Tribuna:

Cataluña, paradigma español

El 25 de junio de 1934, el diputado Manuel Azaña intervino en las Cortes para hacer ver al Gobierno -presidido, a la sazón, por Alejandro Lerroux- cuán peligrosa era su política respecto a Cataluña. Porque para el antiguo primer ministro no cabía duda de que Cataluña era pilar fundamental de la integridad institucional de la república. De ahí que el Estatuto de Autonomía de Cataluña (1932) fuera para Azaña un legado intocable. Además, consideraba que la política de Lerroux estaba acentuando las divisiones sociales y, por tanto, fortalecía a las facciones de los socialistas que predicaban la vi...

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El 25 de junio de 1934, el diputado Manuel Azaña intervino en las Cortes para hacer ver al Gobierno -presidido, a la sazón, por Alejandro Lerroux- cuán peligrosa era su política respecto a Cataluña. Porque para el antiguo primer ministro no cabía duda de que Cataluña era pilar fundamental de la integridad institucional de la república. De ahí que el Estatuto de Autonomía de Cataluña (1932) fuera para Azaña un legado intocable. Además, consideraba que la política de Lerroux estaba acentuando las divisiones sociales y, por tanto, fortalecía a las facciones de los socialistas que predicaban la violencia.Movido por esos temores, Azaña se reunió el 14 de julio de 1934 -muy simbólica fecha- en la casa de José Salmerón, secretario de la Izquierda Republicana de Madrid, con el llamado "Lenin español", o sea, Largo Caballero (cabeza actuante de la UGT y del PSOE), y con un representante de la Esquerra Republicana, Juan Lluhi Vallescá. Observó Largo Caballero, casi inmediatamente, que había acudido a la cita por deferencia personal a su antiguo jefe de Gobierno, pero que, con entera sinceridad, no podía estimar que lo tratado (o acordado) allí tuviera utilidad alguna para el PSOE: "Si entrásemos en tratos con los republicanos, nosotros, los socialistas, quedaríamos disminuidos, moral y materialmente, ante nuestras masas".

Se cerraban, patentemente, las posibilidades de una nueva conjunción republicano socialista" y Manuel Azaña decidió ir a descansar a la tierra que él consideraba paradigma. y baluarte, casi inexpugnable, de la república. Me refiero, por supuesto, a su Cataluña, adonde se trasladó a fines de julio de 1934. En su libro Mi rebelión en Barcelona (1935, uno de los muy raros best sellers políticos españoles de aquel tiempo) desicribía, en los siguientes términos, su propósito veraniego. "Por primera vez, desde la instauración de la república, se me había logrado venir a Cataluña bajo el posible incógnito, lisonjeándome la esperanza de poder esquivar los estrepitosos cortejos del político en acción... Me traje los libros más pesados de leer y el fajo de cuartillas que va uno a emborronar, un año de éstos, para serle infiel -talión merecido- a la política".

El aislamiento del lugar (el balneario de Saint Hilari) y el paisaje se mostraban propicios para el descanso. Añadía Azaña: "Para quien gusta de poner a salva sus soledades, perder el incógnito es muy cruda intemperie". A los pocos días de su llegada se iniciaron, sin embargo, las visitas de cientos de personas que acudían a rendirle homenaje. También recorrió comarcas de Barcelona y Gerona para conocer, directamente, las que él llamaba admirativamente "obras de una democracia potente y desahogada". Porque para Azaña no cabía duda de que Cataluña era "la estofa más tupida que puede tejerse sobre la urdimbre republicana". Allí, la democracia encontraba su apoyo en "hechos del carácter y de la economía, el nivel de las clases, la fuerza de su civilización urbana y las condiciones en que trabaja la población rural".

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En el recorrido, tan placentero para Azaña, por el terruño catalán pronunció muchos discursos breves con la intención de contribuir al mutuo entendimiento de los catalanes y los demás españoles, particularmente los de su propia Castilla la Nueva. "La desastrosa pertinacia con que ambas capitales -Madrid y Barcelona- se desconocen" era, manifiestamente, para Azaña, un grave obstáculo para la estabilidad de la Segunda República y para el progreso de la nación española toda. De ahí que quisiera aprovechar su estancia en la primera de las comunidades autónomas para fortalecer el puente moral y político que había empezado a tender, desde 1930, con ocasión de la famosa visita de los intelectuales castellanos a la capital catalana.

