Tribuna:

Las lecciones de Júpiter

Algunos cuerpos celestes llevan una vida recatada y silenciosa, sin llamar la atención hasta que, al final de su vida, se manifiestan de un modo espectacular o violento, en abierto contraste con la discreción de su vida pasada. Nos encandilan, en el mismo momento de su muerte, y pasan a convertirse en hitos o en fenómenos astronómicos singulares que nos ayudan a mejor comprender el mundo físico en que vivimos.Se parecen en eso a algunos héroes antiguos y a muchos santos, cuyo recuerdo se debe principalmente, si no únicamente, a la grandeza o a la extravagancia de su muerte, y no a los episodio...

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Algunos cuerpos celestes llevan una vida recatada y silenciosa, sin llamar la atención hasta que, al final de su vida, se manifiestan de un modo espectacular o violento, en abierto contraste con la discreción de su vida pasada. Nos encandilan, en el mismo momento de su muerte, y pasan a convertirse en hitos o en fenómenos astronómicos singulares que nos ayudan a mejor comprender el mundo físico en que vivimos.Se parecen en eso a algunos héroes antiguos y a muchos santos, cuyo recuerdo se debe principalmente, si no únicamente, a la grandeza o a la extravagancia de su muerte, y no a los episodios de una vida sin brillo. Un ejemplo distinguido de lo que digo, vuelvo a referirme a los astros, es el de las supernovas, nombre con el que se conoce al conjunto de fenómenos a que da lugar la muerte de una estrella masiva. Su colapso final sobreviene cuando la energía que emerge del reactor de fusión nuclear que es su corazón es ya incapaz de soportar la presión de su propio peso. La energía liberada en el colapso, la violencia del derrumbamiento y la explosión con que pone punto final a su existencia como estrella, hacen palidecer todos los episodios, ya de por sí bastante extraordinarios, por los que ha pasado a lo largo de sus millones o miles de millones de años de vida.

Algo parecido ocurre con los cometas, cuerpos celestes humildes y oscuros, que sólo en sus últimos estertores, próximos ya a la muerte, embellecen su aspecto y cobran, paradójicamente, vida a nuestros ojos. Los cometas vagan lentamente, a lo largo de órbitas que tardan millones de años en completar, en una gélida y remota región de nuestro Sistema Solar, la nube de Oort, lejos de nuestros telescopios; apagados grumos de nieve sucia. Sólo cuando algo perturba su hábitat y saca a alguno de ellos de su precario equilibrio, provocando su caída hacia el centro del Sistema Solar, se inicia una peripecia que le ha de conducir inexorablemente a su desaparición.

Justamente, cuando se precipitan hacia el Sol, en órbitas excéntricas, mucho más alargadas que las casi circulares de los planetas, se hacen los cometas visibles a nuestros instrumentos. En su caída vertiginosa, el viento solar va arrancando parte de su corteza y dejando un rastro de partículas que puede llegar a tener millones de kilómetros de longitud. Iluminada la cola así formada por la luz solar, adquiere ese aspecto suntuoso y espectacular que caracteriza a los cometas.

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Pero ese fugaz brillo, esa apariencia de verdadero adorno celeste, no son más que los prolegómenos de su definitiva destrucción. Pues cada vez que pasa cerca del Sol el cometa pierde una cantidad importante de su propio material y, al tiempo, su trayectoria se modifica, acercándosele cada vez más. Hasta que, al cabo de un cierto número de órbitas, se deshace completamente y se diluye en el espacio o se precipita sobre su superficie, desapareciendo para siempre como astro. Sólo los cometas más masivos, con nombre propio, pueden durar a lo largo de mucho tiempo sin deshacerse y aparecer periódicamente en el cielo. Así, sólo la preparación y la consumación de su muerte los hacen perceptibles y hasta los embellecen.

