"A comer margaritas"

El temido cierre de Zona Franca atormenta a familias con dos generaciones en Seat

Le cuesta decirlo, pero al final confiesa con cierto pudor que es de los que no pueden dormir por la noche. Como si el hecho de reconocerlo diera crédito al fantasma del cierre. Manel Vicente, barcelonés de 53 años, está atormentado. No sólo peligra su puesto de trabajo en la planta de Seat, en Zona Franca. Es su mundo el que se viene abajo: lleva media vida empleado en esa industria, su hijo de 26 años le ha seguido los pasos y vive junto al barrio dormitorio que Seat creó para alojar a sus obreros. "Seat ha sido mi vida. No quiero, no puedo imaginar qué pasaría si nos quedamos en la calle".M...

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Le cuesta decirlo, pero al final confiesa con cierto pudor que es de los que no pueden dormir por la noche. Como si el hecho de reconocerlo diera crédito al fantasma del cierre. Manel Vicente, barcelonés de 53 años, está atormentado. No sólo peligra su puesto de trabajo en la planta de Seat, en Zona Franca. Es su mundo el que se viene abajo: lleva media vida empleado en esa industria, su hijo de 26 años le ha seguido los pasos y vive junto al barrio dormitorio que Seat creó para alojar a sus obreros. "Seat ha sido mi vida. No quiero, no puedo imaginar qué pasaría si nos quedamos en la calle".Manel es el presidente del club de petanca de los trabajadores de Seat, pero el lunes por la tarde no está para juegos. Está sentado en un banco mirando cómo su mujer, Loli, cordobesa, y sus amigos, muchos de ellos empleados o jubilados de la empresa, se entretienen jugando con las bolas en unas pistas trazadas en un descampado poco iluminado. "Así pasamos el rato", explica, "pero a veces, en vez de jugar, sólo hablamos de crisis y más crisis".

Es de los pocos que quieren charlar. Porque hay miedo y cualquier pretexto sirve para escabullirse. Un anciano, ataviado con un chándal, elude la conversación: su hijo tiene un cargo en la empresa y no quiere perjudicarle. Y así, un montón. "Mi viejo no quiere hablar". Carlos, de 23 años, parecía por la mañana dispuesto a todo, pero ha dado marcha atrás. Su padre y su hermano están en Seat. El está parado. "Al final, a comer margaritas, pero los alemanes y Superlópez se van a enterar", amenazó el chaval. Pero por la tarde se le pasaron las ganas de hablar.

"Imagina el panorama: mi mujer no trabaja; Sonia, mi hija, que ha estudiado administrativo, no ha encontrado aún su primer empleo y Josep Manel, el chico, está también en Seat. Me aterroriza pensar", confiesa Manel, "que los cuatro nos quedemos sin nada". Hay un dato, una fecha, que le obsesiona especialmente: tiene 53 años, una edad que le aleja de la jubilación anticipada y le dificulta tremendamente encontrar un nuevo trabajo. Su esperanza reside en que Seat, recuerda, nunca ha tomado decisiones demasiado drásticas.

La noche se viene encima. Y hoy la familia Vicente tiene prisa. Josep Manel, el hijo, tiene que tomar un tren expreso hacia Ceuta. Está haciendo la mili. Ha disfrutado de unos días de permiso y debe regresar al cuartel. Treinta días más y tendrá la licenciatura en el bolsillo. "El chico se lo toma de forma diferente porque es joven. Tiene toda la vida por delante", explica el padre, mientras se encamina a su domicilio, en la calle del Bronze. Incluso cree que la mili le ha servido a Josep Manel para salvarse de la regulación, ese descanso forzado de 10 meses que se concede a los empleados para aliviar la crisis de la empresa.

Son dos generaciones distintas metidas en un mismo barco. Algo muy común en las familias de trabajadores de Seat. Josep Manel ha tenido la vida más fácil que su padre: fue a la Universidad, donde estudió la carrera de Historia, aunque por pereza, le recrimina su familia, no la acabó. Gracias a su padre, entró en Seat a los 20 años, donde controla el tiempo de producción. Cobra 130.000 pesetas al mes. Manel, en cambio, tuvo que esperar a cumplir los 40 años para cursar la formación profesional en la escuela de Seat. Cuando era un niño, con 12 años, tuvo que empezar a ganarse el pan y no finalizó ni los estudios primarios. A los 26 entró en Seat cómo mecánico de máquinas de coser de las telas que cubrían los asientos. Eran los tiempos del 600 y del 1.500. Ahora trabaja en el departamento de procesos de la planta, donde se organiza la producción de la fábrica, un puesto cómodo, lejos de la monótona cadena de producción.

"Cuando ves en la tele noticias sobre los problemas en Moscú, te sabe mal, pero bueno, queda lejos. Pero ahora, estás comiendo y es duro ver noticias que hablan de ti". Josep Manel es un chico alto, de ojos claros, rubio. Una fotocopia de su padre. Se le nota que vive el problema a distancia, que la mili es casi un mal menor. Confía en que no le asignen la regulación, pero también es realista: antes había 25 personas en su sección. Ahora que dan ocho.

Es un lunes casi festivo en el barrio porque en Seat se disfrutó el puente del Pilar. Pero cuesta encontrar aparcamiento. "Antes, con cuatro días libres, todo el mundo se marchaba. Ahora nadie se mueve de casa", explica Manel mientras espera en la calle que su hijo vaya a buscar el petate para acompañarlo a la estación de Sants. "A mí se me escapan las razones de la crisis. La devaluación de la peseta ha influido, pero no me explico las grandes inversiones del año pasado [se refiere a la planta de Martorell] para que luego haya pasado esto", reconoce este hombre, que insiste machaconamente en el problema de sus 53 años. No es para menos: desde hace días los mismos empleados se prestan cruelmente a sondear la edad promedio: "Es una tortura. Cada dos por tres, viene al guien y te dice: '¿Tienes tantos años? Pues tú, a la calle". Padre e hijo se meten en un Ibiza y se van. No queda mucho para que salga el tren.

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