Mas, sobre todo, aspiraba a determinar el grado de exactitud de sus propias ideas acerca del catalanismo y de los catalanes. Comprobó, así, serenamente, que todos los moradores de lengua catalana natal del antiguo principado compartían hondamente una común creencia: "Habrá pocos catalanes que no sean catalanizantes o, si se quiere, catalanistas, en una aceptación general del vocablo, cuando significa la persuasión de la valiosa originalidad de su pueblo entre todos los pueblos españoles y el hábito de abundar en esa originalidad y de mantener viva la creencia de su especial modo de ser...

Aunque Azaña se propuso, igualmente, aprovechar sus vacaciones catalanas para frenar la marcha hacia el gran desastre nacional que sería cualquier género de rebelión en Barcelona frente al Gobierno central. Así, al hacer una visita de cortesía al entonces presidente de la Generalitat, trató con Luis Companys las graves circunstancias nacionales del verano de 1934. Mas los temores de Azaña crecieron, considerablemente, al escuchar casi atónito al político catalán, y se precipitó a transmitir indirectamente al Gobierno de Madrid su profunda preocupación: "Era forzoso poner en relación el ánimo levantisco dominante en la Generalitat con la doctrina de la democracia expeditiva y la táctica de la acción directa filofascista de Dencás".

De ahí que su discurso, en Barcelona, el 30 de agosto de 1934, fuera el más logrado de toda su acción oratoria, al aire libre, ante grandes multitudes. Recordemos, además, que desde 1923 (artículos en el semanario España, por él dirigido) Azaña veía a la vez en Barcelona la clave política de la posible alternativa institucional a la suicida monarquía alfonsina y la más destructora amenaza potencial para la ya entonces previsible república. Porque Azaña estimaba, acertadamente, que en la capital catalana las ideologías políticas de todo signo eran la expresión de fuerzas económicas y estamentos sociales muy reales, en contraste con el clima madrileño de vagorosos cenáculos ateneístas (en una amplia acepción) y de bufetes de los múltiples abogados que veían en la política una ampliación de su carrera profesional. Con el trasfondo, por supuesto, de la existencia, en Barcelona, de una genuina burguesía, fuertemente arraigada en su terruño (sin olvidar la contrapartida de un proletariado sumido en el desarraigo industrial moderno) y la muy castiza pseudoburguesía de la capital española, sin conciencia alguna de su verdadera naturaleza histórica. Y así, tras reiterar su oposición a la política de viejo estilo, se planteaba la siguiente pregunta: ¿Qué es la república para nosotros? Para Manuel Azaña la España de 1934 estaba en una crisis de transformación, en la cual actuaban factores políticos, sociales y económicos muy diversos.

Los revolucionarios de izquierda (por ejemplo, los violentos caballeristas del PSOE) o los aspirantes golpistas de la derecha extremosa podrían formular una fácil solución de la crisis aludida mediante la eliminación de toda política. Para Azaña, en cambio, su propia aspiración y la de lo que significaba la república era una dificil tarea integradora: "El deber del político es tratar de integrar, en una fórmula de gobierno, los más de los factores discordes, contrapuestos, que abocan a sus crisis la vida de la sociedad...".

Sería, ahora, abusar de la paciencia azañista del lector, el mostrar cómo para aquel grandísimo patriota castellano la integración de España era impensable sin tener a Cataluña como el paradigma nacional más efectivo para todos los españoles.

Estos breves comentarios -apoyados en mis prólogos a la edición de las Obras completas de Azaña, Ediciones Oasis, México, 1966-1968- no pueden concluir sin rendir homenaje a la memoria del patriota catalán cuyo desprendimiento hizo posible aquella edición tan importante para la historia de España: me refiero a José Virgili Andorra. Gracias a él cuenta la historia española con el muy excepcional, en tantos sentidos, testimonio histórico de Azaña. Y sería deseable que un presidente del Senado de España consultara las Obras completas antes de opinar sobre su imagen de Cataluña.

es historiador y catedrático emérito por la Universidad de Harvard.

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