Algo parecido le ha ocurrido al celebrado cometa Shoemaker-Levy 9, oscuro entre sus oscuros congéneres, que hubiera pasado a mejor vida sin pena ni gloria si no fuera porque en sus últimos momentos ha sido el protagonista de un suceso poco frecuente. Lo que le ha ocurrido de especial es que, en su caída hacia el interior del Sistema So lar, ha tenido la mala o la buena fortuna de ser capturado por la atracción gravitatoria de Júpiter, el planeta gigante, mil veces más voluminoso que la Tierra.

En marzo de 1993, el matrimonio Shoemaker y David Levy, habituales cazadores de cometas, descubrieron el objeto que nos ocupa. Su órbita pudo ser reconstruida hacia atrás en el tiempo, concluyéndose que había pasado muy cerca del planeta Júpiter, prácticamente rozándolo, en el verano de 1992; extrapolada la trayectoria hacia el futuro, podía preverse que se iba a precipitar de lleno sobre dicho planeta en julio de 1994. El cometa, en su paso por las cercanías de Júpiter, había sufrido ya un violento zarpazo, rompiéndose en varios pedazos, veintiuno lo suficientemente grandes como para ser individualizados y multitud de otros más pequeños. Iluminado por el Sol, ofrecía así un aspecto magnífico, poco usual para un cometa. Se asemejaba a un collar de perlas, cada una de ellas uno de los trozos en que se había roto durante su penúltima órbita, alineado y moviéndose uno tras otro, en loca carrera hacia la muerte, a una velocidad de cerca de doscientos mil kilómetros por hora.

Había escapado, maltrecho y troceado, de su primer encuentro en 1992, pero caería sin remedio dos años después sobre el planeta que lo atraía gravitacionalmente. La historia de esos dieciséis meses, desde su descubrimiento hasta el impacto, ha sido una febril sucesión de cálculos, observaciones y comunicaciones en todos los labotarorios astronómicos del mundo; de preparación de un vasto programa de observaciones, desde modestos telescopios de aficionado hasta el telescopio orbital Hubble, sin olvidar las sondas Galileo, en camino hacia Júpiter, y Voyager, hace ya años fuera de uso y saliendo del Sistema Solar.

Seguramente Newton, si hubiera podido, se habría removido de gusto en su tumba al saber que los cálculos necesarios para llegar a esas predicciones se han hecho sin recurrir a otra cosa que no fuera la mecánica que él creó, las leyes de la gravitación universal que él descubrió. Lo que el bueno de sir Isaac no pudo imaginar es la tecnología que hoy permite observar con alcance y detalle notables, y transmitir las observaciones; y le habrían parecido asombrosos los conocimientos acumulados en la construcción y el manejo de la legión de telescopios sensibles a toda la radiación electromagnética y no sólo a la luz. Por no hablar de los ordenadores, que permiten hacer, rápida y fiablemente, cálculos de una complejidad inabordable en su tiempo. Pero las ecuaciones de base, las que permiten reconstruir la órbita del cometa hacia el pasado y hacia el futuro, ésas son las que ya figuraban en los Philosophiae naturalis principia mathematica, publicados en 1687. ¡Enhorabuena, querido Newton!

Y así llegamos al pasado 16 de julio, en que el fragmento A del cometa se precipitó sobre la superficie de Júpiter, perforándola y Iiberando su energía cinética en la colisión. Mucho se. había especulado acerca del aspecto que el choque ofrecería a nuestros instrumentos, en función de la violencia con que se produjera. Se pensó, en un primer momento, que iba a ser extrema, dado que algunos fragmentos parecían tener un diámetro del orden de varios kilómetros, lo que aseguraba una explosión de magnitud realmente astronómica. Después, se supo que los fragmentos eran más pequeños, e incluso que en su caída hacia Júpiter se iban deshaciendo en otros más pequeños o en puro polvo. Se terminó que todo se redujera a una especie de lluvia de meteoritos sin mayores consecuencias.

