Cartas al director

Claxon

Son unos veinte y vienen todos los días. No creo ni que se conozcan entre ellos. Aparcan orgullosos su coche en batería, lo cierran bien y se van a hacer sus cosas. Regresan a los 20 o 30 minutos y descubren que otro coche les ha tapado la salida. Como niños abandonados sólo aciertan a abrir la ventanilla del lado del conductor y hacen sonar el claxon. Los hay de varios tipos y sus ritmos, persistencia e insistencia, tienen cierta relación con el sonido de sus bocinas, el precio y la apariencia del coche. Lloran a gritos mecánicos su pena a todos los vecinos. Nosotros nos asomamos y les miramo...

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Son unos veinte y vienen todos los días. No creo ni que se conozcan entre ellos. Aparcan orgullosos su coche en batería, lo cierran bien y se van a hacer sus cosas. Regresan a los 20 o 30 minutos y descubren que otro coche les ha tapado la salida. Como niños abandonados sólo aciertan a abrir la ventanilla del lado del conductor y hacen sonar el claxon. Los hay de varios tipos y sus ritmos, persistencia e insistencia, tienen cierta relación con el sonido de sus bocinas, el precio y la apariencia del coche. Lloran a gritos mecánicos su pena a todos los vecinos. Nosotros nos asomamos y les miramos con desprecio y entrenada paciencia.A mí se me ocurre comprarme una bocina de esas del fútbol, de aire comprimido, y luchar con sus armas junto a sus oídos. Ellos, todos, insisten en que no tienen la culpa. Les da igual que ante el asinfónico espectáculo a tres cláxones no se asome una sola cabeza preocupada ni culpable. A ellos les da igual molestar a los 300, o así, que aguantamos sus llantos berreados. Cuando al fin llega el conductor, se mete impaciente en su coche de un portazo y le deja su sitio al siguiente ruidoso. Creo que voy a hacer caso al alcalde de Madrid: voy a comprarme un coch e y mudaré mis impuestos a un pueblo de las afueras; así podré venir a Madrid a usar gratis sus calles y dejar el coche en segunda fila.

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