Tribuna:

Castro y el juicio de la historia

Algunos personajes de la historia tienen la inmensa fortuna -y enfrentan el enorme reto- de poder incidir en la definición de su papel en esa historia. Deben confluir varias circunstancias para que ello ocurra: en primer término, haber dejado huella en la vida de los hombres de su país o del mundo; en segundo lugar, alcanzar una edad suficiente para contemplar con certeza la eminencia; finalmente, estar obsesionado -como lo están todos los grandes políticos- con su epitafio: quién lo escribe y qué dice.La reciente visita de Fidel Castro a la Santa Sede en Roma produjo, obviamente, un encuentro...

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Algunos personajes de la historia tienen la inmensa fortuna -y enfrentan el enorme reto- de poder incidir en la definición de su papel en esa historia. Deben confluir varias circunstancias para que ello ocurra: en primer término, haber dejado huella en la vida de los hombres de su país o del mundo; en segundo lugar, alcanzar una edad suficiente para contemplar con certeza la eminencia; finalmente, estar obsesionado -como lo están todos los grandes políticos- con su epitafio: quién lo escribe y qué dice.La reciente visita de Fidel Castro a la Santa Sede en Roma produjo, obviamente, un encuentro de dos personajes de esta naturaleza: el propio líder máximo y Juan Pablo II. Más aún, su misma reunión responde probablemente al deseo mutuo de verse en el espejo de la historia más que a cualquier imperativo político inmediato. Ambas figuras han marcado el siglo como pocas,, para bien y para mal; los dos gigantes ven acercarse, a paso más o menos veloz, el fin de sus días; ambos anhelan ante todo conservar un nicho en la iconografía del siglo XX que exalte sus logros y disimule sus fracasos y errores. No sabemos qué se ha propuesto "el compañero Papa" para contribuir a la redacción de su propio obituario, aunque la próxima o reciente aparición de libros de revelaciones (como el de Carl Bernstein sobre los nexos entre el Vaticano y la Agencia Central de Inteligencia, CIA) o la biografía oficiosa de Karol Wojtyla no puede ser ajena al empeño por influir en la mirada retrospectiva por venir.

Pero en el caso de Fidel Castro podemos especular sobre el desgarrador dilema que enfrenta un hombre fascinado por la biografía y la historia, y a la vez desprovisto de los instrumentos o recursos para escribir una u otra. Ciertamente, al igual que desde 1959, el destino histórico de Castro dependerá ante todo de la suerte de la revolución cubana. Si, como todo lo indica, el régimen que él instaló en La Habana en enero de aquel año sobrevive hasta su muerte, ni un día más ni un día menos, Fidel gozará de un paso tranquilo y previsible a la eternidad; no terminará su vida como Ceausescu, sino como Mao. Pero esta ecuanimidad póstuma no revelará los problemas de hoy.

Ya no hay donde enterrar los archivos para ser consultados treinta años después: o bien se destruyen, o bien se confronta la elevadísima probabilidad de que serán abiertos a escasos días del fallecimiento. ¿Dónde puede mandar Castro sus notas, cintas, memorias inéditas y correspondencia? Ni a Moscú, ni a Berlín, ni a Hanoi, ni a Harvard, ni a Praga. Puede borrar toda huella de su paso por la historia, en cuyo caso esa historia se construirá con otras huellas; puede abrir todo, algo profundamente contrario a una vida entera de culto al secreto, al misterio y a la clandestinidad. O puede, al estilo de François Mitterrand, otro personaje embrujado y aterrado por el juicio a posterior¡ de sus contemporáneos y de las futuras generaciones, seleccionar cuidadosamente los retazos de vida e historia entregados a la posteridad, tratando de eliminar los demás.Como hoy lo comprueba Mitterrand desde el cielo, sin embargo, esta última opción, por atractiva que parezca, no suele funcionar. El presidente francés, aún en vida, procuró redactar una versión controlada de su vínculo con Vichy durante la II Guerra Mundial; autorizó y alentó el relato que hizo Pierre Péan, Una juventud francesa. Pero hoy ya nadie cree que dicha biografía semioficial diga toda la verdad, y decenas de chismosos buscan afanosamente la parte que falta.

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Peor aún, Castro, tal y como le sucedió a Mitterrand, pero con creces, no podrá dosificar ni censurar la apertura de otros archivos y de otras voces: los de Moscú, Pekín, Berlín y Washington, y las de La Habana y Miami. Hace escasas semanas, un investigador con acceso a los documentos del KGB reveló que Charles Hernu, uno de los amigos más cercanos de Mitterrand, había sido informante de los servicios soviéticos en los años cincuenta y sesenta, y que Mitterrand lo sabía al nombrar a Hernu ministro de Defensa de Francia en 1981. ¿Cuántos amigos, colaboradores, adversarios de Fidel Castro a lo largo de casi medio siglo de vida política no habrán trabajado para alguien? ¿Qué conviene más, escribir o hacer escribir su propia biografía en vida, para publicarla en vísperas de la muerte, o dejar el fallo final a la deriva, o en todo caso al libre albedrío de los historiadores, investigadores, periodistas y aliados y enemigos políticos? No resulta aventurado imaginar que Fidel Castro pasa buena parte de sus horas hábiles envuelto en estos embrollos, y que mucho de lo que suceda en Cuba en los próximos meses y anos dependa directamente de esta obsesión.

La última batalla del caudillo cubano no es, entonces, contra la ley Helms-Burton ni contra el presidente del Gobierno español, José María Aznar. Es por el juicio de la historia, por llenar o dejar los huecos, y resolver los enigmas o embrollarlos más todavía, por recordar los días de gloria y relegar aquellos de ignominia al olvido. De un hombre con una de las actitudes para la sobrevivencia más excepcionales del siglo no podemos esperar una respuesta simple. De uno de los grandes creadores de su propio mito tampoco debemos aguardar transparencia. Lástima que de por medio figuren grandes gajos de la historia, ya no de Fidel Castro, sino de América Latina.

Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma

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