Tribuna:

El fundamentalismo liberal

La cuestión capital, que no sólo ha centrado el debate en la última reunión del Consejo Europeo celebrada en Essen, sino que decide en cierto modo el futuro de nuestra civilización, es el empleo. Nadie duda de que a la larga sea insostenible la tasa actual de paro: el 10,7% en la Europa comunitaria; el doble, que se dice pronto, en España, donde ya deberían haberse encendido todas las alarmas. Pese a los enormes costes económicos, y sobre todo sociales, que conlleva un desempleo de tal tamaño, los que en mayor o menor medida se benefician del sistema -que constituyen, también hay que decirlo, ...

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La cuestión capital, que no sólo ha centrado el debate en la última reunión del Consejo Europeo celebrada en Essen, sino que decide en cierto modo el futuro de nuestra civilización, es el empleo. Nadie duda de que a la larga sea insostenible la tasa actual de paro: el 10,7% en la Europa comunitaria; el doble, que se dice pronto, en España, donde ya deberían haberse encendido todas las alarmas. Pese a los enormes costes económicos, y sobre todo sociales, que conlleva un desempleo de tal tamaño, los que en mayor o menor medida se benefician del sistema -que constituyen, también hay que decirlo, una buena porción- han terminado, como si se tratase de una ley inmodificable de la naturaleza, por adaptarse al modelo actual de crecimiento sin apenas creación de empleo: si la economía creciera en Europa al 3,5% anual, que ya es mucho crecer, nos dicen los expertos que en el año 2000 todavía tendríamos en la Unión Europea un paro medio del 7%, es decir, en España probablemente el doble.Por mucho que en el discurso de los políticos la lucha contra el paro se mantenga como la prioridad indiscutible, el Gobierno hace tanto por combatir el desempleo como por descubrir a los responsables de las interminables filesas. Y es que, con intuición certera, sabe que moverse en terrenos tan resbaladizos, tratando de colocar algunas fichas que prometan una solución -sobre todo en el tablero económico-, es como correr por un campo minado, seguro de que se acabará. saltando en mil pedazos. De ahí que la fórmula de todos los que disfrutan ya largo el poder, sea cual fuere la ideología tras la que se cubran, se cifre en aguantar el tipo a la espera de mejores tiempos.

Deja estupefacto la confianza ciega de nuestros gobernantes en que basta simplemente con aguantar -no moverse de la rutina si arrecia el aguacero y por qué hacerlo cuando empieza a escampar- para que se resuelvan los problemas pendientes, certeza que tantas veces nos ha llevado a la catástrofe. De ahí lo útil que resulta el relevo de la clase política -la alternancia es en sí uno de los grandes bienes de la democracia-, porque únicamente los que llegan al poder por "vez primera arriesgan un tantito por la vía del cambio que todos predican.

El problema capital del capitalismo tardío es el del empleo y sorprende a cada vez un mayor número que se tome tan lentamente manos en el asuunto, cuando la forma de solucionar lo sería obvia: bastaría con desregularizar el mercado de trabajo -es lo que eufemísticamente se llama flexibilización del empleo-, lo que en buena lógica conlleva, aunque no se diga, desde el despido libre, que quiere decir gratuito, a dejar a la contratación individual que fije salarlo, jornada y horarios una vez suprimidos el salario mínimo y el subsidio de paro. Sólo en un mercado de trabajo desregularizado el precio del trabajo y la jornada laboral podrían acoplarse a las necesidades cambiantes de las empresas. Hay paro, sólo y exclusivamente por el elevado precio del trabajo, debido a tanta regulación ociosa que, bajo pretexto de protegerlo, lo que en realidad hace es destruirlo. Enfrentar a los ya empleados con los parados es la estrategia liberal para avanzar en la desregularización del mercado de trabajo, dicho sea entre paréntesis.

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La prueba empírica de las bondades de esta política la ofrecerían los Estados Unidos de los ochenta: después de la desregularización del mercado de trabajo que llevó a cabo Reagan, el empleo ha aumentado en un poco más del 2% anual, con una tasa actual de paro del 5,6%. Las altas cuotas de desempleo en Europa se deberían obviamente al Estado social, que impulsaría salarios excesivamente altos. De ahí que se concluya que la única solución al desempleo masivo pase por el desmontaje del Estado social. Así de claras estarían las cosas y la única cuestión relevante consistiría en mencionar los obstáculos sociales, y políticos que impiden se imponga la racionalidad económica.

Permítaseme otro paréntesis. Curiosamente España, con una protección social muy inferior a la alemana y con salarios sensiblemente inferiores -casi el 40% menos-, tiene una tasa de paro mucho más alta, poniendo en tela de juicio que exista una relación unilateral y exclusiva entre paro y precio del trabajo: muchos otros factores, el principal, la productividad, que se debe a la capacidad de innovación tecnológica y organizativa, desempeñarán algún papel.

