Tribuna:

La visera simpática

Fallece el padre de unos amigos y acudo, para la incineración del cadáver, al cementerio de la Almudena. Y esta muerte, al margen de cualquier consideración íntima que no viene al caso, me pone en evidencia hechos sociológicos en los que jamás había reparado. En primer lugar, y dado que este ciudadano falleció en Miranda de Ebro, me entero de que Burgos, la capital de la provincia, no dispone todavía de un crematorio. En consecuencia, este servicio funerario es aún privilegio exclusivo de las grandes ciudades. Y, como la distancia entre Miranda de Ebro y Madrid es considerable, me anuncian un ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Fallece el padre de unos amigos y acudo, para la incineración del cadáver, al cementerio de la Almudena. Y esta muerte, al margen de cualquier consideración íntima que no viene al caso, me pone en evidencia hechos sociológicos en los que jamás había reparado. En primer lugar, y dado que este ciudadano falleció en Miranda de Ebro, me entero de que Burgos, la capital de la provincia, no dispone todavía de un crematorio. En consecuencia, este servicio funerario es aún privilegio exclusivo de las grandes ciudades. Y, como la distancia entre Miranda de Ebro y Madrid es considerable, me anuncian un margen aproximado de media hora para la llegada al cementerio. Llego, pues, con media hora de antelación, un sábado inhóspito de invierno, y me encuentro allí con otras dos familias que están también incinerando a sus muertos. Y, como cuando uno no está ocupado, lógicamente tiene la imaginación por los cerros del camposanto, pienso incluso en la ruta que acaba de seguir el taxista y que, desde luego, ha sido la ruta auténticamente tradicional para traerme a este cementerio. Siempre había venido aquí por la calle de O'Donnell, y el cambio de itinerario, a través del puente de Ventas, me remite al comienzo de la avenida de Daroca, que despliega todas sus evidencias de ser la carretera del cementerio de toda la vida. Esta carretera, con todas las distancias debidas, es el equivalente madrileño de la Vía Appia romana, tan cargada de historia. El servicio de crematorio se anuncia en la propia puerta del cementerio, por lo que el viajero encuentra sin mucha dificultad su destino. Como media hora de espera por estos andurriales da piara memorizar seis cantos de La Ilíada, entro en el edificio adjunto al crematorio y, realmente, tengo la experiencia más total de novela gótica.

No tengo ya la menor duda de que, desde la inauguración de este servicio, a nadie se le ha ocurrido echarle dos gotitas de aceite a esta criminal puerta, que chirría como si se estuviera pillando los cojones en su propio quicio. El sonido es auténticamente atroz. Cuando pienso que este cementerio, que ya ha sido ampliado en dos ocasiones, dispone de, 111 hectáreas, sembradas de tumbas básicamente cristianas y, en consecuencia, amparadas por el Espíritu Santo -que a toda persona sensata le remite inmediatamente a la Trinidad-, no puedo entender cómo a ningún empleado de la limpieza no se le ha ocurrido todavía hacerse en la droguería con un 3-En-Uno y aplicarlo a esta dichosa puerta. Pero, en fin, ya se ha dicho toda la vida "¡Cómo está el servicio de los. cementeríos!"

Abrí, pues, muy suavemente la puerta para evitar reventarle el escroto, y me encontré en una sala convencional cuyo frente está decorado por dos espléndidos cuadros de José Luis Fajardo. Como corresponde a la zona de la ciudad que más tiene que ver con el infinito, un pintor, que partió del expresionismo abstracto y que se educó con El Paso, es el más adecuado para sumirnos con sus bellísimos revuelos líricos en los abismos del Aqueronte. Hasta la maravillosa letra del pie de los cuadros se niega a ser figurativa y, sin lupa, es totalmente imposible leerla. Y, como es una sala de convenciones, para que no sufran los partidarios exclusivos del arte figurativo, a la derecha cuelga un cuadro que, por lo horrendo, se merece que lo cuelgue de un pino la izquierda más extremista.

El acto de despedida del cadáver fue breve, pero nunca podré olvidar el tono de voz cuáquera de la empleada que pronunció las últimas palabras. Aluciné tanto con el tono descafeinado de su voz, en un castellano de academia mortuoria de Nebraska, que tuve que reprimirme para no contestarle con unas etimologías de san Isidoro. Y en el momento en que aquella señora dijo algo así como "se va a proceder a la cremación del cadáver", le vi la visera simpática de jugadora de béisbol. Como digo, la visera era muy simpática, pero, sobre todo, en el sentido en que ha blamos de tinta simpática. Y del mismo modo que en este tipo de tinta para espías las letras no aparecen hasta que se les aplica el reactivo adecuado, la visera de esta empleada sólo resultaba visible cuando abría la boca. Y debo reconocer que, a pesar de la asepsia de su voz, me hubiese encantado que hablase mucho más, porque el corte y los colores psicodélicos de la visera compensaban con creces del miedo de ciervo que te colaba en el cuerpo su pronunciación del castellano. Y, naturalmente, no estoy sugiriendo que para este tipo de actos contraten a Lola Flores. A continuación, otro funcionario, alegando que habían llegado con un cuarto de hora de retraso, anunció a la familia que las cenizas no se las entregarían hasta las nueve de la mañana del día siguiente. La cremación de un cadáver cuesta entre dos o tres horas y aún no eran las seis de la tarde. Así se hace patria y, sobre todo, se incrementa el turismo, porque algunos miembros de la familia se tuvieron que quedar en Madrid.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En