Tribuna:

El despertar del México bronco

Casi, casi, al grito de "¡No, que no, hijos de la chingada!", el temido México bronco despertó de su letargo y sumisión en los remotos Altos de Chiapas, tierra de indígenas y antropólogos, de huipiles y sincretismo. El surgimiento intempestivo de una guerrilla mexicana ha desatado una crisis política en el país, una crisis de imagen en el extranjero y, ojalá, como único resultado positivo imaginable, una crisis de conciencia entre las élites mexicanas, separadas por siglos y abismos de los pueblos indígenas alzados en armas.A falta de mayor información, de conocer cuál será el desenlace -sin d...

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Casi, casi, al grito de "¡No, que no, hijos de la chingada!", el temido México bronco despertó de su letargo y sumisión en los remotos Altos de Chiapas, tierra de indígenas y antropólogos, de huipiles y sincretismo. El surgimiento intempestivo de una guerrilla mexicana ha desatado una crisis política en el país, una crisis de imagen en el extranjero y, ojalá, como único resultado positivo imaginable, una crisis de conciencia entre las élites mexicanas, separadas por siglos y abismos de los pueblos indígenas alzados en armas.A falta de mayor información, de conocer cuál será el desenlace -sin duda trágico- de la situación y con la reserva que siempre se impone ante cualquier acontecimiento de esta índole en México, cuatro reflexiones vienen a la mente. La primera tiene que ver con la guerrilla misma. Se trata, en efecto, y a diferencia de los alzamientos campesinos del Estado de Guerrero a comienzos de los años setenta, de una verdadera guerrilla y no de un grupo más o menos organizado de campesinos enardecidos e insurrectos.

Si bien es evidente que no todos los integrantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional portan armas del calibre y la modernidad de aquellas esgrimidas por sus portavoces en la televisión, no cabe duda de que los varios miles de combatientes forman parte de una estructura definida y coordinada, con mando único y un discurso político posiblemente arcaico pero consistente. La capacidad organizativa, logística, de comunicaciones, de relaciones públicas y la obvia posesión de una táctica y una estrategia militares muestran que estamos en presencia de un grupo que lleva años preparándose y que incluye en su seno a cuadros e instructores bien adiestrados. Ésta no es una jacquerie milenarista, es una guerrilla de fin de siglo.

En segundo lugar, su simple surgimiento denota una falla o un misterio casi incomprensible en el funcionamiento del aparato de Estado mexicano. Desde hace casi tres años se habla de una guerrilla en Chiapas; en julio y agosto de este año, el diario La Jornada y la revista Proceso publicaron amplios reportajes sobre combates en la selva Lacandona y en el poblado de Ocosingo. Como dijo Carlos Montemayor, el destacado escritor mexicano y acucioso conocedor de la historia de la lucha armada en México, "en esas regiones, las montañas tienen ojos". Todo se sabe, y los servicios de espionaje mexicanos, por corruptos y desalmados que sean, tienen una reputación de eficacia y celeridad bien merecida. Cuando quieren capturar a alguien, saber algo o infiltrar a un grupo y desactivarlo, lo hacen bien.

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Nadie entiende cómo varios miles de campesinos chiapanecos, dirigidos por líderes indígeneas y ladinos, tanto de la región como del resto de la República, pudieron entrenarse, pertrecharse y preparar una operación tan compleja y tremendamente ambiciosa sin que nadie se diera cuenta. Todo ello resulta aún menos entendible si se recuerda que el actual secretario de Gobernación y responsable de la seguridad del país, Patrocinio González Garrido, fue hasta principios de 1993 gobernador de Chiapas, y en realidad conservó el control político de su Estado. Existe allí una grave deficiencia en el Gobierno de Carlos Salinas de Gortari, que revela o bien una inmensa inconsciencia -que hubiera permitido adrede el estallido para lograr un determinado objetivo político- o una descomposición interna mucho más aguda de lo que se pensaba.

En tercer lugar, el estallido de Chiapas da la razón a los obstinados y vilipendiados críticos, opositores y escépticos mexicanos que desde 1988 insisten en que el rumbo del régimen del presidente Salinas llevaría, tarde o temprano, a una crisis de magnas proporciones. Ello, se advertía, sucedería en un país no mágicamente propulsado al Primer Mundo por titulares periodísticos irresponsables o por acuerdos cupulares de comercio, sino en uno firmemente anclado en el Tercer Mundo de siempre: un país que encierra vanas naciones segregadas, injusticias y desigualdades, autoritarismo y corrupción, pobreza y marginación.

