Tribuna:

La religión el espíritu

Quizás se trate de preparar el surgimiento de una nueva religión: la verdadera religión del espíritu que ya en el siglo XII profetizó el abad calabrés Joaquín di Fiore; y que en el siglo romántico e idealista recordaron Novalis o Schelling. Quizás la única forma de contrarrestar las guerras de religión que estallan por todas partes consista en poner las bases para una fundación de nueva planta. Sólo que un evento de tal naturaleza no surge por decreto voluntario; para que se produzca deben concurrir multitud de factores diferentes. Se trata, quizás, simplemente de allanar el terreno para que, ...

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Quizás se trate de preparar el surgimiento de una nueva religión: la verdadera religión del espíritu que ya en el siglo XII profetizó el abad calabrés Joaquín di Fiore; y que en el siglo romántico e idealista recordaron Novalis o Schelling. Quizás la única forma de contrarrestar las guerras de religión que estallan por todas partes consista en poner las bases para una fundación de nueva planta. Sólo que un evento de tal naturaleza no surge por decreto voluntario; para que se produzca deben concurrir multitud de factores diferentes. Se trata, quizás, simplemente de allanar el terreno para que, alguna vez, pueda surgir el acontecimiento.Porque es evidente que los retazos de religión que subsisten, en sus diversas formulaciones, no parecen capaces de unificar y aglutinar un mundo cada vez más regionalizado y disperso. Más bien sirven de acicate para agudizar los resquemores mutuos, los recelos y los odios. El mundo que está emergiendo después del final de la guerra fría y de los bloques Oriente-Occidente se caracteriza por un policentrismo evidente en el cual los diferenciales ideológicos han retrocedido en favor de los sustratos culturales. Y éstos arraigan siempre en el terreno firmísimo de los fondos de reserva religiosos. La cultura, entendida en su verdad, consiste siempre en el despliegue sobre una sociedad de un determinado culto. Y el culto es, al decir acertado de Hegel, el centro inalienable del complejo síndrome que constituye lo que suele llamarse religión.

Se ha demostrado, sobre todo a través del amargo conflicto yugoslavo, que el verdadero "hecho diferencial" cultural, aquel que puede suscitar el hegeliano "combate a muerte", no es desde luego la lengua (como cierto nacionalismo romántico supuso), sino la religión. Se puede hablar la misma lengua y sentirse hondamente convencido de la pertenencia a diferentes y enfrentadas realidades nacionales. Eso sí, es preciso que exista una importante diferencia: la que sólo la religión proporciona. Inclusive es más importante que la lengua hablada (común) la distinción entre los caracteres de la escritura (cirílicos, latinos). Las diferencias de escritura se han revelado más relevantes que las comunidades en el habla: por una vez puede darse la razón a los "gramatólogos". ¿O no será, quizás, que lo sagrado hace sobre todo acto de presencia en las escrituras, convirtiéndolas en santas escrituras? Leer en cirílico o en latino: ¡he aquí el "hecho diferencial"! (Entre paréntesis: si los vascos fueran hugonotes y los catalanes shiíes, hace siglos que serían independientes; o bien si unos y otros, aun hablando todos la koiné imperial, aprendiesen a leer caracteres cirílicos o góticos en lugar de los canónicos latinos).

Lo cierto es que este mundo policéntrico exige perspectivas abiertas. No hay privilegio alguno en ninguna de las formas culturales existentes. Ante el futuro la pregunta interesante no será ya: ¿en qué marco cultural, religioso, surgió la forma de sociedad (capitalista) que parece imponerse sin competencia? (Respuesta tópica, vía Max Weber, hoy día bastante cuestionada: en el seno del protestantismo calvinista); sino una pregunta mucho más llena de augurios ante el futuro: ¿qué marco religioso y cultural es el mejor dispuesto a adaptarse a las formas nuevas del capitalismo tecnológico victorioso? (Respuesta provisional: el sintoísmo y la cultura zen de Japón; acaso, a la larga, la síntesis de confucianismo y taoísmo del eterno Imperio Celeste).

