La aguja rota

Testimonio crepuscular de la última superviviente de una leyenda carcelaria

Pilar García Calleja, de 38 años, es la superviviente de una leyenda penitenciaria, la del explosivo departamento 10 de la cárcel de Yeserías. Un férreo espacio en el que, a mediados de los años ochenta, una sola jeringuilla sembró la muerte. Una matanza lenta que se propagó desde la punta de una aguja en la que jugueteaba el éxtasis con el sida -"creíamos que la enfermedad era una mentira para no chutarnos", rememora Pilar-.Desde allí, por la vena y con gusto, se embarcaron en el último adiós reclusas como La Loca, siempre gritona; La Mati, que se beneficiaba a las más guapas, o la pro...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Pilar García Calleja, de 38 años, es la superviviente de una leyenda penitenciaria, la del explosivo departamento 10 de la cárcel de Yeserías. Un férreo espacio en el que, a mediados de los años ochenta, una sola jeringuilla sembró la muerte. Una matanza lenta que se propagó desde la punta de una aguja en la que jugueteaba el éxtasis con el sida -"creíamos que la enfermedad era una mentira para no chutarnos", rememora Pilar-.Desde allí, por la vena y con gusto, se embarcaron en el último adiós reclusas como La Loca, siempre gritona; La Mati, que se beneficiaba a las más guapas, o la propia Pilar, la más rebelde. Ahora, todas han muerto y Pilar, la yonqui de la plaza del Dos de Mayo, se apaga con su recuerdo del turbulento departamento 10.

Pero en la fase terminal ha reunido sus dispersas fuerzas y desde la habitación que le ha brindado la ONG Horizontes Abiertos ha lanzado una denuncia, la última que hará en vida.

Pilar, recostada y sonriendo para salir guapa en la foto, denuncia más que la negritud de su historia la de aquellos compañeros de viaje para los que el futuro se ha convertido en un sumidero. Son los afectados por un mal de cuatro cabezas: el desarraigo, el sida, la droga y la cárcel. Productos de desecho que no tienen dónde morir.

"Cuando salen de la cárcel están enfermos y la gente se aparta. Su familia les odia y el cuerpo sólo les pide un pico", describe vívidamente Pilar. Su relato, poblado de callejones y descampados, describe un nuevo lumpen que asalta con agujas infectadas de sida, que nutre a lustrosos peristas y que duerme, con suerte, en coches desvencijados. "Son gente", dice Pilar, "que no tiene dónde ir y que prefiere, quedarse en la cárcel antes que salir".

Quedarse en la cárcel; las rejas convertidas en hogar. Así se traza el fin de quienes, una vez condenados a la calle, mueren matando. Desfilan por la boca de Pilar personajes como Manolo, ciego de tanto picarse, incapaz de andar 100 metros, pero al que, aún se le puede en contrar en cualquier esquina con ánimos para robar. O la Loli, la muchacha que deambula por la ciudad con la mente en blanco, sin más memoria que las zonas de camelleo.

Todos destinados a desaparecer en un basurero, en un portal, en un pasillo de hospital. "Eso es lo que quiero denunciar, quiero que se sepa que esa gente necesita un sitio, que nadie les acoge y que ellos sólo piden una oportunidad para morir en paz", dice Pilar y en sus palabras resuenan los ecos de su propia historia, la de una leyenda crepuscular. Igual a tantas otras.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Pilar, la niña nacida en Ponferrada que a los 17 años viajó a Madrid para estudiar secretariado. Época de anocheceres anaranjados en el piso de su hermano. Dinero que ganaba cómo canguro en Somosaguas. Después, el viaje a Torremolinos y su trabajo como relaciones públicas en la discoteca Pippers -"me sigue gustando bailar", dice Pilar-. Tres años que culminaron en el amor a un Yonqui. Madrid. Cuando se se pararon, descubrió que la vida ya no le pertenecía. Diarreas, vomitonas, temblores: "Un túnel al que no ves final". Pilar rodó por pisos compartidos con otros heroinómanos, por oscuras pensiones que decoraba con muñecas de trapo, e incluso durmió sobre la hierba del Retiro. Empezó a vender "buen, material, de iraníes". Conoció los calabozos de las comisarías.

En 1981 la detuvieron en la calle de Velarde por llevar dos gramos de hachís. Y en 1983, con 27 años, le metieron una yeye (cuatro años, dos meses y un día de condena) por ocultar siete gramos de heroína, apenas una juerga. A cambio disfrutó del departamento 10 y de sus jaris (grescas). Su mundo se pobló de machitos, guapas y negras con palos. Conoció el temor al castigo por esconder una empanadilla en el chabolo (celda). "¿Por qué nos impedían ver el sol?". En su mente aún se corren los cerrojos.

La libertad, a partir de entonces, fue para ella condicional. En 1987 sale a la calle y en 1990 regresa a las celdas con otros cuatro años de pena. Al poco, decide abandonar la droga y consigue vencerse a sí misma. Pero a la vuelta de la esquina le aguarda otra sorpresa navajera: el sida. Desde entonces, el tiempo corre en contra suya, le desgasta las defensas, el rostro, el habla. "Lo llevo fatal". Pilar García Calleja tiene una hija de 16 años. Quiere verla.

Sobre la firma

Archivado En