Tribuna:

Hombres de poca fe

Ya recordarán que, al principio, había que dejar que los niños se acercaran a Él para escuchar sus palabras. De un tiempo a esta parte, parece más bien que para explicarles aquella palabra divina hay que permitir a sus representantes que salgan al encuentro de párvulos y muchachos allí donde la mayoría de éstos suelen hallarse: en la escuela. Ni familia ni parroquia se encargan ya de tal menester, confiado ahora a la educación religiosa que las autoridades eclesiásticas -con el consentimiento de las civiles- han dispuesto en los centros de enseñanza. Y así han introducido en el horario lectivo...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Ya recordarán que, al principio, había que dejar que los niños se acercaran a Él para escuchar sus palabras. De un tiempo a esta parte, parece más bien que para explicarles aquella palabra divina hay que permitir a sus representantes que salgan al encuentro de párvulos y muchachos allí donde la mayoría de éstos suelen hallarse: en la escuela. Ni familia ni parroquia se encargan ya de tal menester, confiado ahora a la educación religiosa que las autoridades eclesiásticas -con el consentimiento de las civiles- han dispuesto en los centros de enseñanza. Y así han introducido en el horario lectivo el estudio voluntario del credo católico, cuyo programa y profesorado dependen tan sólo del Ordinario de la diócesis. Pero, aún no contentas del todo, a estas almas benditas les ha faltado tiempo para vocear su penúltima exigencia: decidir también qué asignatura ha de figurar como disyuntiva a su religión.A ver si lo entiendo. Resulta que nuestros señores obispos, y sus confederaciones afines de padres y profesores, rechazan que la enseñanza de la religión católica tenga como alternativa -para el resto de los alumnos- el estudio asistido de asignaturas consideradas fundamentales. Eso sería, a su juicio y al del Tribunal Supremo, que les viene dando buena parte de razón en sus recursos, un trato discriminatorio para quien haya optado por la catequesis.

¿Y por qué, padre? Pues porque estos piadosos alumnos, al ser privados del repaso regular de las matemáticas, pongamos por caso, quedarían en inferioridad de condiciones respecto del resto de sus compañeros más laicos con vistas al resultado académico final. Y se sobreentiende -¿cómo se atreverían a confesarlo en voz alta? que, ante semejante trance, los padres de las criaturas (o las criaturas mismas) se inclinarían por borrarles (o borrarse) de la clase de religión a fin de no perder comba en los estudios. Acabáramos.

Las recientes sentencias del Supremo apoyan a los recurentes con el fundamento de que la situación da lugar a "una desigualdad por recibir la enseñanza religiosa". Pero no se sabe por qué tal argumento jurídico vale sólo para la educación y no habría de aplicarse, asimismo, a toda instancia de la vida social. El profesional temeroso de Dios podría también argüir en justicia, a la hora de someterse al juicio de la competencia, que el cumplimiento de sus quehaceres religiosos le ha restado dedicación para preparar un proyecto o ejecutar un encargo. Lo que llevaría a establecer que el ejercicio de su libertad religiosa por los unos debe impedir a los otros su derecho al ejercicio simultáneo de las demás libertades, ante la sospecha cierta de que tan diverso uso de su albedrío originaría alguna desigualdad entre los ciudadanos. Mientras unos guardasen sus deberes espirituales, el resto de la sociedad habría de permanecer paralizado y en holganza, no fuera que su actividad le reportara ventajas materiales.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Por lo que hace al caso, aquí se consagra el derecho al estudio del dogma cristiano en la escuela, pero a costa de vetar el derecho de los demás a decidir el empleo de su tiempo escolar... En suma, que no está claro si estas sentencias han sido dictadas por sesudos jueces del Tribunal Supremo o por unos católicos ardorosos metidos a supremos jueces.

Y si del fuero externo de la ley venimos al interno de la conciencia, admitamos que en estas voces tampoco brilla precisamente la fe de Abraham. De tomar en serio sus alegatos, se hace difícil discernir de qué maravillarse más: del escepticismo religioso de los fieles (sean profesores o alumnos, padres o jueces) o de la tibieza en la fe de sus propios pastores, Unos y otros, cuanto más destempladamente esgrimen sus presuntos derechos civiles, más a las claras pregonan sus escasas convicciones religiosas. ¿No será que les anima otra fe y profesan otra religión -bastante más terrenales?

