Editorial:

Plantas transgénicas

LA LLEGADA a España de los primeros cargamentos de una variedad de soja transgénica procedentes de Estados Unidos, la autorización por parte de la Comisión Europea de la venta de granos de maíz modificados genéticamente y la rotunda oposición a su distribución manifestada por un buen número de organizaciones ecologistas han reactivado un debate sobre la conveniencia o no de situar los productos transgénicos en el mismo grado de control que los demás antes de ser consumidos por la población. De esta polémica, simplemente técnica, se pasa fácilmente a un debate sobre el sentido que tiene desarro...

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LA LLEGADA a España de los primeros cargamentos de una variedad de soja transgénica procedentes de Estados Unidos, la autorización por parte de la Comisión Europea de la venta de granos de maíz modificados genéticamente y la rotunda oposición a su distribución manifestada por un buen número de organizaciones ecologistas han reactivado un debate sobre la conveniencia o no de situar los productos transgénicos en el mismo grado de control que los demás antes de ser consumidos por la población. De esta polémica, simplemente técnica, se pasa fácilmente a un debate sobre el sentido que tiene desarrollar productos transgénicos y sobre los mecanismos de control de la ingeniería genética.La ingeniería genética no puede ser anatematizada en bloque, aunque los claroscuros aparecen en los objetivos (¿pará qué crear una determinada variante transgénica?) y en el de sus eventuales efectos secundarios. La soja en cuestión incorpora un gen que la hace más resistente a un herbicida (distribuido por la misma empresa que vende las semillas). El maíz autorizado es más complejo: incorpora también una mayor resistencia a otro herbicida, impide la acción sobre la planta de un parásito y potencia su resistencia a los antibióticos. Físicamente, un gen es inocuo: al ingerir el que la soja ha utilizado para resistir al herbicida, cualquier persona o animal lo degradará sin problemas. Pero los genes no son sólo sustancias químicas; cada uno contiene la receta para fabricar una determinada proteína, capaz a su vez de modificar las células. Esta propiedad es la que despierta el temor de que alguno de ellos pueda extender la resistencia a los antibióticos, genere toxinas perjudiciales o contribuya a manifestar alguna enfermedad.

Los temores no tienen por qué convertirse en realidad. Pero no pueden soslayarse sin más, como si fueran inventos de retrógrados que se niegan a aceptar los beneficios del desarrollo tecnológico. Es necesario fijarías normas de etiquetado para no mezclar productos transgénicos con los obtenidos por métodos tradicionales. El consumidor tiene derecho a saber qué está comprando. La comercialización de los nuevos granos debe hacerse con calma, por más que Estados Unidos y algunas grandes compañías tengan prisa. Los beneficios para la sociedad de las nuevas variedades no parecen tan vitales como para normalizarlas sin mayor reflexión.

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