Tribuna:

Ellos y yo estamos en crisis

Yo estoy pasando por una crisis de adolescencia y me siento totalmente incomprendido. Nadie responde con exactitud a lo que pregunto, nadie me escucha, nadie me oye. Si acaso las paredes. Y en su eco percibo mi amargura.Yo no sé por qué esas evasivas para responderme siempre de lado, por qué esa desgana, esos monosílabos, ese poco decir, ese murmullar, ese no querer entrarle al trapo, ese huir continuo despreciando mis insinuaciones, mis intentos de explicarme.

Ya yo sé que probablemente mis problemas no les interesen, ni mis explicaciones.

Pero ellos, ellas, son como un muro de ...

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Yo estoy pasando por una crisis de adolescencia y me siento totalmente incomprendido. Nadie responde con exactitud a lo que pregunto, nadie me escucha, nadie me oye. Si acaso las paredes. Y en su eco percibo mi amargura.Yo no sé por qué esas evasivas para responderme siempre de lado, por qué esa desgana, esos monosílabos, ese poco decir, ese murmullar, ese no querer entrarle al trapo, ese huir continuo despreciando mis insinuaciones, mis intentos de explicarme.

Ya yo sé que probablemente mis problemas no les interesen, ni mis explicaciones.

Pero ellos, ellas, son como un muro de hormigón en el que rebotan las pelotas que les lanzo, son como una muralla altísima a la que nunca podré llegar. A mí me gustaría que mis palabras cayeran de su lado y que ellas, ellos, me las devolvieran, después de un tiempo, más hinchadas, más puras, más limpias. Y eso no es posible. Ellos me las devuelven, cuando me las devuelven, deshinchadas, pinchadas, estropeadas, hasta el punto de que muchas veces no las reconozco.

También sé que el problema puede estar en mí y que lo que les digo no les interesa; pero podrían hacer el esfuerzo de expresarse, de quererme escuchar, de decirme que el diálogo es absurdo, imposible.

Sin embargo, yo creo que soy claro, que intento decir las cosas con claridad.

Yo no pensaba que esto sucediera algún día. Al principio los quería tanto, los veía tan buenos que no podía pasárseme por la cabeza que esto sucediera algún día.

En mi inocencia, en mi candidez, en mi ingenuidad ellos eran buenos, sobre todo buenos, me sonreían y yo los perdonaba y sentía que ellos me perdonaban a mí. Ahora sólo me queda el sabor antiguo del cariño y la seguridad también de que por amor mutuo fingían oírme y se reían de mis gracias de novicio, de mi encanto.

Fue pasando el tiempo poco a poco y me fui volviendo descreído. Pero nunca pensé que esto ocurriría, que este corte, que este casi mutuo desprecio acabara consumándose.

Ya sé que nos tenemos que soportar como una buena familia, que yo dependo de ellos, de ellas, y que sé que sin ellos, sin ellas, no soy nada. Y ellos también dependen de mí. Pero estamos en crisis y aguda.

Y si no me entiendena mí me gustaría que ellos, ellas, estallasen, que me echaran todo a la cara, mis mentiras, mis vacíos, mi angustia de mierda. Ni eso.

Y ya no vale la pena echarle la culpa a los demás, que también la tienen, a esos imbéciles y figurones que nos de satienden, que no es necesario desgañitarse para gritarles que así va mal, que ya no vale la pena echarle la culpa a la época, o al tiempo, a las circunstancias, a la crisis de la familia, a las crisis morales, a la televisión; porque ahora cada vez más voy sabiendo que el problema es nuestro, de ellos, de ellas, y mío.

Pero qué le voy a hacer. Yo soy el profesor y ellas, ellos, los alumnos.

(Había leído 20 exámenes. Mi hijo lloraba. Le puse el chupete, le llamé bueno, le alabé lo bien que dormía, compartimos la oreja olorosa de Carmelo -su muñeco-y se fue quedando. Entonces volví a mis exámenes, pero no pude. Escribí esto.)

Domingo T. Báez Montero ex director de la sección española del Lycée Intemational de Pontonnier, es catedrático de literatura del Instituto de Bachillerato Viera y Clavijo de La Laguna (Tenerife).

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