La enseñanza de la religión católica no ha de comportar riesgo alguno para el expediente académico de quien libremente la curse tales el medroso supuesto que todos ellos comparten. Lo que equivale a dejar sentado que, en los tiempos que corren, lo primero es el currículo y lo demás -incluida la conciencia cristiana y sus deberes se nos dará por añadidura. A lo mejor estas gentes desean ser buenos cristianos, pero lo indudable es que desean mucho más alcanzar ese rendimiento escolar que les asegure el ansiado puesto de trabajo. Pues escrito está que las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia, pero nadie ha dicho todavía que el creyente haya de cerrarse las puertas del mercado. Que los chicos se fortalezcan en su fe, no faltaba más, pero sin bajar la nota media precisa para su futuro ingreso en Telecomunicaciones. Así que, cuando el repaso de las matemáticas gana la partida al cultivo escolar de su fe, el católico no demanda de sus pastores una pedagogía más atractiva de la doctrina religiosa, no; lo que hace es encararse airadamente con el Estado para exigirle que prohiba la competencia entre la enseñanza de la religión católica y el repaso de las matemáticas. Por paradójico que parezca, sólo así se volvería competitiva esa religión: a saber, con tal de que no reste méritos a sus adeptos para la competencia mercantil.

Pero es que ni siquiera los obispos, en su terca porfía para que el rebaño no decrezca, dan pruebas de una fe más acendrada que la de su parroquia. Al contrario, se aplican en confirmar y bendecir las descreídas conciencias de los creyentes. Autotitulándose maestros en la fe, ¿acaso no les correspondería predicar que la religión es de naturaleza absolutamente incomparable con la de cualquier otro saber, por elevado que éste sea? ¿Que, por tanto, su enseñanza no puede entrar en liza con ninguna otra, dado que miran a objetivos tan dispares (cuando no enfrentados) como son ganar el cielo y dominar la tierra? ¿Y que, en definitiva, y para venir a los planes de estudio en litigio, la enseñanza de su religión requiere siempre un además respecto de todo esfuerzo académico?

En lugar de eso, al reclamar para su enseñanza que no cueste sacrificio alguno, los prelados hacen de su religión algo que no merece la pena. Al parangonar su estudio -a efectos meramente productivos- con -el de otras disciplinas, se avienen a medirla por el mismo rasero del mercado y la degradan a una baratija más. Mientras su Fundador les anunció que serían perseguidos por su causa, ellos repudian la mínima molestia venida por causa de su creencia. Ya es posible al fin ganar el mundo sin echar a perder el alma. De modo que tanto clamar estos guías espirituales por la urgente recuperación de nuestros valores, como si fueran ellos sus depositarios, y se. diría que ellos mismos han renunciado a los suyos.

Será que la llamada época posmoderna, esa que ha traído consigo el pensamiento débil, ha propiciado también una conciencia religiosa mezquina. A lo que se ve, el grado de interés por las verdades eternas resulta mediocre, tan escuálido que no resistiría el contraste con intereses más cercanos y exige ser preservado de la menor tentación. Pero uno creía que las flaquezas de la fe de los fieles se trataban intra Ecclesiam y que, en todo caso, aconsejarían una reevangelización en toda regla. Nuestra Iglesia, en cambio, prefiere servirse del Estado como de su monaguillo secular y reiniciar así, en materia de enseñanza pública, una nueva cruzada. No es la hora de exponer humildemente su presunta verdad, sino de ampararse en el injusto privilegio que se hizo conceder por las leyes. No confía la victoria a sus fuerzas espirituales, sino a su probada capacidad para el regateo y la amenaza. Y es que, a fin de cuentas, todo indica que no le importa tanto la fe de los miembros de su Iglesia como el resguardo de su propio poder eclesiástico.

es profesor de Ética y Filosofía Política de la UPV.

Archivado En