Tribuna:

La sangre y el hierro

La conmemoración del 80º aniversario de la revolución rusa ha quedado inevitablemente difuminada. No hace mucho que esta circunstancia hubiera dado lugar a una cascada de reflexiones sobre lo que para muchos fue el principal acontecimiento del siglo, "los diez días que cambiaron el mundo", según la afortunada expresión de John Reed. A pesar de todos sus achaques y de la pérdida de su atractivo, la gran utopía social y política seguía en pie. El asalto del cielo de que hablan el título y el contenido de la autobiografía de mi amiga Irene Falcón no había acabado. Pero al desplomarse entre 1989 y...

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La conmemoración del 80º aniversario de la revolución rusa ha quedado inevitablemente difuminada. No hace mucho que esta circunstancia hubiera dado lugar a una cascada de reflexiones sobre lo que para muchos fue el principal acontecimiento del siglo, "los diez días que cambiaron el mundo", según la afortunada expresión de John Reed. A pesar de todos sus achaques y de la pérdida de su atractivo, la gran utopía social y política seguía en pie. El asalto del cielo de que hablan el título y el contenido de la autobiografía de mi amiga Irene Falcón no había acabado. Pero al desplomarse entre 1989 y 1991 los regímenes del "socialismo real" todo cambió rápidamente. No sólo porque quedó al descubierto el castillo de naipes en que efectivamente consistía la estructura del consenso en aquellas sociedades, sino también porque la apertura de los archivos sacó a la luz aspectos del sistema soviético cuya negrura superaba toda previsión, más allá incluso del conocido Gulag.Entre las revisiones a la baja, la de la obra de Lenin por Pipes y Volkogónov ocupa un primer plano, y es tal vez la más significativa, porque concierne al núcleo de la interpretación histórica de la revolución. Trotski dijo de Lenin que era el hombre adecuado para una época de sangre y de hierro. Lo que no explicó es por qué esa sangre y ese hierro habían de repreproducirse a escala ampliada en la instalación del Estado soviético. La imagen tradicional consistía en atribuir a Lenin una práctica del terror condicionada por las circunstancias excepcionales de la guerra contra los blancos, salpicada incluso de gestos de humanidad. Volkogónov cree que el propio Lenin contribuyó conscientemente a esa imagen favorable de sí mismo incluyendo artículos y discursos públicos. El acceso a los casi cuatro mil documentos inéditos del archivo de Lenin, ahora objeto de una edición crítica parcial por Richard Pipes, modifica considerablemente esa estimación. Los telegramas codificados y las notas confidenciales de Lenin durante su periodo de dictadura constituyen una- Ilustración permanente del propósito de "destruir sin piedad", al oponente, por cualquier medio, sin respeto alguno a supuestos humanitarios y muchas veces con actos simplemente indignos. El terror no era para él un aspecto instrumental, temporalmente imprescindible, en la defensa de la revolución, sino el eje de una actuación política dispuesta a borrar de la sociedad soviética todo rastro de pluralismo.

Importa subrayar que esta barbarie no fue obra de un bárbaro. Lenin era un hombre intelectualmente refinado que muy bien hubiera podido dar la respuesta dada hace poco por Pol Pot a un periodista: "¿Cree usted que yo puedo ser un asesino?". Las claves de su actuación deben rastrearse más allá de la psicología. Como fondo histórico, tendríamos un desarrollo histórico ruso donde el Estado no es una organización de poder a la occidental, una burocracia que cuenta entre sus cometidos la regulación del conflicto en la sociedad y que ya a finales del siglo XIX se orienta a admitir la participación política del súbdito -en cuanto ciudadano. Cuando Lenin o Bakunin piensan en lo que traducimos como Estado, tienen ante sí un puro sistema de dominación, en sí y para sí, una gosudarvesnost -en alemán, Herrschaft-, dicho en otros términos, un bloque monolítico que aplasta a los súbditos sin compensación alguna, ni por supuesto perspectiva de participación. Al estudiar las raíces históricas del leninismo, el historiador ruso Ingerflom subraya la imposibilidad que surge a partir de ahí para percibir lo que es una relación política moderna. Los pensadores populistas, apresados, por otra parte, habían utilizado dos términos para describir esa situación bloqueada de la revolución rusa: la asiaticidad, la ausencia de la noción del derecho y de clases sociales constituidas, y la verticalidad del sistema, la somudarstvo, algo parecido a prepotencia, y más que prepotencia, el principio de que "el más fuerte puede hacerle al débil todo lo que quiera y con plena impunidad". A partir de ahí, tenemos como resultado "el ciudadano imposible", seña de identidad de la Rusia contemporánea hasta hoy.

