Tribuna:

Intifada

Madrid no es Jerusalén. Aquí, el alcalde de todos los creyentes, Álvarez del Manzano, excava y socava en nuestros santos lugares y sólo provoca la intifada de papel de los periódicos, una andanada de proyectiles verbales que no logra alterar su imperturbable y condescendiente sonrisa. Brigadas de obreros retiraron las veneradas piedras del subsuelo de la plaza de Oriente para que los arqueólogos integristas, partidarios de respetar íntegro el patrimonio histórico, no se las arrojaran a la cabeza a los vicealcaldes interinos, visires del poderoso emir Al-Manzano, al frente del Consistorio duran...

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Madrid no es Jerusalén. Aquí, el alcalde de todos los creyentes, Álvarez del Manzano, excava y socava en nuestros santos lugares y sólo provoca la intifada de papel de los periódicos, una andanada de proyectiles verbales que no logra alterar su imperturbable y condescendiente sonrisa. Brigadas de obreros retiraron las veneradas piedras del subsuelo de la plaza de Oriente para que los arqueólogos integristas, partidarios de respetar íntegro el patrimonio histórico, no se las arrojaran a la cabeza a los vicealcaldes interinos, visires del poderoso emir Al-Manzano, al frente del Consistorio durante las peregrinaciones estivales de su poderoso señor.Alcalde es palabra árabe que viene de cadí, juez, como Madrid, que se deriva de Mayrit, curso de agua, y hasta la mismísima patrona de la villa es Almudena, que viene de Almudaina; pero el cristianísimo alcalde de Mayrit, Magerit, Madrid, como sus cristianísimos antecesores, ha hecho todo lo humana e inhumanamente imposible por borrar hasta el último vestigio musulmán de la superficie, y del subsuelo del que fuera castillo famoso de la Conquista y la Reconquista hasta que Felipe II capitalizó en él su soleada corte. Los cristianos repobladores de la Villa- fueron construyendo y reconstruyendo sus viviendas sobre los restos de las murallas, de las atalayas y de las mezquitas sin que ni una voz, cristiana o mora, se levantara para increparles y maldecirles. Luego, en tiempos más recientes, cuando empezaba a imponerse un civilizado y universalizado respeto por las huellas del pasado histórico, la obstinada muralla se empeñó en reaparecer aquí y allá cuando se removían las piedras en los entornos de la Morería.

Con sus maniobras orquestadas en la oscuridad de los subsuelos, Alvarez del Manzano ha ido a toparse, que viene de topo, con toda clase de vestigios, musulmanes y cristianos, austriacos y borbónicos, y de forma absolutamente ecuánime ha vuelto a enterrarlos, sin efectuar discriminaciones entre unos y otros. Pero en las excavaciones de los santos lugares de la plaza de Oriente, donde reposaban venerables piedras de todas las culturas matritenses, el edil ha tropezado también con una fuerte oposición que ha elegido como símbolo la Casa del Tesoro, sin olvidarse de los restos árabes ni del histórico pavimento original sobre el que se desarrollaron los sangrientos y patrióticos sucesos del 2 de mayo de 1808.

El cadí Al-Manzano ha encontrado su piedra de toque en esta plaza, y a partir de ahora, cuando quiera mirar al futuro, un futuro que él personalmente vislumbra lleno de agujeros de diseño, tendrá que mirar bajo sus pies para no tropezar de nuevo con las mismas piedras. Los sectores integristas de la capital, los militantes del Fumad (Fundamentalistas Madrileños), las nuevas generaciones del Panama (Partido Nacionalista Madrileño) y otras formaciones de nuevo cuño, conspiran en sus nocturnas catacumbas del barrio de La Morería para acabar con la iconoclasta dictadura del alcalde electo y de sus hordas destructoras.

Mayrit, Magerit, Madrid no se rinde tan fácilmente, y sus defensores están dispuestos a recuperar el carácter levantisco que les hizo célebres desde sus orígenes.

Hasta ahora, las protestas ciudadanas contra el expolio arqueológico no han sido más que pequeñas chinas en los zapatos pisoteadores del alcalde, chinitas que no le han impedido andar por encima de las aguas sobre las que fue edificada la ciudad, caminando sobre las piedras chispeantes de- sus ígneas murallas, y poner rostro de pedernal ante las protestas de sus ciudadanos más rebeldes.

Si nuestro piadoso cadí hubiera sido elegido alcalde de Jerusalén, hoy habría más de un túnel bajo la explanada de las mezquitas; la ciudad santa de judíos, musulmanes y cristianos sería un inmenso laberinto subterráneo y el Muro de las Lamentaciones albergaría bajo sus pies un colosal aparcamiento de autobuses al gusto del farisaico edil y de su sanedrín municipal. Pero el omniotente, ubicuo y tonante Dios padre de las tres culturas no ha llevado su crueldad hasta ese extremo con los habitantes de su ciudad sagrada y maldita. Yahvé aprieta pero no ahoga hasta ese extremo.

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