Tribuna:

Sí, pero...

En enero de 1967 un entonces joven político francés llamado Valéry Giscard D'Estaing tomó una decisión que, en principio, parecía arriesgada. Desde 1958 gobernaba -casi habría que decir reinaba- el general De Gaulle, un héroe nacional cuya vuelta al poder no sólo supuso una importante estabilización de las instituciones políticas sino también la solución de tan grave problema como era la independencia de Argelia. Estos aspectos, sin duda tan positivos de su gestión, se veían contrapesados por otros inconvenientes como eran acoger bajo su mayoría a sensibilidades bastantes distintas, forzar per...

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En enero de 1967 un entonces joven político francés llamado Valéry Giscard D'Estaing tomó una decisión que, en principio, parecía arriesgada. Desde 1958 gobernaba -casi habría que decir reinaba- el general De Gaulle, un héroe nacional cuya vuelta al poder no sólo supuso una importante estabilización de las instituciones políticas sino también la solución de tan grave problema como era la independencia de Argelia. Estos aspectos, sin duda tan positivos de su gestión, se veían contrapesados por otros inconvenientes como eran acoger bajo su mayoría a sensibilidades bastantes distintas, forzar periódicamente a la opinión a elegir mediante un referéndum entre soluciones poco matizadas y mantener una política que retrasaba la unificación europea. Giscard tuvo la audacia de crear una nueva opción política -los republicanos independientes- que se quería integrada en el gaullismo pero que suponía una distancia respecto de los criterios en que se solía fundamentar. Su "sí a la mayoría, pero con la firme voluntad de pesar sobre sus orientaciones", quedó apocopado en un "sí, pero..." que, desde entonces, ha quedado convertido en un modo de relación política.La actual situación política española quizá merezca un "sí, pero..." semejante. Reducido a la condición de pulpa informe, el PSOE va a agonizar por un periodo impredecible. Ahora cualquier voluntarioso esfuerzo por sugerir un relevo total, incluso teledirigido por un González también autoinmolado, puede ser considerado como una agresión, pero acabará por imponerse como la mejor solución. No viene mal, por tanto, girar la cabeza al otro lado del escenario político.

Todo hace pensar que en él crecerá el grado de confort de modo muy considerable. Pero conviene que el Gobierno tenga en cuenta que el demérito del adversario no multiplica en absoluto la valía propia. Es obvio que ésta existe. La propia desmesura de algunos ataques (¡hasta reprochar la conmemoración del 98, una excelente ocasión de repensar España!) testimonia un ansia por encontrar motivos que no aparecen a primera vista de forma clara.

Sin embargo hay también "peros" que, como en el caso de Giscard en 1967, tienen que ver con el funcionamiento liberal de las instituciones y con la política económica. Es lógico que un Gobierno novel cuando llega al poder padezca esa tendencia a disparar antes de apuntar que Azaña. reprochaba a Miguel Maura. Lo malo es, sin embargo, que esta comprensible propensión no prevea las consecuencias posteriores en forma de reacción en cadena. La expropiación de Rumasa fue también un "pronto" y de esos polvos proceden Iodos en los que todavía nos desenvolvemos

Menos justificable es todavía una cierta concepción del poder político que en ocasiones parece radeada de excesiva "majestas" y a veces concluye un usufructo, no ya partidista, sino de clan. El poder político debiera ser más humilde, menos indiscreto y casi nada partidista. Como cabía temer, sin embargo, el PP se suele sentir más confortable con el inmediato tropel de los afines. Lo que se ha hecho -o se está en trance de llevar a cabo- en algunas empresas públicas (o que ni siquiera llegan a esa condición) sobre innecesario merece ya, aunque a hurtadillas, las críticas más acerbas de quienes ' por razones políticas y sociales, están con el Gobierno. Peor todavía puede ser alguna utilización de los medios públicos de comunicación que se adivina en lontananza.

Y, en fin, preocupaba una cierta sobrecarga ideológica parecida a la de 1982, aunque de otro signo. Es evidente qué las privatizaciones deben ser hechas pero es seguro que no debieran ser trompeteadas como si de ellas derivaran todos los bienes igual que del extremo de una varita mágica. Un político conservador británico, Macmillan, decía que la proporción entre empresa pública y privada no era tanto una cuestión de principios como de oportunidad y conveniencia. Más que predicar la buena nueva de la privatización convendría explicar el modo y el resultado final previsto por quienes la ejecuten.

Giscard en 1967 señaló que su "pero" a De Gaulle no era una contradicción sino una voluntad de adición. Treinta años después, más allá de los Pirineos, viene a suceder algo parecido.

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