Lenin permanecerá atrapado en esa red de limitaciones. A pesar de su enfrentamiento al Estado zarista, recreará sus condiciones. Puede escapar a ellas únicamente mediante el recurso a la utopía, algo que conscientemente rechazaba, pero que preside el capítulo de las soluciones en El Estado y la revolución. Como en Bakunin, el autoritarismo se disfraza de anarquía, de perspectiva irreal de supresión del Estado. La democracia carece de contenido, salvo como estadio del desarrollo social. Democracia y dictadura son lo mismo, formas de dominación; en definitiva, despotismo que una clase ejerce sobre otra. Y, para afirmar su revolución, el proletariado habrá de ejercer ese despotismo implacablemente. La pretensión de poner "el mundo del revés" gracias al arado de la revolución, explícita en Lenin, fundamentaba también por su parte el recurso a la violencia. La construcción del paraíso requiere siempre la espada de san Miguel.

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A pesar de ello, Lenin no es Stalin. El pluralismo pervive en el reducto del partido, la finalidad de emancipación sigue contando al determinar las opciones políticas y se mantiene una fuerte tensión del actor respecto de una obra cuyas imperfecciones y fracasos es el primero en dictaminar. La dictadura y el terror enlazan a ambos líderes, pero es el segundo quien promueve la coagulación definitiva del sistema, la recuperación de los aspectos más sombríos de la represión del antiguo régimen, en la línea de Iván el Terrible y la configuración de un sistema obsesivo de control y represión de masas. Paradójicamente, dentro de ese caparazón, la utopía comunista seguirá actuando en la historia en este siglo de sangre y hierro, poniendo sus elementos de esperanza, entrega y disciplina al servicio de una lucha que supuso logros decisivos para los trabajadores, y aun para la democracia, allí donde los partidos comunistas no lograron el monopolio del poder. Es la doble cara del comunismo, que impide su equiparación a los movimientos fascistas.

Ahora bien, la historia del terror tampoco se agota en el caso ruso. Están bien recientes las últimas andanzas de Pol Pot, sin duda el hombre que en el siglo ha generado la mayor matanza conocida en términos proporcionales, con dos millones sobre ocho de camboyanos suprimidos entre 1975 y 1979. Casi siempre con una técnica primaria, entre el machete y la azada, o el hambre, por ahorrar municiones. Y conviene recordar que los jemeres rojos, como su pariente Sendero Luminoso en Perú, son revolucionarios con certificado de nacimiento en el maoísmo de la Revolución Cultural china, a mediados de los sesenta. La lógica de la inversión, esto es, el arado revolucionario para dar la vuelta al mundo, el recurso sistemático al terror y una relación de alteridad basada en criterios de coacción, instrumentalización y represión, dieron ese terrible precipitado. Los elementos locales también contaron, como esa fascinante utilización de la creencia en los espíritus, en los naek ta, símbolos del control y la reverencia en la comunidad rural, ahora resumidos en el Angkar, el partido comunista, que se oculta a sí mismo y es omnipresente como organización que vigila y castiga. Pero la exaltación del campesinado, "los diamantes de la tierra", frente a la ciudad, o la aplicación a la población urbana de un exilio forzoso de reeducación que lleva al exterminio, son de inmediata procedencia maoista. Del mismo modo que las actas de autoacusación en que se convierten las interminables autobiografías de los recluidos en el centro de detención y tortura de Tuo1 Sleng, en Phnom Penh, enlazan con la obsesión de control por la autobiografía vigente en la Tercera Internacional. Aberrantes en sus prácticas, ligados eficazmente a una realidad nacional, y en ella al campesinado como prueba su supervivencia política,. los jemeres rojos no dejan por eso de pertenecer al haz de trayectorias que emerge de la insurrección comunista, triunfante en Petrogrado hace ocho décadas.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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