Editorial:

La Unión Europea

EN CONDICIONES normales, la ratificación del Tratado de Maastricht por el Tribunal Supremo alemán -la última que faltaba de entre los 12 socios comunitarios- señalaría el inicio de los festejos: la gran maquinaria que construye Europa ha sido aprobada por todos, los planes han sido aceptados, las revisiones constitucionales aún pueden llegar en el momento previsto.Con un poco de buena voluntad podría celebrarse la continuación del proceso de Maastricht como si ninguna dificultad se hubiera producido en ese proceso: ni los referendos daneses, ni las angustias británicas, ni las dudas de Francia...

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EN CONDICIONES normales, la ratificación del Tratado de Maastricht por el Tribunal Supremo alemán -la última que faltaba de entre los 12 socios comunitarios- señalaría el inicio de los festejos: la gran maquinaria que construye Europa ha sido aprobada por todos, los planes han sido aceptados, las revisiones constitucionales aún pueden llegar en el momento previsto.Con un poco de buena voluntad podría celebrarse la continuación del proceso de Maastricht como si ninguna dificultad se hubiera producido en ese proceso: ni los referendos daneses, ni las angustias británicas, ni las dudas de Francia, ni el pinchazo del sistema monetario, ni el europesimismo agravado por la gran crisis económica, ni el renovado conflicto entre nacionalismos, ni la reserva europea ante los estallidos bélicos -que hacen de la nueva política exterior y de seguridad común un objetivo todavía muy a largo plazo-, ni la evidente necesidad de reforma interior, ni las complicaciones que plantean los nuevos candidatos. Nominalmente, al menos, podría afirmarse que al final han sido vencidos todos los problemas.

¿Por qué, entonces, ha perdido gas la idea de una sola entidad política y económica para todo el continente? ¿Por qué son pocos los que se atreven a hablar, como prevé el Tratado de Maastricht, de la Unión Europea (UE) como de una realidad? La letra ha sido aprobada y ahora falla el espíritu. La respuesta a todo ello es la de que la UE ha echado a andar lastrada por cuatro problemas. Tres políticos y uno económico: el déficit democrático, el déficit de soberanía, la complejidad de la ampliación a Austria, Suecia, Noruega y Finlandia y la imposibilidad aparente de proseguir con la unión monetaria. Los acontecimientos del día son un compendio de todos ellos.

El Tribunal Supremo alemán se ha inclinado por una triple opción ideológica que refleja con bastante precisión el estado de ánimo de la ciudadanía. Ha ratificado Maastricht, evitando así segarle la hierba bajo los pies a un Gobierno tradicionalmente proeuropeo; vigilará el déficit democrático, dando de este modo satisfacción a los escrúpulos que plantea la UE a la izquierda alemana más proeuropea; y estará atento a las disposiciones de Maastricht que tiendan a limitar la soberanía nacional, satisfaciendo así los reparos de la derecha. ¿Se trata de un distanciamiento alemán de Europa? Naturalmente que no.

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El actual ánimo alemán se deduce en parte de la recuperación de la soberanía plena y de la identidad nacional, y en parte también del esfuerzo económico exigido por la reconstrucción económica del antiguo bloque soviético y el mantenimiento de la industria propia a la cabeza del mundo desarrollado. Muchos alemanes identifican su esencia con la Europa unida, pero no quieren sumergirse aún más en una economía comunitaria a la que culpan de sus actuales dificultades.

La ratificación del Tratado de Maastricht, por su parte, coincide con un ligero cambio de rumbo electoralista del Partido Conservador británico. Una derechización que ha satisfecho a Margaret Thatcher y que refuerza la tendencia segregacionista británica. Es significativo que el secretario del Tesoro, Michael Portillo, haya advertido a los candidatos tories a las elecciones europeas del año próximo que toda defensa de los criterios federalistas puede costarles la elección. Una vez más, el ánimo político británico parece inclinarse hacia el distanciamiento de Europa.

Y al mismo tiempo, el regreso de los socialistas del PASOK al poder en Grecia, tres meses antes de que Atenas se convierta nuevamente en presidente semestral de la CE, podría no ser la mejor de las noticias para los proeuropeos. Durante su anterior etapa de Gobierno, el anciano líder socialista Andreas Papandreu hizo de Grecia el socio más incómodo de la CE. Si la actitud nacionalista de que ha hecho gala hasta ahora el jefe del PASOK con referencia al reconocimiento de Macedonia es la vara de medir a que atenernos, las cosas no habrán mejorado mucho.

Finalmente, la ampliación comunitaria plantea con renovada urgencia la disyuntiva entre dos prioridades: ¿reformar la CE primero o ampliarla antes? ¿O hacer ambas cosas a la vez? La reforma que daría cabida a los cuatro primeros candidatos al ingreso amenaza con alterar el equilibrio comunitario interno, reduciendo el peso de los países menores -puesto que altera el sistema de voto ponderado-, limitando el número de comisarios en Bruselas, reformando el sistema de presidencias semestrales y, en definitiva, afectando a los diferentes grados de ejercicio de la propia soberanía de los Estados miembros con referencia a la Comunidad. La próxima cumbre comunitaria del 29 de octubre va a tener que empezar a inclinarse por uno de los dos criterios.

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