Tribuna:

Las Vistillas

¿Recuerdan ustedes aquella terraza madrileña en la que irrumpió el Ayuntamiento, a principios de verano, como los rusos en Chechenia? Fue otro de esos prontos neurasténicos incomprensibles para una inteligencia normalita y cuya cadencia va incrementándose en tal medida que el pobre pueblo, cada vez menos soberano, navega de sobresalto en sobresalto, estupefacto y a la deriva, incapaz de reponerse del susto anterior. Pues bien, la calma se ha restablecido desde entonces a base de reducir más o menos a la mitad el número de sillas y mesas preexistentes.- Quedan las más próximas al seto, y yo rec...

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¿Recuerdan ustedes aquella terraza madrileña en la que irrumpió el Ayuntamiento, a principios de verano, como los rusos en Chechenia? Fue otro de esos prontos neurasténicos incomprensibles para una inteligencia normalita y cuya cadencia va incrementándose en tal medida que el pobre pueblo, cada vez menos soberano, navega de sobresalto en sobresalto, estupefacto y a la deriva, incapaz de reponerse del susto anterior. Pues bien, la calma se ha restablecido desde entonces a base de reducir más o menos a la mitad el número de sillas y mesas preexistentes.- Quedan las más próximas al seto, y yo recomendaría a mis presuntos amables y queridos lectores, a eso iba, que disfruten de este lugar paradisiaco antes de que sea tarde, es decir, antes de la próxima y acaso definitiva ventolera municipal.Quizá suene hiperbólica esta palabra tan fuerte, paradisiaco, a un paso de la gran tropelía de Bailén, pero les aseguro que no exagero: todo es cuestión de timing. Imaginemos que llegan ustedes muy pintureros a eso de las once y pico de la mañana de un día festivo con temperatura balsámica y un Madrid desierto. Ustedes van y se sientan pegaditos al seto ante la última mesa, es decir, la más alejada de Bailén y de espaldas a éste; ustedes piden la consumición que les da la gana, ustedes contemplan el panorama, olvidan por un rato sus murrias, van y se me relajan.

¡Qué bonito puede ser Madrid cuando le dejan! Qué paz. Qué silencio. Cuánta vida humilde y retadora alrededor... Como esa media docena de gorrioncillos de la última hornada posados en fila sobre la gruesa raíz al aire del árbol que nos (o les) cobija. De vez en cuando van, vienen, saltan, pían, se buscan la vida y vuelven a ocupar su posición inicial componiendo la imagen de una acuarela japonesa sin Fujiyama. Y es que la naturaleza imita al arte, ya lo creo. ¡Y los árboles! Las viejas y sabias acacias madrileñas, algunas ya con sus vainas preotoñales, acogen bajo su sombra a los escasísimos usuarios de la terraza, y desde la atalaya por mí recomendada contemplan ustedes, contemplamos nosotros, contemplan ellos, las copas de los sauces y demás especies arbóreas que flanquean la lírica Cuesta de los Ciegos. Abigarradas, entremezcladas, como en las junglas de nuestros mejores ensueños de nuestras mejores lecturas infantiles, las que explorara el doctor Livingstone y describiera para nuestro deleite Edgar E. Rice Burroughs. No tengan miedo de penetrar con sus preclaras mentes en este hermoso espejismo selvático, no tengan miedo de sentirse auténticos tarmanganis, no tengan miedo ni vergüenza de evadirse de las ominosas realidades urbanas, aunque sea un ratito, avizorando un pedacito de paisaje, si no selvático, sí rural.

A la terraza ha ido llegando más gente, pero el ruido del tráfico sigue sin hacer acto de presencia, al punto de que desde mi-su mesa escuchamos, nítido, el reconfortable sonido de los tenedores batiendo huevos para elaborar las cotidianas tortillonas allá adentro, en el restaurante Ventorrillo, al que la terraza pertenece. Alguien ha echado 20 barras de pan duro a las palomas, poco más allá de nuestras narices. Una masa grisácea con reflejos verdosos se disputa enseguida tan discutible manjar, y, como "de lo que se come se...", pronto llega desde las ramas a la mesa un impronto intestinal directo que amenaza mi-su éxtasis. Dos señoras rollizas y maduras se han asentado en la mesa contigua, pero no dan nada de guerra, pues cuchichean: seguramente alguna, o ambas, tienen un hijo problemático o un marido calavera, si la especie no se ha extinguido del todo. Sí fastidia lo suyo el soliloquio estridente de una señora rubia aposentada algo más allá con tres familiares-víctimas, a los-las que no deja meter baza, ya deben estar acostumbrados. Su voz se nos adentra por el tímpano como un torniquete: "... y me dijo", dice, "no se lo des más de una semana e inmediatamente que le hagan un análisis que es tan malo tenerlo alto como tenerlo bajo...", "... yo me tumbo en la cama, me acuesto de lao, y ya está...".

Con este tipo de situaciones, comprendo perfectamente que se les rompa el ensueño vegetal y dejen ustedes de sentirse tarmanganis, pa chasco, pero yo ya les había advertido de que era una cuestión de timing, y el que avisa no es traidor.

Pero, ¿a que es bonito Madrid cuando le dejan?

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