Editorial:

Objeción sospechosa

NINGÚN REPROCHE cabe hacer al Gobierno porque intente que se cumpla la ley de objeción de conciencia al servicio militar obligatorio. Es su deber. Pero lo que sí sería reprobable es que pretendiera endurecerla por la vía del reglamento que la desarrolla. Y, sobre todo, cuando es probable que dicha ley sufra algunas modificaciones, de acuerdo con la resolución aprobada en el Pleno del Congreso sobre el estado de la nación a instancias del PNV.La actual crisis de la mili está directamente relacionada con el espectacular aumento de objetores -70.000 en 1993, es decir, el 30% del contingente anual...

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NINGÚN REPROCHE cabe hacer al Gobierno porque intente que se cumpla la ley de objeción de conciencia al servicio militar obligatorio. Es su deber. Pero lo que sí sería reprobable es que pretendiera endurecerla por la vía del reglamento que la desarrolla. Y, sobre todo, cuando es probable que dicha ley sufra algunas modificaciones, de acuerdo con la resolución aprobada en el Pleno del Congreso sobre el estado de la nación a instancias del PNV.La actual crisis de la mili está directamente relacionada con el espectacular aumento de objetores -70.000 en 1993, es decir, el 30% del contingente anual-, que hace plausible a medio plazo la insuficiencia de jóvenes conscriptos para cubrir los efectivos del Ejército. El recurso, pues, a medidas de carácter disuasorio que dificulten el ejercicio del derecho de objeción es tentador. Pero puede provocar el efecto indeseable de fomentar todavía más las actitudes de rechazo entre los jóvenes y reforzar las motivaciones ideológicas del fenómeno de la insumisión. El solo anuncio del posible endurecimiento en un futuro próximo de la prestación social sustitutoria a la mili ha bastado para que el número de objetores se dispare hasta los 25.000 durante el primer trimestre de 1994, es decir, un 40% más que el año anterior.

Por lo que se conoce del borrador de reglamento de la objeción de conciencia que prepara el Ministerio de Justicia, el Gobierno parece predispuesto a caer en esa tentación. Elevar de 17 a 18 años la edad mínima para ejercer la objeción de conciencia (en contradicción, por cierto, con el reglamento de reclutamiento del servicio militar, que la fija en el momento de la inscripción para el alistamiento, es decir, a los 17 años) supone un recorte artificioso de ese derecho en un tramo de edad en el que los jóvenes se hacen objetores en mayor número: el 36% del total. Del mismo modo que complicar en exceso el proceso administrativo del reconocimiento de la objeción de conciencia o trasladar miméticamente al servicio social sustitutorio el sistema de prórrogas y exenciones vigente en la mili son medidas claramente orientadas a disuadir a los jóvenes de declararse objetores, y a que realicen el servicio militar (sobre todo si éste, tiene la ventaja de durar nueve meses, frente a los 13 de la prestación social). Pero así se seguirá ahondando en una de las causas que más han contribuido al movimiento deslegitimador de cualquier prestación relacionada con la defensa: el enfeudamiento del servicio social a los valores e intereses del militar como mera modalidad sustitutoria del mismo y no como una alternativa autónoma.

Un reglamento que desnaturalice los principios de la ley de objeción de conciencia, supeditándolos a las necesidades inmediatas del servicio militar obligatorio, podría momentáneamente reducir el número de objetores. Pero pronto se convertiría en un factor de descontento, que agudizaría aún más la contestación entre los jóvenes a todo lo que huela a militar. Más razonable y realista es, en cambio, esforzarse en hacer operativa una ley que no lo ha sido en los 10 años que está vigente y desarrollarla reglamentariamente en coherencia con su contenido.

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El aumento desorbitado de objetores en España, fuera de las pautas al uso en los países europeos, tiene que ver en parte con el desbarajuste existente hasta ahora en la prestación del servicio social sustitutorio. De ahí que uno de los objetivos más inmediatos sea el de dar seriedad a este servicio y evitar que nadie pueda escaquearse de prestarlo simplemente porque no funciona.

Ése es el desafío que tiene ante sí el Gobierno: el de articular un dispositivo duradero, integrado tanto en el ámbito de las administraciones públicas como en el de las organizaciones no gubernamentales de carácter humanitario, que sea capaz de ofertar a los objetores un servicio socialmente útil. Crear esa oferta de manera real y no ficticia no es fácil. Más dificil, en todo caso, que pretender quitarse el problema de encima con modificaciones reglamentarias que sólo lo ocultan.

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