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De momento, repito, se trata de ir allanando el terreno para que el pensamiento se acomode a este policentrismo cultural, previo quizá a una reformulación nueva que todavía resulta imprevisible. Cabe, a este respecto, ejercitar diversas estrategias. En un libro que se halla en prensa, y que se titula La edad del espíritu, intento llevar a cabo una verdadera arqueología de los principales movimientos de ideas que han generado desde las grandes religiones mundiales hasta los principales sistemas filosóficos. No he pretendido en él la exhaustividad, pero sí en cambio cierto intento por calar hondo en algunos de los principales enclaves de nuestro mundo: el pensamiento y la religión de la India, el mundo de Irán, Israel, Grecia, el incipiente cristianismo, el islam, el mundo de la Edad Media, el Renacimiento, la Reforma, la edad de la razón, la Ilustración y el romanticismo. Esta suerte de excavación arqueológica es necesaria, pero desde luego debe ser complementada con prospecciones más ceñidas al mundo presente que vivimos. Quizá, hoy más que nunca, sea urgente recobrar una perspectiva universal, mundial. Si más no, nos evitará el trago amargo de vivir sumidos en el "mal viaje" que, presumiblemente, nos espera vivir a los españoles hasta la primavera de 1996. Hoy más que nunca se hace necesario que el engagement con la realidad nacional hispana tenga como contrapunto una amplia visión planetaria.

En un momento de declive de la pálida idea europeísta, demasiado entregado a las ciegas fuerzas de la economía y de la burocracia, y de resurgimiento de los Estados nación, o de toda la pléyade de naciones sin Estado candidatas a ese estatuto, sólo caben dos posibilidades: inhibirse por entero de este infamante proceso de descomposición y de retorno al peor pasado, o bien abrir la mirada y la mente a perspectivas universales. Quizá se trate de ver más lejos que en la estricta unidad Europa, que a la postre se revela menos firme en sus capacidades de cohesión. Como decíamos Rafael Argullol y yo en nuestra conversación titulada El cansancio de Occidente, quizá no exista Europa sin adjetivo: Europa del Este, Europa latina, Europa nórdica, Europa anglosajona, Centroeuropa; o si se quiere, Europa bizantino-ortodoxa (Bulgaria, Rusia, Grecia, Serbia), Europa católica, Europa protestante. No se puede construir un proyecto de verdadera enjundia y ambición tan sólo basado en un terreno tan movedizo y aleatorio como el económico. Europa está pagando ahora su más íntima traición: haberse querido construir sin poner en primerísimo plano la discusión cultural. Hace un año pensaba, con Rafael Argullol, que era un organismo cansado. Hoy empiezo a pensar que está sencillamente en estado terminal. Y lo digo con verdadera amargura, pues mi ser, mi vida y mi destino es, desde luego, europeo.

Una Europa en franca decadencia, con la cruz a cuestas (por sus propios pecados) de una guerra civil incrustada en su corazón; una España de nuevo unificada por el lado de lo siniestro, es decir, por la terca obstinación en traer a presencia sus demonios seculares, sus nunca resueltos combates en torno a su propia identidad: realmente la tentación del "apaga y vámonos, y el último que apague la luz" es muy grande.

Quizá si se abre la mente y la mirada al complejo mundo, con todas sus diferencias marcadas de cultura y civilización, sea posible encontrar el hilo de Ariadna. Pues de hecho ese mundo-todo constituye un laberinto en el que cada uno de los tramos y paradas del mismo lo constituye un peculiar enclave cultural que viene formado e informado por una determinada fundación religiosa (cultural) procedente de un glorioso pasado: cristiano-ortodoxo, reformista, islámico, shií, hindú, judío, budista. Con lo que vuelvo a la intuición primera de ese artículo: es preciso pensar, seriamente, en la posibilidad de que pueda crearse el terreno propicio para el surgimiento de una nueva religión: la religión del espíritu. Pues como conoce muy bien ese gran hombre y gran sabio que es Rafael Sánchez Ferlosio: "Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado".

Eugenio Trias es catedrático de Filosofía de la Universidad Pompeu Fabra.

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