cualquier otro instrumento estará justificado si lo están los objetivos que permite alcanzar.

Salvo la fascinación cerril del pensamiento único, el defensor del mercado invoca siempre razones ulteriores y justifica el mercado en virtud de principios como la libertad o el bienestar. En todo caso, después, contrapone estos principios a la igualdad. Es una defensa correcta analíticamente, pero incómoda, subordínada a la posibilidad de que el vínculo desaparezca o se muestre frágil, circunstancial. Después de todo, siempre cabría mostrar que el mercado es responsable de ineficiencias importantes, ineficiencias que sólo cabe mitigar con intervenciones poco acordes con sus principios. De hecho, la macroeconomía de siempre y la moderna microeconomía proporcionan minuciosos inventarios de las ineficiencias del mercado. Incluso en su debilidad como teorías: las irreales condiciones que aseguran el buen funcionamiento del mercado teórico (ausencia de extemalidades o de economías de escala, competencia perfecta, información simétrica y sin costos, mercados de futuros, etcétera) son impecables argumentos en contra del buen funcionamiento de los mercados reales. Mostrar la fragilidad del vínculo entre mercado y eficiencia también es cosa sencilla, simple historia. Cierto es que, pace nacionalistas, la historia no "demuestra" nada, que, a lo sumo, muestra y que la hay para todos los gustos. En todo caso, la disponible es suficiente para descartar un vínculo necesario entre mercado y eficiencia, para dudar del mercado.

No ha de extrañar que los más brillantes conservadores desplacen la argumentación, un paso más, al territorio enemigo y busquen mostrar que la dificultad de principio es de la igualdad, por incompatible con la libertad o el bienestar. Los argumentos son de dispar intensidad y calidad. La versión más tremendista, muy cultivada en la guerra fría, emplazaba a elegir entre libertad e igualdad. Con menor dramatismo, su prolongación contemporánea viene a afirmar que las intervenciones del Estado de bienestar interfieren la libertad de las gentes. Pero en esos términos la cosa tiene poco fuste. Resulta poco discutible que un individuo con una mayor esperanza de vida, con un mejor nivel educativo o con un seguro de desempleo tiene abiertas más opciones, está en mejores condiciones de elegir y realizar sus propios destinos, que otro que ande trastabillando al pairo del mercado.

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Más hondura tiene el argumento que apela a la eficacia. De hecho, la compatibilidad entre eficacia e igualdad constituye el asunto central de la moderna economía política. Incluso parece que, en tiempos recientes, el pensamiento progresista le ha encontrado solución y ha asentado sus reales en el principio: sólo resultan aceptables aquellas desigualdades que favorecen a los más pobres. La mayor riqueza de unos estaría justificada en la medida en que contribuye a mitigar la pobreza de otros. Aunque la tesis tolera diversas interpretaciones, la más extendida reposa en la convicción de que ciertas desigualdades, al actuar como incentivos, permiten aumentos de la producción que favorecen también a los más pobres. No cabe exagerar la importancia de esta interpretación. Constituye el último residuo de la muy fatigada alma igualitan a de la socialdemocracia y también ha, sido suscrita por no pocos neoliberales. Sólo que para éstos, las desigualdades dinamizadoras se sitúan en la frontera misma de la esclavitud.

Sin embargo, no carece de problemas la interpretación -que no es lo mismo que el principio- que relaciona desigualdad y eficiencia a través del vínculo de los incentivos de la desigualdad. Por lo pronto, ignora información al descuidar la existencia de procesos que apuntan exactamente en la dirección opuesta, que hablan en favor de la eficacia de la igualdad. El más clásico inspiró al Estado de bienestar. El capitalismo, un. sistema descoordinado de decisión, no garantiza que lo que los ricos ganan se traduzca en inversión o consumo. El mejor modo de asegurar que no existen recursos sin utilizar es por medio de la inversión directa del Estado a través de una redistribución a favor de aquellos que tienen mayores necesidades de consumo. Una reciente línea de investigación sostiene que una. distribución igualitaria favorece la desaparición de importantes ineficiencias derivadas de la incapacidad empresarial para asegurar una conducta responsable por parte de los trabajadores sin incurrir en enormes costos de control y penalización. Una redistribución en favor de los trabajadores que le llevase a experimentar directamente las consecuencias de sus acciones haría desaparecer el problema (al que los economistas denominan agente principal).

Pero cabe una objeción más fundamental desde una perspectiva comprometida, además de con la igualdad, con otros valores no menos importantes de la izquierda, como la fraternidad o la comunidad. La dificultad normativa de la tesis de los incentivos se deja ver inmediatamente cuando se formula en primera persona. Un elemental criterio de racionalidad invita a excluir como parte de una comunidad de diálogo una argumentación que afirmase: "yo sólo estoy dispuesto a contribuir a aliviar los problemas de los más pobres mientras se mantengan las desigualdades". En la vecindad de esta dificultad se encuentra un genuino problema de estabilidad reproductiva, al que se enfrenta una sociedad que se piensa sobre el horizonte de la igualdad, pero que se cimenta en la desigualdad como mecanismo dinamizador.

La argumentación anterior resulta incompleta. Una vez se admite la condición instrumental del mercado, con la elemental implicación de evitar empecinarse en su defensa -o en su crítica- incondicional, comienza lo realmente importante, lo sabido y olvidado: aclarar el norte donde aproar. Después, lo que procede es explorar los instrumentos que traduzcan los valores que importan, también en su compatibilidad. Todos los valores. Es entonces cuando el color de los gatos empieza a importar.

Félix Ovejero Lucas es profesor titular de Metodología de las Ciencias Sociales de la Universidad de Barcelona.

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