Tribuna:

JUÁN JOSÉ MILLÁS Un dolor de muelas

No llevaba ni dos minutos dentro de aquel taxi cuando me incliné para rascarme el tobillo; desde esa posición observé un momento a través del espejo la cara del conductor y vi que estaba asustado. Quizá pensé que llevaba un cuchillo escondido en la pierna y que me preparaba para atracarle. Me incorporé enseguida intentando colocar las manos en un lugar donde pudiera vérmelas, para que se tranquilizara, pero eso le puso más nervioso. Imaginó sin duda que trataba de disimular porque me había dado cuenta de que sospechaba algo. Tuve un poco de miedo de que me golpeara con un bate de beisbol que l...

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No llevaba ni dos minutos dentro de aquel taxi cuando me incliné para rascarme el tobillo; desde esa posición observé un momento a través del espejo la cara del conductor y vi que estaba asustado. Quizá pensé que llevaba un cuchillo escondido en la pierna y que me preparaba para atracarle. Me incorporé enseguida intentando colocar las manos en un lugar donde pudiera vérmelas, para que se tranquilizara, pero eso le puso más nervioso. Imaginó sin duda que trataba de disimular porque me había dado cuenta de que sospechaba algo. Tuve un poco de miedo de que me golpeara con un bate de beisbol que llevan algunos taxistas debajo del asiento, así que durante los minutos siguientes intenté aparentar naturalidad, y me puse a carraspear y a rascarme la cabeza y a silbar como si estuviera debajo de la ducha, todo al mismo tiempo. Quizá tengo una idea un poco aparatosa de la naturalidad, porque lo cierto es que cuando nuestras miradas volvieron a encontrarse en el retrovisor, el hombre tenía peor cara; no me extraña: yo debía de parecer, con tanto tic, un drogadicto en pleno síndrome de abstinencia. Entonces me di cuenta de que la decisión de llevar a un atracador en la parte de atrás de su automóvil era tan firme que no conseguiría sacársela de ningún modo de la cabeza.Nunca he atracado a nadie, no por convicciones morales, sino por miedo a los bates de béisbol y a la cárcel. Por otra parte, tal como me ha tratado la vida, lo normal es que hubiera sido un delincuente. En lugar de eso, quizá porque carecía de condiciones físicas, conseguí becas y estudié Derecho con la idea de defender a los jefes del crimen organizado y ser alguien. Lo que pasa es que en este país no hay crimen organizado, aquí cada uno mata por su cuenta, de forma anárquica, así que al final acabé de pasante en la oficina de un notario. Mala suerte.

Aquella noche había cogido un taxi para ir corriendo a una farmacia de guardia porque tenía un dolor de muelas que me estaba matando. Sin embargo, el miedo del taxista me quitó el dolor, como si me hubiera tomado un tubo entero de pastillas. Así que pensé que a lo mejor no era un dolor, sino una frustración que a mí se me reflejaba en las muelas del mismo modo que a mi madre se le agarraban los nervios al estómago. Me sentí muy fuerte con el miedo del taxista y pensé que la verdadera fortaleza no procede de los músculos, sino del interior de uno. De su mirada.

-Métete en la M-30- le ordené cuando llegamos a Ventas, a pesar de que la farmacia estaba junto al metro de Quintana.

El hombre obedeció sin rechistar. Creo que me dio un poco de lástima, pero con la lástima regresé el dolor de muelas. Además, no eran sólo por las muelas, es que parecía que el tipo no hacía más que pedirme con los ojos que le atracara de una vez, como si eso pudiera librarle de algún misterioso malestar. Hay gente así: yo mismo necesito con frecuencia que me agredan para tranquilizarme. O sea, que a lo mejor, al atracarle, yo me quitaba el dolor de muelas y él se liberaba de alguna clase de angustia que le comía por dentro. Más que un robo, sería un intercambio. De hecho, después de tomar la decisión de atracarle, volvió la paz a mis encías.

-Métete por la desviación del tanatorio -le dije. La zona estaba a esas horas prácticamente vacía. Le ordené detenerse en un callejón y situando la mano izquierda detrás de su cuello, como si llevara un cuchillo, le dije que me diera la recaudación.

Cuando le saqué todo el dinero me suplicó con la mirada que no le hiciera daño. Entonces me dio pena otra vez y le expliqué que aquello, más que un atraco, era una terapia que podía ser buena al mismo tiempo para su angustia y para mi dolor. En ese instante advirtió que mi mirada ya no era la de antes y con una rapidez increíble sacó un bate de beisbol de algún sitio y me dio un golpe en la cabeza. Me desperté dos horas más tarde, en un descampado, con una brecha en la frente, sin cartera y con el dolor de muelas en su sitio. Yo creo que hay algo en el éxito que me asusta. Por eso me retiro siempre que estoy a punto de alcanzarlo. Así me va.

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