Tribuna:

Robocopia

La cibernética era una entelequia en el horizonte madrileño de los últimos años cincuenta, y los robots, puro delirio de la ciencia-ficción, vía de escape transitada entonces por discípulos de Diego Valor, héroe de tebeo, comandante de los pilotos del espacio con base en Alcalá de Henares, defensor de los intereses galáctico-imperialistas de los belicosos terrestres en su cruzada contra los verdosos wiganes acaudillados por el despótico Me-Kong.El primer robot madrileño aterrizó en las aceras de la Gran Vía, infructuosamente rebautizada avenida de José Antonio en el callejero franquista...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

La cibernética era una entelequia en el horizonte madrileño de los últimos años cincuenta, y los robots, puro delirio de la ciencia-ficción, vía de escape transitada entonces por discípulos de Diego Valor, héroe de tebeo, comandante de los pilotos del espacio con base en Alcalá de Henares, defensor de los intereses galáctico-imperialistas de los belicosos terrestres en su cruzada contra los verdosos wiganes acaudillados por el despótico Me-Kong.El primer robot madrileño aterrizó en las aceras de la Gran Vía, infructuosamente rebautizada avenida de José Antonio en el callejero franquista, para pregonar los inéditos placeres de un moderno salón de juegos automáticos, ingenuos artefactos, prehistoria de todos los videojuegos, arqueología de tragaperras, ingenios burdamente virtuales que no incitaban a sus usuarios a la matanza cósmica ni al exterminio apocalíptico y limitaban sus instintos letales a la caza del oso y al combate cuerpo a cuerpo con gánsteres o pieles rojas.

El falso autómata, que hacía su ronda publicitaria a las puertas de Los Sótanos de la Gran Vía, convocaba la atención de los niños, embutido en su traje futurista de cartón piedra, hierático bajo la hermética escafandra, caminando impasible con mecánicos trancos entre los viandantes terrícolas, heraldo anunciador de nuevos paraísos electrónicos.

En un cine de barrio, programa doble y acomodador experto en sojuzgar motines y algaradas adolescentes, descubrimos que el rostro impenetrable velado por la primitiva máscara robótica era el de José Luis Ozores, actor que supo como ninguno incorporar el ingrato y entrañable papel de ese don nadie que éramos todos en aquella España, suya, pobre y cautiva.

En El tigre de Chamberí, auxiliado en la esquina por el golferas de Tony Leblanc, José Luis Ozores, de profesión autómata publicitario, noqueaba con un derechazo inverosímil y casual a un campeón de boxeo y, de golpe y porrazo, reivindicaba la estirpe, inasequible al desaliento, de todos los perdedores.

Los Sótanos de la Gran Vía, ayer emporio de la modernidad comercial, son hoy catacumbas, zona muerta en una Gran Vía jurásica habitada por dinosaurios de diseño, engendros infográficos, zombies informáticos, replicantes y robocopias. Los Sótanos son una ciudad sumergida, una ciudad fantasma en el corazón herido de Madrid, la tumba del primer espectro robótico y castizo que un día resucitará entre los escombros.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En