La larga semana del 16 al 22 de julio, en que los trozos del Shoemaker-Levy 9 han ido colisionando con Júpiter, ha deparado de todo un poco. Afortunadamente, los fragmentos tenían un núcleo compacto y no se habían volatilizado por completo. Algunos de ellos han producido impactos espectaculares, hasta el punto de dejar sus enormes cicatrices en la atmósfera joviana durante largo tiempo, y otros que se creían más masivos los han producido menores. De todo lo ocurrido tendremos cumplida noticia cuando se acabe de analizar la enorme masa de datos recogidos en esos días, en los precedentes y en los sucesivos. Datos que han podido ser seguidos y analizados sobre la marcha por una gran cantidad de científicos a través de redes informáticas, con un grado de interrelación y de comunicación en tiempo real probablemente sin precedentes en la historia de la ciencia. Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior La semana en cuestión fue dura para los astrónomos, pero las siguientes están siendo por el estilo o peores. Ahora hay que poner en orden e interpretar en un esquema coherente todo lo observado, incluyendo las informaciones que van llegando de las sondas espaciales. Ellos y ellas están aprendiendo cosas nuevas acerca de la atmósfera de Júpiter, de su campo magnético y de. muchas otras de sus propiedades; sin olvidar al propio cometa, del que quedan algunas cuestiones por aclarar, no siendo la menor la de su propia composición.

Pero, a mi juicio, independientemente de los muchos y valiosos resultados astronómicos que se están produciendo, todos hemos aprendido algo más. Sobre Júpiter ha caído un cometa mediano, previamente troceado, que no lo ha perturbado gran cosa; no en vano el tamaño del cometa es, respecto del tamaño de Júpiter, mucho menor que un mosquito respecto de una persona. Aun así, e igual que ocurre con la picadura de los mosquitos, ha dejado sobre su superficie señales de dimensiones mucho mayores. Algunas de las señales dejadas por el impacto de fragmentos que en todo caso serían del orden del kilómetro de diámetro son de dimensiones superiores a la Tierra, debido a la extensión de las alteraciones provocadas por el bólido en su caída.

Si el cometa se hubiera precipitado sobre la Tierra, las perturbaciones hubieran sido, a no dudar, de carácter global. Es, desde luego, menos probable que un tal fenómeno ocurra sobre la Tierra que sobre Júpiter, pero aun así hemos tenido la oportunidad de contemplar un fenómeno que, con todo y su bajísima probabilidad, ha debido de tener en algún momento como protagonista a la Tierra. Resulta, por tanto, cada vez más verosímil la idea de que en la historia de nuestro planeta, se han producido, de tarde en tarde, catástrofes debidas a impactos de objetos celestes que han modificado su entorno. Como resulta también cada vez más verosímil que esos episodios hayan jugado un papel central en la historia de la vida, puntuando e incidiendo sobre el proceso de evolución natural sobre el planeta. Desde una época cercana a su nacimiento, hace unos 4.500 millones de años, en que los impactos de cometas debían de ser más frecuentes, aportando agua y material orgánico, imprescindibles para la posterior aparición de la vida, y hasta los primeros gérmenes de vida, según algunos, hasta episodios más espaciados, como el impacto que tuvo lugar hace unos 65 millones de años y que, por sí solo o en combinación con otros factores, causó una extinción masiva de especies vivas entonces sobre la Tierra, en particular los dinosaurios.

Nuestro planeta es un frágil astro flotando en el espacio, uno de los más modestos componentes del cortejo de cuerpos celestes que giran alrededor del Sol. Sin duda, su historia ha sido más tormentosa y discontinua de lo que nuestra limitada perspectiva temporal nos hace creer; el trabajo de los científicos nos permitirá ir reconstruyéndola. Esperemos que la propia actividad de la única especie inteligente que ha aparecido sobre ella, tras miles de millones de años de evolución biológica, no la haga todavía más tormentosa e impredecible.

Cayetano López es catedrático de Física de la Universidad Autónoma de Madrid.

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