Reportaje:EXCURSIONES- PEÑA QUEMADA

Un insospechado 'museo' del prado

Joyas artísticas y botánicas jalonan la senda entre el pueblo de Braojos y la cima de los montes Carpetanos

Dicen los que saben de etimologías que el topónimo Braojos viene de abrojo, planta cigofilácea de frutos casi esféricos y armados de muchas púas, que a su vez deriva del latín aperi oculos, es decir: abre los ojos (o te ortigo).De ser esto cierto, Braojos no sólo llevaría en el nombre los herbazales que son pasto de su muy nutrida cabaña bovina, sino además una velada advertencia para caminantes que, de no andar ojo avizor, pueden pasar de largo por este minúsculo enclave de la sierra norte sin reparar en otra cosa que en las vacas. Y, ciertamente, eso sí que sería pinchar.... pe...

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Dicen los que saben de etimologías que el topónimo Braojos viene de abrojo, planta cigofilácea de frutos casi esféricos y armados de muchas púas, que a su vez deriva del latín aperi oculos, es decir: abre los ojos (o te ortigo).De ser esto cierto, Braojos no sólo llevaría en el nombre los herbazales que son pasto de su muy nutrida cabaña bovina, sino además una velada advertencia para caminantes que, de no andar ojo avizor, pueden pasar de largo por este minúsculo enclave de la sierra norte sin reparar en otra cosa que en las vacas. Y, ciertamente, eso sí que sería pinchar.... pero en hueso.

Recostado a 1.200 metros de altura en la ladera de los montes Carpetanos, olvidado de pasadas grandezas -pues llegó a ser en el medievo el segundo lugar en importancia de la Comunidad de Villa y Tierra de Buitrago, integrada por 32 poblaciones- y azotado por el crudo Septentrión, Braojos duerme en el recodo de una carretera sin salida el sueño de los pueblos sin turismo.

Sus 140 habitantes no han sabido -o no han querido- montar un asador con horno de leña o un hotel con encanto, y los capitalinos, que sólo tienen ojos en el estómago y en el nalgatorio, pasan zumbando por la autovía del Norte sin sospechar que a mano siniestra hay un museo en los prados.

Lo primero que se pierden estos fitipaldis es el templo de San Vicente. "Pueblo chico, iglesia grande": he aquí un españolísimo axioma que se verifica en esta fábrica del siglo XVII, con torre del XV, de la que se cuenta que fue sufragada por un rico hacendado (que era muy católico) con tal de no dejarle un real en herencia a su nuera (que no lo era).

Además de comidillas, la parroquia reserva al forastero la curiosidad de un par de tablas de Berruguete y la estupefacción de un retablo firmado por Gregorio Hernández. De nuevo, se cuenta que la futura del imaginero castellano era natural de Braojos, y que a éste no le quedó más remedio que hacer bricolaje los sábados para meterse al suegro, el señor De Vargas, en el bolsillo.

Los fresnos de la Reguera

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Otros monumentos que se pierden los fundamentalistas del volante son los fresnos de la Reguera.

Y es una lástima, porque para conocer estas antigüedades apenas hay que andar media hora: una excursión en miniatura que los interesados pueden emprender desde el mismo caserío de Braojos, avanzando por la carretera del Molino para, unos 800 metros después de pasar el túnel del ferrocarril, tomar a la derecha el camino de la dehesa boyal; kilómetro y medio más adelante, callejeando entre las cercas de unos pequeños prados, toparán con una notabilísima pareja de Fraxinus angustifolia aislada en el hierbal, inconfundible por sus troncos mochos de cinco metros de circunferencia y por las numerosas marcas en forma de cruz que sobre ellos se detectan.

Se cuenta (y van tres) que los vecinos debían efectuar esta piadosa incisión la primera vez que subían a limpiar las cercanas regueras: una costumbre extinguida hace tres décadas, de la que ya sólo guardan memoria los más viejos del lugar, pero ninguno tanto como los fresnos de la Reguera.

Donde tampoco traerá nunca sus malos humos la gente de la ciudad es a la cumbre de Peña Quemada (1.833 metros), máxima altura de este municipio.

Al final de la carretera del Molino, que es prolongación de la que conduce a Braojos, una barrera impide el paso de vehículos, de modo que no hay otra opción que seguir a pie por la pista forestal que asciende zigzagueando hasta la cuerda de los montes Carpetanos.

Dos horas largas puede llevar encaramarse a este vértice geodésico desde el que se divisan, hacia el norte, las localidades segovianas de Prádena, Arcones y Matabuena.

Hacia el suroeste, las lejanas moles de Peñalara y de Cabezas de Hierro, refulgentes de neveros hasta bien entrado el verano.

Y hacia levante, la depresión de Somosierra, por la que los pilotos de la autovía corren a toda pastilla sin imaginarse que allá arriba, a mano izquierda, hay un museo de espléndidos paisajes abierto a los cuatro vientos.

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