Editorial:

Moneda y solidaridad

EL CONSEJO de Ministros de Economía y Finanzas de la Unión Europea (Ecofin) ha sancionado el rigor presupuestario para la etapa siguiente a la creación de la moneda única, al peinar los flecos pendientes del llamado pacto de estabilidad del euro. El régimen punitivo contra los países incumplidores del techo de déficit previsto en Maastricht se endurece aún más al permitir la acumulación de sanciones de varios años, aunque con ciertos topes. A la hora de establecer un equilibrio entre el extremismo rigorista de la panoplia sancionadora y su credibilidad -un rigor excesivo acaba mellando la conf...

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EL CONSEJO de Ministros de Economía y Finanzas de la Unión Europea (Ecofin) ha sancionado el rigor presupuestario para la etapa siguiente a la creación de la moneda única, al peinar los flecos pendientes del llamado pacto de estabilidad del euro. El régimen punitivo contra los países incumplidores del techo de déficit previsto en Maastricht se endurece aún más al permitir la acumulación de sanciones de varios años, aunque con ciertos topes. A la hora de establecer un equilibrio entre el extremismo rigorista de la panoplia sancionadora y su credibilidad -un rigor excesivo acaba mellando la confianza en su aplicabilidad-, los Quince han optado, a instancias de Alemania, por la dureza.El euro es un proyecto de largo alcance. Como tal, la convergencia de las economías y de las políticas económicas que está en su base debe ser sostenible y duradera. Por eso, un pacto de estabilidad es necesario. Pero no es probable que el balance entre rigor y credibilidad alcanzado el sábado pasado en la ciudad holandesa de Noordwijk sea el más conveniente; parece más bien un rigor mortis. Ésa era, la opinión de algunos países mediterráneos, pero también de otros con mayor fama de ortodoxia, como Austria: sus argumentos han sido despreciados.

Este dato no es el único preocupante; también lo ha sido el clima que rodeó a este último Ecofin: los comentarios de pasillos y ciertas muecas desdeñosas contra la "minoría", especialmente contra su componente sureña. La constatación, en suma, de que algunos países han vuelto a utilizar el diseño de un mecanismo teóricamente técnico para proseguir su campaña de descrédito contra algunas de las economías menos desarrolladas de la Unión Europea. Otra vez el racismo monetario, aunque ahora de forma más sinuosa.

De lo ocurrido en Noordwijk cabe extraer al menos dos lecciones. La primera es la necesidad de que los Gobiemos de los países más afectados por este tipo de campañas campanudas -entre ellos España, aunque no en primera fila- exijan claridad a los líderes amigos. De nada sirven las buenas palabras, las pasadas de mano por la espalda, los gestos diplomáticos amistosos de jefes de Estado o de Gobierno, la física o la química, si van acompañados de una acción en sentido contrario por , parte de algunos de sus subalternos. Debe quedar bien claro que el doble lenguaje en un asunto tan sensible -en el que se juega la suerte económica de una nación y muy concretamente del bolsillo de sus ciudadanos- es intolerable.

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La segunda conclusión es que la continuación, por causa de intereses domésticos, del artificial enfrentamiento de ciertos países del Norte contra los del Sur de la Unión no resultará gratuita, sino que tendrá consecuencias negativas para todos. Los dirigentes políticos que pretendan honrar esa condición deben asumir un compromiso de solidaridad que implica abstenerse de poner trabas artificiales a sus vecinos. Es la mínima contrapartida que Kohl está obligado a prestar por la solidaridad que exhibieron sus socios -y destacadamente España- cuando se produjo la unificación de Alemania. Juego limpio para todos. En caso contrario, seguramente los países más afectados deberán poner a punto estrategias defensivas de mucha envergadura.

En el caso de España, el intento de convencer a las instancias europeas y a los mercados de su voluntad de cumplir con las condiciones de participación en la unión monetaria ha llevado a elaborar un plan de estabilidad interno que se asemeja mucho a los otros ejercicios numéricos realizados en el pasado sin grandes resultados.

Es muy loable la voluntad de Rato y su equipo económico de crecer a una media anual del 3,2% entre 1997 y el 2000; y estimulante su deseo de reducir el déficit del sector público al 1,6% del PIB al final del siglo, sobre todo si lo consigue, como anuncia, reduciendo los impuestos. Pero estamos ante una nueva declaración de objetivos. El Gobierno sigue su práctica habitual de no explicar cómo se conseguirán tales mejoras, es decir, qué política económica aplicará en los próximos tres años. Mientras no concrete este aspecto, el plan de estabilidad o de convergencia es una proyección de juguete.

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