Tribuna:

Fracaso parcial

El autor analiza por qué considera un fracaso parcial de la estrategia liberal-democrática la firma, el pasado día 15, por los primeros ministros británico e irlandés de una declaración en la que se concede a los norirlandeses el derecho a decidir su futuro.

La declaración de Downing Street obliga a la meditación en tomo a la experiencia de Irlanda del Norte, el más desgraciado episodio de conflicto nacional de la Europa occidental en las últimas décadas. A propósito de esa declaración, pienso que se hace inevitable aceptar el fracaso parcial, esperemos que no definitivo, de una estrategia liberal-democrática en el modo de tratar este tipo de problemas.El fracaso en cuestión sería visible, en primer lugar, en la eficacia de hecho de una estrategia terrorista, de lucha armada, por parte de los partidarios de la reunificación irlandesa. No estaríamo...

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La declaración de Downing Street obliga a la meditación en tomo a la experiencia de Irlanda del Norte, el más desgraciado episodio de conflicto nacional de la Europa occidental en las últimas décadas. A propósito de esa declaración, pienso que se hace inevitable aceptar el fracaso parcial, esperemos que no definitivo, de una estrategia liberal-democrática en el modo de tratar este tipo de problemas.El fracaso en cuestión sería visible, en primer lugar, en la eficacia de hecho de una estrategia terrorista, de lucha armada, por parte de los partidarios de la reunificación irlandesa. No estaríamos en el punto en que ahora nos encontramos si miles de muertos no hubieran propiciado el cansancio de la sociedad británica y de Irlanda del Norte ante un pleito inacabable. El resultado ha sido que la voluntad de la mayoría no ha podido imponerse a la fuerza de las bombas y de las pistolas, y que los argumentos, en Absoluto desdeñables, de los partidarios de la reunificación han necesitado el respaldo de la violencia para hacerse oir con eficacia. Habremos de convenir en que se está pagando un precio muy caro, acaso inevitable, en la búsqueda del fin de la violencia.

No menos lamentable, en segundo lugar, ha resultado la estrategia de Londres en el tratamiento del contencioso. La presencia del Ejército en las calles del Uster fue un gran error que puso de manifiesto los límites de un modelo de organización policial que hasta ayer se nos estuvo presentando como el ejemplo más acabado de adecuación a la defensa del orden desde coordenadas democráticas. El tema del Ejército apenas es significativo, sin embargo, en comparación a la estrategia de rutinización del asesinato, que durante mucho tiempo se consideró la mejor respuesta al terrorismo del IRA. Confiar en la capacidad de las sociedades occidentales, incluso de las más flemáticas, para convivir con altos niveles de violencia ha resultado al fin, entre otras cosas, una absurda ingenuidad. La exigencia hobbesiana de liquidar el estado de guerra civil generalizada termina siempre imponiéndose, incluso al precio de tener que alterar las reglas de juego de la vida política. Resulta obvio que esa alteración puede producirse por vías diferentes y que siempre quedará abierta la posibilidad de que se lleve a cabo en la línea demandada por los propios violentos.El fracaso de la política liberal-democrática se ha completado, en tercer lugar, con la incapacidad para llevar a cabo una movilización social generalizada en contra de la violencia, en línea con lo que parecía insinuarse a raíz de los últimos atentados con objetivos civiles e indiscriminados, dentro del Ulster. De este fracaso es parcialmente responsable el Gobierno de Londres, pero lo es en mucha mayor medida la opinión unionista de Irlanda del Norte. La patria del pluralismo no ha sabido insuflar ese valor entre sus leales irlandeses. Estos últimos han sido responsables en muy buena medida de que llegaran hasta hoy los ecos de un conflicto desgarrador, el de Irlanda con Gran Bretaña, en que la mezcla de componentes religiosos, económicos, culturales y sociales convierte casi en cosa de broma la historia de otros pleitos nacionalistas de la Europa occidental. Por insoportable que haya sido, y sea, la presión del IRA y el fundamentalismo nacionalista de una parte de la comunidad católica irlandesa, nunca podrá ser convalidada la imprudencia y la falta de flexibilidad de una mayoría unionista que no ha sabido entender el alcance de un pluralismo que justifica su propio estatuto a raíz de la independencia.

Que el Gobierno de Londres plantee ahora su nulo interés económico y estratégico en Irlanda del Norte es un cuarto motivo de preocupación desde la defensa del sistema liberal-democrático. Esta postura tiene algo de secesión a la inversa, de insinuación de un singular derecho de expulsión -reflejado en parte en la actitud de los checos ante la ruptura de Checoslovaquia-, que puede terminar complicando todavía más los actuales contenciosos nacionalistas de la vida europea. Si no resulta feliz el razonamiento insinuado por John Major, tampoco es motivo de especial satisfacción el papel del primer ministro irlandés, J. Reynolds. Los silencios y ambigüedades de la verde república, del mismo modo que la actitud de algunos sectores de opinión norteamericanos, han sido elementos coadyuvantes para el terrorismo del IRA. Lástima que el compromiso activo y eficaz con la paz de la República de Irlanda haya necesitado del estímulo previo que representa la aceptación británica de la hipótesis de la reunificación.

Todas estas circunstancias introducen algunas limitaciones en el optimismo, parcialinente justificado, que abre la declaración de Downing Street. Vista desde los intereses españoles, esa declaración no debe tener especial significado. La hipótesis de reunificación de Irlanda apunta hacia un cierto reverdecimiento de los viejos nacionalismos liberales de signo integrador. Apagada la llama del iberismo, nosotros, tan ricos en nacionalismos de todo orden, no contamos con movimientos e ideologías que apunten en esa dirección. Siendo algo menos optimista, estimo indispensable recordar que ha sido siempre extraordinariamente forzado buscar paralelismos entre el trágico contencioso histórico irlandés y nuestros más modestos problemas nacionales. Marcar distancias en relación al Ulster antes de que se produzca la fatal confluencia entre las aspiraciones de algunos nacionalistas catalanes y vascos y la frivolidad y la estulticia de significativos sectores de opinión del resto de España me parece, en todo caso, empresa de la máxima urgencia.

Más probable es la incidencia del camino que ahora se inicia en la vida de nacionalismos británicos como el escocés o el galés, e incluso en el nacionalismo británico de signo global. Lo que es evidente es que el presente estado de la cuestión irlandesa puede abrir una nueva etapa en el seno de algunos de los movimientos nacionalistas de signo etnoterritorial del Occidente europeo; un proceso que habrá que seguir con atención desde la perspectiva española.Andrés de Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado de la UNED.

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