Tribuna:

T. S. Eliot, o el intelectual

Se recordará que, en fechas recientes, algunos conocidos intelectuales irrumpieron en Sarajevo y que, poco después y a propósito de la guerra bosnia, un grupo no desdeñable de ellos incluso especuló con la posibilidad de constituirse en una suerte de Parlamento que hiciera las veces de conciencia moral de nuestro tiempo. Esa obsesión moralizante de los intelectuales no es ciertamente de hoy. Por lo general, además, y contra lo que ellos mismos tienden a creer, esa actitud -el intelectual como conciencia ética- suele ser vista con reservas y hasta llega a provocar un cierto rechazo, sin duda po...

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Se recordará que, en fechas recientes, algunos conocidos intelectuales irrumpieron en Sarajevo y que, poco después y a propósito de la guerra bosnia, un grupo no desdeñable de ellos incluso especuló con la posibilidad de constituirse en una suerte de Parlamento que hiciera las veces de conciencia moral de nuestro tiempo. Esa obsesión moralizante de los intelectuales no es ciertamente de hoy. Por lo general, además, y contra lo que ellos mismos tienden a creer, esa actitud -el intelectual como conciencia ética- suele ser vista con reservas y hasta llega a provocar un cierto rechazo, sin duda porque nace de la injusticia que supone asumir que el trabajo intelectual es por definición egregio y superior. Ortega y Gasset debió darse cuenta de ello. Allá hacia 1914 dijo que lo que los intelectuales debían hacer era trabajar y ser humildes. Luego, en 1940, escribió un ensayo en que proponía como arquetipo de la vida intelectual al humanista valenciano Juan Luis Vives e intencionadamente lo definía como un hombre discreto y de talento, prudente, riguroso, serio, sereno y dedicado a estudio y a la reflexión.En principio, pues, parecería hasta obligado desconfiar del supuesto altruismo humanitario de muchos intelectuales. Nietzsche advirtió que, en muchos casos, tal generosidad no era sino una de las formas más falsas del egoísmo, esto es, mal disimulada egolatría y afán de adular a las mayorías. En un ensayo muy conocido, La traición de los intelectuales (1927), Julien Benda indicó que buena parte de la crisis del mundo contemporáneo se debía precisamente a que los intelectuales habían renunciado a su misión esencial -el trabajo teórico y científico políticamente desinteresado- por el juego de las pasiones políticas (y eso que escribió antes de que se consumase la mayor de aquellas traiciones: la adhesión de intelectuales de gran prestigio a ideas y regímenes totalitarios).

La salud cultural, exige, así, que ignoremos al intelectual Prima donna. En mi especialidad, la historia, cifraría el paradigma del historiador en G. M. Trevelyan (1876-1962), el historiador de la Italia liberal y de la revolución inglesa (aunque es obvio que se podrían enumerar historiadores de talento muy superior al suyo). Por varias razones: por su elegancia moral, por su ecuanimidad, por su brillantez expositiva, por la amplitud de sus conocimientos y porque pensaba que escribir historia contribuía a hacer a este mundo moral e intelectualmente inteligible.

Fuera de esa especialidad, el arquetipo podría ser T. S. Eliot (1888-1965), el poeta nacido en St. Louis y educado en Harvard, establecido en Londres y nacionalizado británico -hasta profesar en el anglicanismo, gesto inusual e insólito-, autor del que es probablemente el mejor poema del siglo, Tierra baldía (1922), y de varias obras de teatro de gran éxito -como Asesinato en la catedral-, y por ello, premio Nobel de Literatura en 1948.

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Las razones de tal elección se me antojan, claro está, como en el caso de Trevelyan, eminentes. Eliot era un hombre reservado, celoso de su privacidad, de vida retirada y ordenada -aunque atormentada-, de pulcritud y cortesía extremas. Su poesía era igualmente singular y distinta: muy culta, impersonal, desnuda de todo sentimentalismo y retórica, aunque alentaran en ella, de forma casi imperceptible y siempre discreta, tensiones e incitaciones románticas. Toda su obra -se ha dicho- no fue sino una búsqueda estética de un nuevo clasicismo y, por lo mismo, un rechazo sistemático del mundo contemporáneo. A Eliot le obsesionaban los principios de orden y civilización. Su ideal era la Europa católica de la Edad Media, una Europa sin patrias ni fronteras, movida por la fe y la tradición, y regida por una Iglesia disciplinada y ascética.

De espaldas a toda moda cultural, desdeñoso de toda forma de exhibicionismo -condiciones esenciales al quehacer intelectual-, inclinado a todo lo que conllevara autoridad, disciplina y orden, Eliot, que se adentró muy poco en política, era, si se quiere, un reaccionario. Pero -y esto es lo que importa subrayar- su educación y su sensibilidad le apartaron siempre de toda necedad. En la pequeña biografía que de él escribió el también poeta Stephen Spender, dijo que T. S. Eliot había ejercitado como nadie esas cualidades esenciales que son la tolerancia, la humildad, la simpatía y la consideración. Pues bien, éstas no son simples condiciones más o menos adjetivas del hombre educado: son formas sustanciales de instalarse en la vida, constituyen una opción moral decisiva; en España, por lo que de inmediato diré, componen, además, un código de conducta verdaderamente revolucionario.

Porque, en efecto, nuestra vida colectiva está siendo, invadida, sobre todo últimamente, por la chabacanería, el charlatanismo, la ineptitud y por una formidable confusión cultural (por lo que resulta que muchos de los que aguardan horas para visitar una exposición artística de calidad excepcional son luego público de golferías televisivas de deleznable factura e insolente plebeyez). La cultura tiene hoy mucho o de espectáculo social o de operaciones de mercado, que los medios de comunicación recogen con abundancia ciertamente, pero atentos sobre todo a explotar la sensación del momento, de forma por lo general superficial y poco selectiva.

De ahí esa opción por Eliot. A mi gusto al menos, la vida intelectual parece reclamar, por lo menos en nuestro país, ante todo una cierta elegancia; elegancia ética, por supuesto, pero también de talante, estilo, hábitos y maneras. Requiere reserva y discreción, y a poder ser cierto escepticismo, y ha de ser incompatible con el histrionismo, la vulgachería y la frivolidad. Exige mesura, equilibrio, orden y serenidad, que son las formas elementales del clasicismo; y, por descontado, exige, además, insobornabilidad, autenticidad y aspiración a la verdad. Lo dijo muy claramente Ortega en una frase espléndida: "El intelectual sólo puede ser útil como intelectual, esto es, buscando sin premeditación la verdad o dando cara a la arisca belleza".

Juan Pablo Fusi Aizpurua es catedrático de Historia de la Universidad Complutense de Madrid.

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