Reportaje:

Europa no llega hasta el Kurdistán

El Ejército prosigue su ofensiva de tierra quemada contra la guerrilla kurda del sureste de Turquia

El incesante sobrevuelo de helicópteros artillados, los sucesivos controles en la carretera a punta de fusil automático y la permanente sombra de la policía secreta confirman que las certezas de Europa se acaban en el Kurdistán turco. Su capital, Diyarbakir, es una ciudad que ha visto como su población, de más de 300.000 habitantes, se cuadriplicaba en los dos últimos anos por el terror que despuebla las aldeas de las montañas. Es la ofensiva de tierra quemada del Ejército turco para limpiar de sospechosos un territorio mas grande que Andalucía. Quienes se niegan a sumarse a los 50.000 guardia...

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El incesante sobrevuelo de helicópteros artillados, los sucesivos controles en la carretera a punta de fusil automático y la permanente sombra de la policía secreta confirman que las certezas de Europa se acaban en el Kurdistán turco. Su capital, Diyarbakir, es una ciudad que ha visto como su población, de más de 300.000 habitantes, se cuadriplicaba en los dos últimos anos por el terror que despuebla las aldeas de las montañas. Es la ofensiva de tierra quemada del Ejército turco para limpiar de sospechosos un territorio mas grande que Andalucía. Quienes se niegan a sumarse a los 50.000 guardias rurales -campesinos armados por los militares- son expulsados hacia las grandes ciudades. Unos 2.000 pueblos han sido demolidos e incendiados.El avión que cubría la línea Ankara-Diyarbakir viajaba abarrotado de jóvenes reclutas con la cara curtida por las guardias al sol en el matadero de las sierras. A muchos les han salido ya las canas de quienes han visto el horror de cerca demasiado pronto. Más de 13.000 ataúdes siembran el Kurdistán turco desde 1984, cuando el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) lanzó a sus combatientes (entonces unos centenares, hoy unos 10.000) contra una fuerza de soldados, policías y guardias rurales que tal vez llegue ahora a los 250.000 hombres.

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Los mandos de las fuerzas de seguridad turcas siguen descartando una retirada del sureste. "Estamos ganando la lucha contra el terrorismo con ayuda de los guardas rurales", explicaba un alto cargo de la Dirección de Seguridad en Ankara. "Usted puede ir y ver por sí mismo que esa zona no es diferente del resto de Turquía".

La barricada del Tigris

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El taxista kurdo maldecía la hora en que aceptó llevar al enviado de EL PAÍS hasta la frontera de Irak. En el puesto de control del empalme de Dicle (el río Tigris, en turco) -el sexto desde la salida al alba de Diyarbakir- había pasado casi una hora desde que el cabo les arrebaté los documentos de identidad. "No se preocupe, dicen que no funcionan ni el teléfono ni la radio", intentaba romper la tensión de la espera el intérprete, un joven sociólogo kurdo, mientras desconectaba el radiocasete del vehículo. "Son canciones. kurdas que hablan de la libertad sin nombrarla", había explicado antes. Sólo desde hace cuatro años están autorizados a utilizar su propia lengua. "Es por su seguridad", alegó el cabo antes de devolver el pasaporte con el resto de los documentos de identidad. Un kilómetro más adelante había otro puesto de control. "Somos diferentes", cortó en seco las protestas del taxista un oficial de la gendarmería.

A partir de Mardin -la atalaya que dominaba la ruta de la seda es hoy un siniestro barrio de bloques de homigón- y hasta más allá de Cizre y Silopi -en los confines del norte de Irak-, la carretera aparece salpicada de tanquetas, destacamentos con el busto dorado de Ataturk [el padre de la Turquía moderna] en la entrada y aldeas de casas de adobe. Al menos cuatro de los pueblos que bordean la ruta están abandonados, con los tejados de hojalata desmochados y tiznados de negro. En la. incipiente primavera, los niños saltan a las cunetas para vender ramilletes de narcisos.

La sede de la Asociación para. la Defensa de los Derechos Humanos (IHD) de Diyarbakir tienen la librería abarrotada de diccionarios bilingües. Echan de menos a sus cuatro directivos encarcelados y a otros dos que se fugaron a tiempo a algún país europeo. Sobre la mesa había un taco de fotografías de brazos y piernas amoratados.

Como muchos otros edificios de Cizre, una fachada aún conserva los impactos de bala del último Newroz, el día nacional del Kurdistán que saluda el comienzo de la primavera. Un Renault 12 blanco seguía desde hace una hora al taxi. "A usted no le va a pasar nada, pero la gente con la que hable puede sufrir represalias", explicaba el joven sociólogo. Tras una carrera de acelerones, el taxista consigue ocultarse detrás de los autobuses aparcados ante un restaurante de la carretera, cerca de Nusaybin. El propietario, del establecimiento cree que ahora las cosas están mejor que antes: "No tenemos ningún problema con los militares".

Tiene 28 años y viste con la desenvoltura gitana de las campesinas kurdas. No quiere decir su nombre. Asiente con la cabeza cuando el traductor relata que a su marido lo detuvieron por no querer incorporarse a los guardas rurales. Desde hace tres meses no sabe nada de él.

Los pastores -dos hombres maduros y cuatro niños- ya recogían las ovejas lanudas cerca de Mardin. "Nos hemos tenido que venir a vivir cerca de los militares, donde estábamos antes pasábamos mucho miedo. Ahora seguimos igual de pobres", comenta el de más edad.

Murat Bozlak, presidente del Partido de la Democracia, del Pueblo (Hadep) -sucesor del prohibido Partido Laborista Democrático (Dep), cuyos diputados están encarcelados o en el exilio-, se muestra cauteloso. "Bajo el sistema legal vigente no puedo contestarle a su pregunta de si es posible la autonomía para el pueblo kurdo de Turquía porque me enfrentaría a una pena de cárcel. Cuando uno está frente a un arma no tiene libertad para decir lo que piensa".

La primera ministra turca, Tansu Çiller, afirmó en octubre del año pasado: "No habrá solución política [al problema kurdo]". Pero agregó que "podría haber una solución con democracia", sin autonomía.

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