La noche de 24 horas

Dos mujeres de la calle cuentan sus miedos tras el asesinato de cinco colegas

La noche de Beatriz y María dura 24 horas. Tanto como los malos recuerdos que les quedan tras ejercer la prostitución. Ambas lo hacen en Madrid: Beatriz, en Capitán Haya, y María, en la Casa de Campo. Allí, de pie sobre el asfalto, dijeron adiós a su juventud y conocieron al mismo proxeneta: la heroína. Una adicción que no les impide advertir otros peligros. Ellas, que más de una vez han sido víctimas de violaciones y palizas, saben que al subirse al coche de un cliente empieza a girar una ruleta rusa que las puede llevar a correr la misma suerte que las cinco prostitutas asesinadas en los últ...

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La noche de Beatriz y María dura 24 horas. Tanto como los malos recuerdos que les quedan tras ejercer la prostitución. Ambas lo hacen en Madrid: Beatriz, en Capitán Haya, y María, en la Casa de Campo. Allí, de pie sobre el asfalto, dijeron adiós a su juventud y conocieron al mismo proxeneta: la heroína. Una adicción que no les impide advertir otros peligros. Ellas, que más de una vez han sido víctimas de violaciones y palizas, saben que al subirse al coche de un cliente empieza a girar una ruleta rusa que las puede llevar a correr la misma suerte que las cinco prostitutas asesinadas en los últimos siete meses en Madrid.Es jueves por la noche en Capitán Haya. Las prostitutas que se cimbrean junto al asfalto huyen cuando se les pregunta si quieren hablar de los asesinatos. Huyen todas, menos Beatriz. "Bueno, aparca aquí", dice.

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Beatriz se ha sentado en el asiento trasero del coche. Enciende un pitillo y, cuando el periodista echa mano de la cartera y le enseña la acreditación, pone cara de desilusión: "Creía que me ibas a pagar". Hablar con ella cuesta 3.000 pesetas. Por ese dinero cuenta lo que haga falta, incluso saca del bolso marrón -repleto de pañuelos de papel y pasadores de plástico- una billetera gastada con dos fotografías de su hija, Lidia, de cuatro años. Las muestra para que se vea que no miente. En una foto, la niña sonríe en pijama; en otra se muestra dócil en brazos de su madre.

Beatriz también guarda imágenes de su boda con Alberto, mismo hombre que desde la otra acera, observa sin disimulo lo que pasa en el coche. ¿Es su chulo, no? Beatriz borra el interrogante con sus ojos: "No, es mi marido. A él, esto no le gusta, pero era camionero, se quedó en paro... y tenemos que pagar el piso".

Rubia teñida, de carnes gruesas y jersey de licra ajustado, Beatriz lleva cinco años ejerciendo en la acera del número 8 de Capitán Haya. Dice tener 27 años y habla un castellano sin dejes. Claro y al grano: "Pues natural que tengamos miedo. Sabes que cualquier día te montas en un coche para hacer un francés [sexo oral] y te matan a ti. Puede que una noche aceptes un cliente y sea el tío ése [se refiere al asesino de Margarita García Pedraza]. Hace dos semanas vino un indio para un servicio de una hora. 10.000 pesetas. Nos metimos en el hotel Cuzco. Sin problemas. El hombre me enseñó la cartera. Estaba llena de dólares. Al principio todo iba muy bien, pero cuando me di la vuelta empezó a darme puñetazos, a morderme y acabó violándome. Presenté denuncia. La policía, que me trató muy bien, eso ponlo, le detuvo y ahora está en la cárcel".

El peligro, ese que las mata y golpea, forma parte de su rutina. Late al paso de los hombres que circulan con la ventanilla bajada por su acera -siempre la misma-, muy cerca de donde también se exhibía Margarita García Pedraza. "Aquí la conocía todo el mundo. Tenía mucho vicio, eso es normal. Estamos desprotegidas y muchas están hechas una pena, tanto que hacen lo que haga falta. No se dan cuenta del peligro. A Margarita se la llevaría algún loco".

