Tribuna:

Un polizón para el Prado

Por lo publicadó hasta ahora, muchos piensan que el pintor clandestino que colgó dos de sus obras en el Prado y el Reina Sofía es, o un bromista, o un ciudadano que quiere demostrar la inseguridad en los museos, y de ahí que los administradores de la cultura (extraña y metafísica expresión) se nieguen a mostrar las obras. No quieren hacerle el juego al gracioso. Habría que preguntarse si es la calidad de los cuadros polizones lo que temen, o más bien el romántico prestigio de lo clandestino, lo subversivo.A mí me parece más probable que el pintor haya pintado esos cuadros y aceptado el ...

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Por lo publicadó hasta ahora, muchos piensan que el pintor clandestino que colgó dos de sus obras en el Prado y el Reina Sofía es, o un bromista, o un ciudadano que quiere demostrar la inseguridad en los museos, y de ahí que los administradores de la cultura (extraña y metafísica expresión) se nieguen a mostrar las obras. No quieren hacerle el juego al gracioso. Habría que preguntarse si es la calidad de los cuadros polizones lo que temen, o más bien el romántico prestigio de lo clandestino, lo subversivo.A mí me parece más probable que el pintor haya pintado esos cuadros y aceptado el riesgo de colgarlos a escondidas porque tenía el humano deseo de estar en buena compañía sin esperar la llegada de la posteridad; a la vista de cómo llega últimamente, ¿qué garantías ofrece, esa espera? Lo que no se alcanza a comprender es de qué nos asombramos: ¿acaso no es eso lo que está intentando en esta ciudad todo el mundo todo el tiempo?

Allí donde miremos encontramos a muchachas que se juegan la salud para pesar lo mismo que una modelo o una gimnasta, gentiles que quieren en sus bodas un boato vienés y principesco, directores que representan la comedia de la subversión lo que nuestros abuelos llamaban épater la bourgeoisie- para disimular su satisfacción de nuevos ricos, y agitadores culturales intentando sin descanso no es para menos) repetir el prodigio de convertir el viejo sainete y la verbena de toda la vida en una marca registrada con prestigio internacional. Quienes no comprenden la ambición del pintor clandestino es que no han visitado las traseras de las editoriales, que parecen fábricas de manuscritos, ni saben de la explosión de talleres de escritura, ni conocen a lectores de editorial con serios desequilibrios por tener que leer tanto y tan' inútilmente: el atasco ' de obras nuevas se parece a la carretera de La Coruña a las ocho de. la tarde y, casi que con independencia de lo escrito, muy pocos de los recién llega dostienen alguna posibilidad: los jóvenes, los guapos, ciertas mujeres, las llamadas minorías... pocos más.

Tampoco conocen las agencias de publicidad y diseño, donde se dejan el talento los cientos de pintores que quieren ser Miquel Barceló o por lo menos Goya. O mejor dicho, que lo son, están absolutamente seguros de serlo y sólo esperan que así lo reconozca y lo proclame algún reportaje en color antes de que cumplan los cuarenta o se pudran las cosas que les ponen a sus cuadros los miles

¿Quédiferencia al contrabandista del Prado y de chicos que abarrotan la. Facultad de Imagen, las escuelas de fotografía y las colas de Imagfic y los cines de madrugada? Problemente el clandestino del Prado soñaba con dialogar a solas con Goya y con Picasso por las noches, cuando se han marchado los turistas y el silencio invade las galerías. Mientras tanto, una parte de estos miles de jóvenes catedráticos de Cine. que van en metro sueñan con las gestas de cualquiera de esos nuevos directores con aspecto de rebeldes sin causa pero cori dólares que han conseguido ser ricos y famosos -hoy es lo mismo-, orgullosos de ignorar que hubo un Renoir que no era un cine y un Rossellini que no era una modelo.

Más allá de oscuras y sin embargo pequeñas conspiraciones, quiero imaginarme al artista del contrabando como alguien parecido al sencillo pintor para el Prado que representa la escultura de Julio López Hernández en la cuestecilla que sube a Los Jerónimos por el lado de la puerta de Goya. Con independencia de que sea o no tan humilde de apariencia, o tan joven, o tan apuesto, ambos comparten el mismo amor al arte, un incuestionable buen gusto en la elección de sus compañías -¿acaso no dejó Picasso su Guernica al Prado hasta que llegaron los técnicos y los políticos y explicaron lo que realmente había querido decir?-, y una gran sencillez en su propio anonimato, a fin de cuentas insignificante ante lo que realmente importa. En esta ciudad donde uno de cada tres vecinos descubrimos nuestro ombligo tan pronto como podemos, a ver si nos lo aplauden, esa sí que es subversión.

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