La sublevación en Chiapas es un símbolo de esa crisis, pero esta última no se acaba allí. Tampoco es un fenómeno exclusivamente étnico ni atribuible únicamente a la pobreza y al atraso -indudables, por lo demás- del Estado de Chiapas. En realidad, si bien Chiapas es en efecto uno de los Estados más atrasados de México, también es uno de los cuatro Estados hacia los cuales el Gobierno ha concentrado sus mayores esfuerzos y recursos para combatir la pobreza a través de su llamado "programa de solidaridad". El problema de Chiapas, y que dio origen a la guerrilla, no es sólo de atraso, de marginación indígena y de aislamiento. Es, ante todo, un problema político.

En Chiapas, bajo Salinas, se gastó dinero, pero se conservaron y fortalecieron incluso las estructuras políticas y sociales autoritarias, corruptas y oligárquicas. Las autoridades estatales y el propio Ejército actuaron ahora y desde hace años descaradamente a favor de los ganaderos en el despojo de tierras a las comunidades. Las fuerzas de seguridad y, de nuevo, el Ejército reprimieron a los pueblos indígenas sin clemencia: violaron derechos humanos y mujeres, encarcelaron a dirigentes y a curas, quemaron pueblos y aldeas, y dejaron pendientes demandas ancestrales. La concepción típicamente economicista y despótica ilustrada del régimen de Carlos Salinas derivó en una política condenada al fracaso: gastar dinero para salvar los muebles. Los chiapanecos, como millones más de mexicanos, no sólo quieren dinero a cuentagotas, sino recursos reales y participar en las decisiones de cómo se gastan, por quién y dónde. Y sobre todo, quieren que se les trate con dignidad, que no se les humille ni se les golpee o reprima.

De allí, la cuarta y última reflexión: México no puede seguir siendo gobernado como hasta ahora. El problema de Chiapas es México; no es social o económico, sino político. La aparición de una guerrilla, por efímera que pueda resultar, significa que existen mexicanos que no creen en la vía electoral para canalizar sus demandas. Ya se sabía: encuesta tras encuesta indican que más de la mitad de los votantes no cree en la limpieza de los procesos electorales. El Gobierno de Carlos Salinas dedicó cinco años, millones de dólares, hectolitros de tinta y una infinidad de apoyos y amistades internacionales para destruir a la única oposición que podía encauzar electoralmente las demandas y el descontento de sectores como los de Chiapas: el cardenismo. Lo tachó de radical, extremista, violento y anacrónico creyendo que en un país de magnates y yuppies del PRI y de abogados criollos y clasemedieros del PAN cabrían 90 millones de mexicanos. Cárdenas aparecía así como el mal mayor que era preciso evitar a toda costa, aun a costa de la democracia, de los derechos humanos, de una deteriorada imagen internacional.

Hoy resulta que Cárdenas es, como muchos pensaban, un mal menor. El mal mayor verdadero está en los Altos de Chiapas, en la montaña de Guerrero y los barrios de Netzahualcoyotl, en las barrancas de Tijuana. Es la violencia, la desesperación, la impotencia y la rabia. Es el recurso irracional y condenable a las armas, el rechazo a la legalidad y a la vía electoral. La nueva configuración del espectro político mexicano que surge de Chiapas, de ser duradera, es más fiel al país real. De darse por fin la democratización mexicana eternamente pospuesta, la ira indígena de Chiapas y tantos otros odios y resentimientos sublimados en el México mestizo de fin de siglo podrán expresarse donde deben: en las urnas. El mal mayor se evitaría en serio, y los males menores -cardenistas renovados para unos, priístas democratizados para otros, panistas provincianos para otros más- conformarían un país en el que caben todos los mexicanos, incluyendo al comandante Marcos y a los habitantes de San Juan Chamula. No sería la peor consecuencia de la toma armada y con pasamontañas de San Cristóbal de las Casas.

Jorge G. Castañeda analista mexicano, es autor de La utopía desarmada: el futuro de la izquierda en América Latina.

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