La desregularización del mercado de trabajo, qué duda cabe, a corto plazo supone aumentar el número de empleos: el quid es el precio que por ello paga el conjunto de la sociedad. Una primera consecuencia que ratifica la sociedad norteamericana de hoy es que la desregulación, con el aumento del empleo, conlleva también uno importante en las diferencias sociales: la tijera entre los salarios más altos y los más bajos se abre considerablemente. El efecto inmediato es colocar con salarios muy bajos a una población marginal en empleos muy poco productivos. Si dejamos sin protección al trabajo y bajan con ello sensiblemente los salarios, hasta las clases medias podrían volver a disfrutar del servicio doméstico. Más de dos tercios de la mano de obra colocada en el siglo XVIII eran criados. Supongo que éste no es el futuro que se desea para nuestras sociedades avanzadas.

Los Estados Unidos han aumentado el empleo a costa de aumentar las bolsas de pobreza: el 15% de la población corresponde al grupo social de los pobres de solemnidad. El descenso de los salarios conlleva asimismo una descualificación profesional de la mano de obra, a la vez que un descenso del nivel cultural medio de la población, con consecuencias a la larga dificilísimas de remontar. Si desciende la calidad del trabajo mal pagado, no deja de tener repercusiones sobre los más calificados, incluso sobre la tecnología de punta: la chapuza barata termina por impregnar a toda la sociedad.

Al fin y al cabo, la riqueza de un país consiste en la productividad del trabajo creador que alcancen sus habitantes: el subdesarrollo es, en primer lugar, atraso cultural, aliado seguro de la pobreza. Podemos aumentar el empleo a costa de rebajar salarios y, con ello, niveles de calificación, y es el peor negocio que en su conjunto puede hacer un país. Al final, los salarios baratos se revelan el mayor impedimento al crecimiento económico, a la vez que originan altos costes sociales: sanitarios, educativos, de orden público.

Los economistas norteamericanos más despiertos, como Richard Freeman, de la Universidad de Harvard, vuelven a descubrir lo que ha sido el motor del desarrollo europeo desde los años ochenta de la pasada centuria: salarios altos obligan a una continua sustitución de mano de obra poco productiva por tecnología y mejor organización. Los salarios altos -junto a una serie de otros factores, Dios nos libre de cualquier tipo de simplificación- pueden convertirse en el motor principal del aumento de productividad; los salarios bajos, en cambio, tienden a desperdiciar el factor trabajo, conformándose con rendimientos exiguos. Acortar las diferencias sociales, no sólo se revela un factor social de importancia decisiva para estabilizar una convivencia democrática, sino también uno económico para asegurar el crecimiento." Cuanto más bajo el precio del trabajo, más se desperdicia este factor de producción, algo que debería resultar obvio y que, sin embargo, se niega a reconocer muy significativamente el fundamentalismo liberal.

Lo que caracteriza a cualquier tipo de fundamentalismo es reducir la enorme complejidad del mundo a una propuesta simple, que tendría el don de resolver todos los problemas que tenemos planteados los humanos: cumplir fielmente con la

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Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

El fundamentalismo liberal

Viene de la página anteriorpalabra de Dios, aplicar estrictamente el Corán, o bien dejar que actúen sin cortapisas los agentes económicos en una economía en la que no haya otra regulación que las leyes del mercado.

El fundamentalista, seguro de poseer la clave para resolver todos los problemas, tiene que sufrir lo indecible al comprobar que, por no poder aplicar su receta, no dejan de acrecentarse los males. Si con la mera aplicación rigurosa de la libertad contractual dentro de un mercado realmente libre, sin interferencias de ningún tipo, todos los problemas socioeconómicos en contrasen la mejor de las soluciones posibles, ¿por qué diablos la economía real está tan alejada del modelo ideal, pagando por ello un precio tan alto? De todos los fundamentalismos que nos amenazan en nuestro tiempo, sin duda el más peligroso es un liberalismo consecuente en estado puro. Su simplicidad, que tan bien encaja con los intereses inmediatos de las clases superiores, podría arruinarnos definitivamente.

Lo más probable en una Europa anquilosada es que nadie se atreva a decidirse por la vía liberal, con todas sus consecuencias, y menos aun por el intervencionismo socialdemócrata, y nuestras sociedades vayan acostumbrándose a un paro alto, eso sí, cada vez menos subsidiado, lo que obligará a acudir con medidas excepcionales a los casos más conflictivos que brotarán por doquier.

El que nadie se atreva a poner en marcha, por una vía o por otra, una política consecuente contra el paro muestra a las claras que todas conllevan riesgos evidentes que ningún Gobierno quiere correr. En la llamada "sociedad de riesgo" (Ulrich Beck dixit), ni los empresarios -que se legitiman únicamente por su disposición a asumir riesgos-, ni, desde luego, obreros o empleados, y menos que nadie los políticos profesionales, temerosos siempre de perder el favor público, están dispuestos a arriesgar nada. El principio que rige nuestras sociedades es el de la seguridad a todo trance, y así nos va, una vez que hemos perdido la calidad más eximia que caracterizaba a nuestra cultura europea: la de transgredir, que define a todo pensamiento creador, con su dimensión práctica de innovar. Cuando un presidente de Gobierno que se dice de izquierda justifica la política económica que lleva a cabo, pese a que mantenga unas tasas altísimas de paro, sin perspectiva alguna de mejoría, tan sólo como "aquella que hace todo el mundo", apaga y vámonos.

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