Reportaje:EXCURSIONES: LA CUEVA DEL AVE MARíA

Ecos del ayer

Una caverna de la Pedriza evoca antiguas leyendas y memorias de los pioneros del Guadarrama

El domingo de carnaval de 1908, Juan A. Meliá y Constancio Bernaldo de Quirós llegaron a Manzanares el Real ataviados de tal guisa que, de no ser por la festividad del día, hubieran dado con sus huesos en la prevención. Entonces, como ahora, un par de forasteros con jersey de cuello alto, boina y morral eran terroristas, mientras no se demostrase lo contrario. Pero Meliá y Quirós eran algo mucho más irregular: montañeros que se decían dispuestos a acometer la ascensión al Yelmo al día siguiente.Del relato hecho por Meliá de aquella tempranísima incursión en la Pedriza nos quedaremos hoy con la...

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El domingo de carnaval de 1908, Juan A. Meliá y Constancio Bernaldo de Quirós llegaron a Manzanares el Real ataviados de tal guisa que, de no ser por la festividad del día, hubieran dado con sus huesos en la prevención. Entonces, como ahora, un par de forasteros con jersey de cuello alto, boina y morral eran terroristas, mientras no se demostrase lo contrario. Pero Meliá y Quirós eran algo mucho más irregular: montañeros que se decían dispuestos a acometer la ascensión al Yelmo al día siguiente.Del relato hecho por Meliá de aquella tempranísima incursión en la Pedriza nos quedaremos hoy con la que acaso sea la primera mención de uno de los rincones más arcanos de la sierra del Guadarrama. Hacia la mitad del camino entre el pueblo y la desaforada peña, cuenta Meliá que "aparecen, en la parte suroeste, unas afloraciones inmensas de roca pelada y desgastada por las lluvias. Bajo una lancha que sale sobre la superficie unos 15 metros hay una quebradura que se interna roca adentro, ofreciendo una entrada triangular: es la cueva del Ave María. De esta cueva nos han contado varias leyendas en Manzanares, y el mismo guía que llevamos no se atreve a penetrar con nosotros. Dícese que gritando en la entrada las palabras 'Ave María', una voz misteriosa sale del interior, como un eco, respondiendo: 'Gracia plena'. Hecho el experimento, no logramos el resultado apetecido. Sin duda es necesaria mucha fe y, sobre todo, muy buena fe para percibir esa respuesta".

Meliá y Quirós, que un lustro después fundarían la sociedad Peñalara, son los apóstoles del guadarramismo, una religión que no exige fe sino todo lo contrario: ver para creer, tantear los canchos para afirmarse, pisar las cimas para merecer el cielo de la sierra. Partidario de esa doctrina, el excursionista de finales de siglo que desea seguir el camino iniciático de aquéllos sale de la plaza del Pueblo de Manzanares por la calle Panaderos, toma luego la del Risco y, callejeando siempre hacia el norte (en caso de duda, consultar a los indígenas), enfila el macizo del Alcornocal por la senda Maeso, bien señalizada con trazos de pintura blanca y amarilla.

Sin perder de vista las marcas, el caminante corona el Arcomocal en menos de una hora y por el collado de la Cueva se zambulle en las gigantescas olas blondas, plutónicas, candentes, de la entraña pedricera. Allende el collado, la senda Maeso describe una gran curva a levante y luego otra a poniente. Al cabo de esta última se alza una ruinosa cerca y un centenar de metros a la izquierda se abre, como un bostezo geológico, la cueva del Ave María.

Otra conseja que escucharon Juan y Constancio a su paso por el lugar aseguraba que nadie pudo llegar nunca al fondo de la gruta: "Es la misma leyenda de todas las cavernas", escribe Meliá, , pero que aquí no tiene verosimiltud aparente; se comprende que en un terreno blando, en una montaña de roca sedimentaría existan cavernas profundísimas, de fondo desconocido por defecto de exploración, como las de Pedraza, pero en un terreno puramente granítico esta clase de cuevas sería demasiado rara".

De hecho, al excursionista, como a Meliá, le basta gatear una docena de metros para tocar las paredes finales; la diferencia es que al pionero no le creyeron en Manzanares, y de no ser por la festividad del día hubiera dado con sus huesos en la gayola.

Repuesto de los sudores de la trepa en la frigorífica covacha, el caminante regresa a la senda Maeso, pasa a la vera del Caracol -lento como la roca misma- y alcanza en un periquete los 1.300 metros de la Gran Cañada, máxima altura de la jornada. En el extremo occidental de esta vasta pradera nace, a mano izquierda, una trocha que cae a pico sobre los merenderos del Tranco entre brochazos de pintura roja y blanca (sendero GR-10). Carretera abajo, Manzanares recibe al excursionista, casi 90 años después.

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