Tribuna:LA GUERRA DE LOS 'TORIES'

El equitibrista salta sin red

Parece el último equilibrio, la última pirueta en la maroma. John Major, hijo de trapecista desempleado, comenzó su primer consejo de ministros como sucesor de Margaret Thatcher con una frase inolvidable: "¡Caramba! ¡Quién iba a decirlo!"Nadie se esperaba que fuera él, ni que ganara las generales de 1992, ni, que sobreviviera tanto en el cargo. Cinco años al frente de un Partido Conservador que nunca le quiso, que le eligió como simple jefe transitorio y le zarandeó hasta la angustia. Pero el pobrecito John, con su sonrisilla conejil y sus pies planos, ya ha hecho otros saltos mortales....

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Parece el último equilibrio, la última pirueta en la maroma. John Major, hijo de trapecista desempleado, comenzó su primer consejo de ministros como sucesor de Margaret Thatcher con una frase inolvidable: "¡Caramba! ¡Quién iba a decirlo!"Nadie se esperaba que fuera él, ni que ganara las generales de 1992, ni, que sobreviviera tanto en el cargo. Cinco años al frente de un Partido Conservador que nunca le quiso, que le eligió como simple jefe transitorio y le zarandeó hasta la angustia. Pero el pobrecito John, con su sonrisilla conejil y sus pies planos, ya ha hecho otros saltos mortales. Y acaso podría sobrevivir también a este. Quién iba a decirlo. Desde luego, no Tom Major, su padre, ni Gwendolin Major, su madre, una pareja que sólo soñaba para sus hijos la seguridad que a ellos les faltaba. Tom era trapecista; pero una mala caída le retiró del oficio. Buscó luego fortuna con un curioso proyecto empresarial: la manufactura de enanos de piedra para jardincitos mesocráticos. La demanda resultó escasa, y la empresa familiar quebró. Tom y Gwendolin Major dejaron de ser pobres para ascender a la categoría de arruinados. John y sus hermanos mayores, Patricia y Terry, se acostumbraron a la penuria. "Hay que haber conocido la sensación de no tener un penique y estar aún a mitad de mes", dijo una vez Major, ya instalado en Downing Street.

Talentos innatos

Él conoció esa sensación, y la de estudiar en un colegio público envuelto en una grandísima chaqueta donada por la beneficencia. John Major, nacido el 29 de marzo de 1943 en un suburbio de Londres, fue un adolescente normal, más aficionado al cricket que a las chicas, ni buen ni mal estudiante. Llegado el momento hizo lo lógico: olvidarse de cualquier sueño universitario y buscar empleo. Intentó ser conductor de autobús, pero le rechazaron. Utilizó su talento natural para las cuentas ordenadas, la letra pequeña y el detalle para aprender contabilidad, y consiguió al fin trabajo en una compañía financiera de la City. Inmediatamente después se afilió al Partido Conservador, probablemente por caer bien a sus jefes, otro de sus talentos innatos.

Su ascenso en latity y en las filas tories tuvo que ver con la casualidad y con la suerte, pero también con su tenacidad y su capacidad de adulación. Estaba ahí donde había que estar, y decía lo que tenía que decir. Ni una palabra más. Su larga carrera como segundón se le enquistó en el habla. No en la voz, nasal y tibia, sino en el verbo. Sólo él podía recibir al pastor anglicano Terry Waite, recién liberado tras un larguísimo y cruel secuestro en Beirut, macilento y desorientado, héroe nacional, con una frase como la siguiente: "Debe haber sido una experiencia muy desagradable, ¿no?" Palabras de humildísimo secretario, no de jefe. Logró ser diputado a finales de los setenta, cuando el laborismo estaba ya al borde del colapso. Y Margaret Thatcher no tardó en fijarse en él. Un chico eficaz, ese John. Lo decía todo el mundo, y la Dama de Hierro le proporcionó una carrera meteórica. Fue ministro de Finanzas, y dejó en el Banco de Inglaterra el recuerdo de un hombre que entendía las cifras concretas, pero no las ideas abstractas. Fue también un breve ministro de Exteriores. En noviembre de 1990, cuando Thatcher fue derribada por el insólito motín de unos tories ya con síntomas de esquizofrenia, Major jugó a su manera. Dejó que Michael Heseltine y Douglas Hurd, los dos favoritos, se enfrentaran a la señora y mostraran en público sus cartas. Él prefirió un dolor de muelas, un oportunísimo problema odontológico que le mantuvo callado hasta que, a falta de alternativas claras y por temor a dividirse, el partido buscó un hombre de consenso. ¿Quién podía ser, sino el silencioso y discreto Major, euroescéptico para unos, proeuropeo para otros? Su talento y. su desgracia fueron siempre los de Zelig, el personaje creado por Woody Allen: quiere gustar, y no le importa contradecirse, y hasta mimetizarse, para agradar a quien tenga delante. Era el hombre del momento.

Llegó a tiempo para ganar una guerra, la del Golfo, a las órdenes de su amigo George Bush.

La vuelta de los soldados triunfantes fue un bálsamo para los tories, y las heridas abiertas por el poll-tax, el descabellado impuesto thatcherista, dejaron de supurar. 1991 fue un ano apacible, en el que ni la firma del Tratado de Maastricht (tan explosivo después) alteró demasiado los ánimos. Pero había elecciones en el horizonte, y a él le habían puesto ahí para ganarlas.

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El suyo era el conservadurismo gris y sencillo, el del hombre de la calle, con gafas, hipoteca y prisa por llegar al trabajo, pero Major lo defendió como si pregonara la revolución. La campaña electoral de marzo de 1992 mostró a un Major duro y tenaz, con la rabia de quien ha sido muy pobre. La hizo con los sondeos en contra, subido a un cajón, con un megáfono en la mano y soportando tomatazos en la cara. Pocos primeros ministros se atreven a eso. Tuvo valor, y prometió bajar los impuestos. En el Reino Unido, las elecciones se ganan así. Y él las ganó. Por poco, pero venció. La aureola de triunfador le duró apenas un año. Las peleas entre euroescépticos y proeuropeos, entre ultraderechistas y centristas, hundieron el partido en la miseria. A el le hundió la libra, un día caluroso de 1993: la devaluación y la salida del Sistema Monetario Europeo fueron una humiIlación terrible, y acabaron con su política económica. Pagó por el desastre el ministro de Finanzas Norman Lamont, quien se pasó al enemigo.

Desde entonces, su mandato fue una carrera de obstáculos. Cayó muchas veces y se levantó otras tantas. El Partido Conservador perdió todas las elecciones posibles (europeas, locales, legislativas parciales) hasta entrar en coma. La muerte del líder laborista, John Sinith, y su sustitución por el joven Tony Blair dieron un mártir y un héroe a la oposición. El penúltimo tropezón de Major fue, como casi siempre, debido al síndrome Zelig: quiso ser más papista que el papa y defendió a la compañía petrolera Shell más allá de lo que estaba dispuesta a defenderla su propio presidente. John Major, el hijo del equilibrista, brindó ayer su cargo al partido e inició el triple salto mortal.

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