Tribuna:

Estamos locos

Hay semanas en las que el simple hecho de moverse por Madrid constituye un acto supremo de humildad. El otro día, por la noche, salía yo del Círculo de Bellas Artes y vi bajar por la Gran Vía un conjunto de furgonetas policiales que al principio me parecieron ambulancias bélicas. Creí que había estallado la guerra. Pero no: abrían paso y vigilaban, supongo, a un grupo de estudiantes de medicina cuyas batas blancas refulgían, amenazadoras, en la oscuridad. Resultó muy tranquilizador saber que eran médicos, porque a mí estaba a punto de darme un ataque de claustrofobia que combatí huyendo a la c...

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Hay semanas en las que el simple hecho de moverse por Madrid constituye un acto supremo de humildad. El otro día, por la noche, salía yo del Círculo de Bellas Artes y vi bajar por la Gran Vía un conjunto de furgonetas policiales que al principio me parecieron ambulancias bélicas. Creí que había estallado la guerra. Pero no: abrían paso y vigilaban, supongo, a un grupo de estudiantes de medicina cuyas batas blancas refulgían, amenazadoras, en la oscuridad. Resultó muy tranquilizador saber que eran médicos, porque a mí estaba a punto de darme un ataque de claustrofobia que combatí huyendo a la carrera hacia Cibeles. No reprocho nada a estos estudiantes, llevan razón y la manifiestan como pueden. Pero, además de razones, tendrían que llevar en los bolsillos unas pastillas de Valium para calmar a los sufridos usuarios de la calle, que estamos de los nervios.Lo malo es que todos llevan razón: los empleados del metro, y los de Renfe, y los de Iberia y los damnificados del Ya. Todos tienen razón, ¿quién dice lo contrario? De manera que no critico a nadie, lo que pasa es que a mí me dan ataques de claustrofobia cuando los sitios están muy llenos y cargados de. humo, y el ruido de las bocinas acuchilla los tímpanos. Hace poco sufrí uno de estos ataques en la plaza Mayor, aunque de ése no me quejo, porque a la plaza Mayor no fui por necesidad, sino por vicio navideño, y los vicios se pagan, aunque estén cargados de bondad. Pero el martes pasado, por ejemplo, volvía de un ortopeda que me está haciendo unas plantillas para los pies, porque me muevo mal, y me quedé atrapado en el túnel de María de Molina. Lo de las plantillas no es un vicio, de verdad: puedo enseñarles la receta. El túnel de María de Molina es peor que una tumba. Aguanté un cuarto de hora escuchando rancheras, pero al final enloquecí y abandoné el coche a su suerte. Alcancé, jadeando, la esquina de Velázquez, y le dije al guardia que se hiciera cargo del automóvil, porque a mí me había dado un ataque de claustrofobia y necesitaba correr. Así que corrí en dirección a Alcalá temiendo encontrarme en cada bocacalle con los de las batas blancas, con los empleados del metro, con los de Renfe, los de Iberia, los del Ya; hasta con los Reyes, que también se han manifestado esta semana, temía encontrarme, porque iba muy desaseado y no quería darles una mala impresión.

Al final me refugié en un servicio público. Curiosamente, ahora me dan menos agobio los lugares, cerrados que las calles, porque las calles no tienen ventanas. No es que haya invertido mi patología, es que los lugares públicos tienden a estrecharse. Madrid es una tumba. Por eso digo que moverse por ella constituye un acto supremo de humildad. Tenemos más mérito que los trapenses. Te pones a esperar el autobús al lado de gente que no conoces, pero por la que sientes tanta piedad como por ti mismo, y comprendes que esa espera, tal como están las calles, constituye una humillación. Bajas al metro luego, deambulas por los oscuros túneles de sus trasbordos y no ves ciudadnos, sino monjes. Somos monjes de una religión durisima, que no nos obliga a azotarnos los viernes, porque ha dado con cilicios más sofisticados para toda la semana.

Y los monjes, por lo menos, tienen limpio el convento, da gusto verlo, pero aquí no sabes lo que pisas. Veo a un loco delante de mí, sorteando la geometría del adoquinado mientras dice en voz alta. "Quien pisa raya pisa medalla; quien pisa cruz pisa a Jesús". Me pongo a jugar con él, pero lo tengo que dejar porque me duelen los pies: aún no he recogido las plantillas; me da miedo quedar atrapado otra vez en el túnel de María de Molina. Combato la claustrofobia en. mi cuarto, con la puerta cerrada y las persianas hasta abajo. Estamos locos.

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