Tribuna:

Nacionalismo, pan, y vino

El nacionalismo, el de los unos y el de los otros, no es tan imprescindible como el pan. Pero, como el vino, puede ser saludable o catastrófico, según la dosis. Un vasito o dos al día llega incluso a tener efectos benéficos en el sistema cardiovascular de las naciones. Cuando su concentración en sangre pasa de un mínimo bastante bajo, comienza a ser peligroso, para uno mismo y para los demás. El riesgo aumenta en proporción geométrica a medida que el sujeto pueblo se acerca al estado etílico nacionalista, hasta llegar a provocar conflictos bélicos, horror y sufrimiento.En las antípodas del est...

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El nacionalismo, el de los unos y el de los otros, no es tan imprescindible como el pan. Pero, como el vino, puede ser saludable o catastrófico, según la dosis. Un vasito o dos al día llega incluso a tener efectos benéficos en el sistema cardiovascular de las naciones. Cuando su concentración en sangre pasa de un mínimo bastante bajo, comienza a ser peligroso, para uno mismo y para los demás. El riesgo aumenta en proporción geométrica a medida que el sujeto pueblo se acerca al estado etílico nacionalista, hasta llegar a provocar conflictos bélicos, horror y sufrimiento.En las antípodas del estado etílico está el estado idílico del abstemio. No son pocos los médicos que aconsejan suprimir totalmente el alcohol. ¿Pero cuántos de ellos son absolutamente abstemios? Es deseable que prosiga el proceso de sustitución de la cerveza con por la cerveza sin. Aunque no es totalmente sin, ya que cuenta con un exiguo 0,5% de todos modos incapaz de provocar accidentes de circulación ni mucho menos pendencias de borrachos. La comparación con el alcohol sirve también para aseverar que si la ausencia total de nacionalismo es posible en un buen número de individuos, no lo es a nivel colectivo. Por lo menos en el horizonte previsible de las próximas décadas. Y tampoco está claro que sea deseable, hasta que se establezcan mecanismos alternativos que produzcan efectos parecidos de cohesión social. Incluso en los países más avanzados, la defensa de sus intereses colectivos está indefectiblemente teñida de sentimientos nacionalistas, a menudo en proporciones que nadie sospechaba hasta divisar la magnitud de las mareas que levanta. Así que, mientras la estabilidad, la seguridad y la confianza en el futuro no impregnen las sociedades hasta sus capas psicológicas y materiales más profundas -es decir, generaciones a venir en el mejor de los casos-, será mejor dedicar los esfuerzos prioritarios a evitar los excesos y la embriaguez antes que intentar conseguir que nos volvamos todos abstemios en un día.

¿Habría abrumado electoralmente Fujimori sin la macabra pantomima guerrera de la frontera ecuatoriana? ¿Estaría Yeltsin pensando en saltarse las elecciones presidenciales sin el festín de atrocidades en Chechenia con el que está paliando tantas frustraciones de tantos rusos? ¿Conseguirá Arafat de Rabin y Occidente las concesiones y las ayudas mínimas que le permitan imponer su moderación a los extremistas de la Yihad islámica? El fenómeno del nacionalismo es mucho más complejo de lo que presumen aquellos que sólo quieren ver su peligroso rostro abotargado. Tanto que ni siquiera el nacionalismo radical es condenable urbi et orbi. ¿O es que alguien más que Turquía -y Turquía no quiere- puede ofrecer a los kurdos otra salida- que empuñar ciegamente las armas? Para la multitud de pueblos en situaciones como los kurdos, el nacionalismo no es un vino más o menos cabezón, sino la imprescindible defensa del pan de su propia existencia.

A años luz de estas situaciones explosivas, las sociedades democráticas occidentales están dotadas, de mecanismos no traumáticos de resolución de los conflictos. Mecanismos que incluyen severos análisis de los propios fallos en aras a una mejora constante del sistema. El GAL fue un grave error que no podría repetirse ya. Pero ello no invalida la política antiterrorista de los últimos diez años, que ha sido acertada. Por eso sería imperdonable que se rompiera el consenso sobre la actuación de los cuerpos de seguridad como eje de la lucha anti-ETA. Contra la última organización terrorista occidental, ley seca, persecución policial, aislamientos ocial y cultural sin fisuras y ofrecimiento de generosidad cuando abandonen las armas, no antes. El ordenamiento jurídico democrático es suficiente para plantear o replantear lo que sea sin salirse de él. Y al revés, sería moralmente inaceptable para un demócrata ceder a los designios del terror, aun en el caso de coincidir en alguno de los objetivos (como por ejemplo, el derecho de autodeterminación). El PP rompió el consenso sobre la reinserción y el PNV le pagó sentándose en una mesa de negociación donde se pretende discutir la alternativa KAS. Dos irresponsabilidades que van a provocar sufrimiento en todas partes y división social en Euskadi, pero que no van a afectar al sistema ni a la Constitución. ¿Alguien se ha preguntado por qué en Cataluña el nacionalismo no produce división social aun siendo socialmente más minoritario que en el País Vasco?

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El problema de la España actual no está en imposibles giros de la lucha contra el terror, sino en un reenfoque de las relaciones entre sus diversos componentes nacionales. En esta difícil tarea, la conciliación de intereses y el evitar gestos que produzcan irritabilidad debería de presidir todas las actitudes responsables. No es nada fácil en un país que vive la tensión permanente entre la antigua idea de una España singular forjada y domeñada por Castilla y la nueva España plural que se ha ido abriendo paso al amparo de la Constitución. Nuestro principal problema en la cuestión nacional es, pues, la casi inexistencia de un proceso de sustitución. La realidad política indica que no se están cambiando las ideas antiguas por las nuevas, sino que simplemente se superponen. Las dos Españas de Machado son meros residuos en manos de nostálgicos poco influyentes. En cambio, surgen esas otras dos Españas, la singular y la plural, la histórica y la de futuro, no opuestas sino superpuestas. Superpuestas a todos los niveles, desde la Administración pública hasta la mentalidad y la cultura.

La resistencia a abandonar la idea antigua del nacionalismo español tiene un fundamento a su vez dispar. Por un lado, no resulta fácil renunciar a un ideario que se ha demostrado y sigue siendo capaz de llenar bocas y henchir corazones. Por el otro están la incertidumbre y el desasosiego. ¿No será que esta nueva España va a terminar no siendo ninguna España? ¿Dónde está el fundamento que agregue la pluralidad? Mientras estas preguntas, no encuentren respuestas convincentes, las dos ideas de España seguirán superpuestas y no se dará el deseable proceso real de sustitución.

La España que se busca desde los nacionalismos periféricos y desde los partidarios del pluralismo cuenta con un bagaje teórico lamentable, como todo lo que se refiere a los nacionalismos, más aplaudidos o vilipendiados que comprendidos, Los modelos no son fáciles de dibujar. Y a lo peor -lgunos ánimos podrían desmadrarse con debates de este tipo. Lo más positivo del proceso es la propia realidad, el camino andado en los últimos 18 años, que es con mucho el menos insatisfactorio de todos los que se han dado en los últimos tres siglos de historia,

Mientras, y a la espera de que sea posible formular propuestas que permitan articular un futuro menos rígido sin provocar traumas aquí y allá, tendremos que conformarnos con seguir la evolución de lo que hay. Vigilantes, por lo menos eso sí, del grado de alcohol. Después del razonable Kant llegó el mortífero idealismo de Hegel. En un país de ex alcohólicos, seudoalcohólicos y semialcohólicos, las posibilidades de borrachera colectiva vuelven a ser demasiado altas.

Xavier Bru de Sala es escritor.

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