Editorial:

El foso racial

TREINTA IGLESIAS de comunidades negras han ardido en los últimos 18 meses en el sur de Estados Unidos. Todos los incendios han sido provocados, nadie lo duda, por miembros de las comunidades blancas locales. Se trata de los hechos más llamativos de lo que el presidente Clinton ha calificado como "hostilidad racial". Pueden fácilmente encontrarse términos más duros para este, rebrote de un racismo violento que afecta a negros y de forma creciente a los hispanos. Aunque obra de grupos minoritarios, revela la difícil convivencia interracial en la sociedad norteamericana.Algunos sectores americani...

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TREINTA IGLESIAS de comunidades negras han ardido en los últimos 18 meses en el sur de Estados Unidos. Todos los incendios han sido provocados, nadie lo duda, por miembros de las comunidades blancas locales. Se trata de los hechos más llamativos de lo que el presidente Clinton ha calificado como "hostilidad racial". Pueden fácilmente encontrarse términos más duros para este, rebrote de un racismo violento que afecta a negros y de forma creciente a los hispanos. Aunque obra de grupos minoritarios, revela la difícil convivencia interracial en la sociedad norteamericana.Algunos sectores americanistas y fundamentalistas blancos nunca dejaron de ver a los negros -afroamericanos los llama la corrección política- como un factor de degeneración y disolución de la sociedad norteamericana. La crónica de sucesos suministra argumentos a los peores simplismos del racismo militante. Negros son la inmensa mayoría de los protagonistas de la llamada crónica negra de asesinatos, violaciones y tráfico de drogas. Los ciudadanos negros representan el 12% de la población norteamericana, pero componen el 50% de la población reclusa.

Las iglesias son por tradición el núcleo de las comunidades negras y también centro de acogida y refugio para marginados. Sus párrocos son con frecuencia líderes influyentes en movimientos contra una segregación que hace muchos años se borró de la legislación pero es tan sólida como antaño en muchos Estados. Ahora se han convertido en objetivo de los ataques de grupos radicales alimentados por la derechización que vive EE UU. Puede contemplarse como una mera oleada de intransigencia de las que periódicamente alternan con momentos de mayor tolerancia y convivencia. Prolifera en ciertos Estados del sur un discurso muy radical, intransigente y agresivamente reivindicativo de una americanidad blanca y protestante. Y su obsesión se vierte contra lo que llaman corrupciones sociales derivadas de los avances registrados en los años sesenta en materia de derechos civiles, seguridad social, fiscalidad redistributiva o aborto. Es éste el discurso que ha hecho proliferar los movimientos de milicias ultraderechistas.

Mejorar los instrumentos jurídicos para atajar esta lacra, como propone Clinton, es necesario. Pero también lo es una revisión general de una política que, negando al Estado medios e instrumentos, hace casi imposible la permeabilidad social y racial. La educación, la justicia social y una cultura de la tolerancia son las únicas recetas contra una descomposición social que lleva al resentimiento, a la marginalidad y al miedo que alimentan el odio racial. Si la democracia norteamericana no combate el cada vez más profundo foso entre sus razas y clases, corre el peligro de acabar sin ciudadanos, blancos, negros o hispanos, que la defiendan.

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