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Para evitar las agresiones, las prostitutas intentan soslayar los destinos desconocidos. "Varios todas a los mismos sitios. Lo hacemos a la vuelta de la esquina, cerca de nuestros maridos, o en los apartamentos Williams, en un piso por el que pagamos 1.500 pesetas los veinte minutos".

Beatriz ha apagado el cigarrillo rubio y cruzado la piernas. Sus zapatos de tacón están gastados. La mujer se queja de la falta de compañerismo y advierte: "Aquí se prefiere no hablar de los crímenes".

-¿Bueno, y sabe su hija lo que hace?

-No, está con mi madre. Me gustaría que estudiara.

-¿Y se lo dirá algún día?

-No creo que llegue a decírselo, estoy enferma....

Beatriz ha bajado la voz. Sentada en la parte trasera del coche, mira con el rabillo del ojo a su marido. No parece albergar muchas esperanzas. Y su pasado tampoco le trae alegrías. Estudió EGB en Madrid; luego quiso ser peluquera, pero en el camino se encontró a la heroína. "Me enganché a los 17 años", reconoce. Ahora, Beatriz se gasta al día unas 3.000 pesetas en droga. "Pero no lo hago por eso, sino porque pagamos 60.000 pesetas al mes de la letra del coche y otras tantas del piso de alquiler". En casa, su mayor diversión, pasada la noche, consiste en ver la televisión, sobre todo las películas de Arnold Schwarzenegger y de Richard Gere. "Como a todos, ¿no?".

Antes de bajarse, Beatriz mete los billetes junto a las fotografías de su hija, y ofrece una sonrisa ajada: "Cobro porque lo necesito, no os vayáis a creer... El piso, la letra del piso tiene la culpa".

En la Casa de Campo, la noche tiene menos farolas. Las inmigrantes se prostituyen en la oscuridad. En bañador o en sostén se agitan ante las luces de los coches. Al fondo se divisa el Palacio Real. Hay mucho tráfico, sobre todo de pequeños utilitarios, que paran, preguntan y, si la negociación funciona, se ocultan en la espesura. Las mujeres están esparcidas, como semillas, por todo el parque. Algunas forman hileras; otras, sombras perdidas que sorprenden en cualquier recoveco.

El privilegio de la luz pertenece a las españolas. Por ejemplo, en la rotonda de los Toreros. Bajo una farola, María, de 21 años, está sentada de cuclillas. De pelo largo, viste falda negra y una cazadora vaquera. Está en los huesos.

La mujer, siguiendo la ruta que le marcó su vena, desembarcó en la capital hace tres años procedente de su ciudad natal, Guadalajara. Se aloja en casa de su tía, en Cuatro Caminos. Su vida la sustentan tres actividades: dormir, comprar heroína en San Blas y prostituirse. "Siempre igual". Hoy María ha empezado la faena a la una y media de la madrugada."Ayer no vine y hoy hay que sacar el doble", dice. "La verdad es que te subes a un coche y no sabes qué te puede pasar. A mí, hace poco, me vino un cliente para un servicio de 10.000 pelas, o sea, de una hora. Yo subí confiada. Me llevó a su piso. El tío, que era un mercenario, y tenía una pistola, me dijo que quería un griego [penetración anal] y yo le dije que no y empecé a vestirme. Se enfadó, me ató las manos con un cinturón, me pegó una paliza y luego hizo conmigo lo que quiso. Hay gente que disfruta con eso, ¿sabes? Yo no lo denuncié, ¿cómo iba a justificarlo? Además, la madera [policía] nunca aparece cuando hace falta, y si viene pasa de largo".

A María, los últimos crímenes le suenan lejanos. "Sí, te enteras de que han muerto y te asusta. A mí me han contado que hace anos cogieron a dos chicas de aquí y las mataron con ácido". María, sin embargo, no tiene proxeneta. "Los macarras no sirven de nada, te sacan la pela y ya está. La verdad es que el día que pueda, lo primero que haré será irme de aquí".

María lo dice justo antes dedespedirse y volver a la rotonda. Allí sirve a clientes de todas las edades. No le asustan. Y si le dan miedo, aumenta el precio. Aquella noche de jueves trabajó hasta el amanecer.

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