Tribuna:

¿Adónde va la economía mundial?

La cumbre del G-7 (Grupo de los Siete países más industrializados) celebrada en Tokio a principios de julio de este año ha sido un fracaso. La economía mundial atraviesa una prolongada recesión desde hace varios años y, de hecho, todos los países europeos, con excepción del Reino Unido, tuvieron un crecimiento negativo en el pasado año; Alemania, la economía "más fuerte", registró un descenso del 2,5% en su producto interior bruto (PIB); Japón creció, en torno al 1%, y Estados Unidos, alrededor de un 2,5%, pero ello supone la mitad de lo que podría esperarse en un ciclo ascendente. El desemple...

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La cumbre del G-7 (Grupo de los Siete países más industrializados) celebrada en Tokio a principios de julio de este año ha sido un fracaso. La economía mundial atraviesa una prolongada recesión desde hace varios años y, de hecho, todos los países europeos, con excepción del Reino Unido, tuvieron un crecimiento negativo en el pasado año; Alemania, la economía "más fuerte", registró un descenso del 2,5% en su producto interior bruto (PIB); Japón creció, en torno al 1%, y Estados Unidos, alrededor de un 2,5%, pero ello supone la mitad de lo que podría esperarse en un ciclo ascendente. El desempleo permanece en niveles asombrosamente altos. Cerca de 17,5 millones de personas se hallan sin trabajo en los doce países de la Comunidad Europea, un 10,3% de su población activa. La OCDE pronostica que el paro, en sus 19 países miembros, se situará en 23 millones, un 12% de la población activa. En el curso de un año, el desempleo de EE UU ha permanecido anclado en tomo al 7% de la población activa, con pocos visos de cambio, mientras un número cada vez mayor de empresas reduce su plantilla, especialmente de empleos administrativos. Todos los países se enfrentan a elevados déficit públicos que han crecido más del doble desde 1989 en el mundo industrializado, y hoy, en el 4% del PIB, se hallan cerca de cotas históricas, sólo alcanzadas anteriormente en época de guerra. En EE UU, la deuda federal ha crecido dos veces más en la última década de lo que creciera en los 200 años posteriores a su independencia, llegando a 3,2 billones de dólares, y el pago de los intereses absorbe en la actualidad casi el 20% del presupuesto federal.Pese a ello, en Tokio no se dieron pasos serios para acometer estos problemas, o al menos para identificar las causas subyacentes de la recesión, y mucho menos para emprender acciones concertadas. Gran parte de la atención se centró en el presidente Clinton y su insistencia en los problemas con Japón. También se centró en Miyazawa, entonces primer ministro de este país, y en sus promesas -una vez más- de liberalización comercial, si bien rehusó asumir cuotas u objetivos específicos para el aumento de las importaciones japonesas (o la limitación de las exportaciones). Pero esto es algo que no significa nada, tal como explicaré después. Clinton habló de la necesidad de completar la ronda Uruguay del GATT y los países del G-7 acordaron reducir las barreras comerciales, pero el principal escollo del GATT se halla en la agricultura y en los servicios, y aquí no se adoptaron decisiones. Clinton habló también de la necesidad de tomar medidas de empleo y anunció una cumbre económica que se celebraría en el último trimestre del año en Camp David (EE UU), pero no hubo declaraciones sobre los temas concretos que en ella se discutirán. En resumen, una buena dosis de relaciones públicas pero poca sustancia. Y cómo iba a ser, desde el momento en que las naciones del G-7 rehusaron analizar las razones de la recesión internacional y reflexionar sobre la falta de acuerdo en cuanto a los pasos a seguir. Una razón fundamental -que también explicaré más adelante- es que la naturaleza de la economía mundial está cambiando radicalmente a resultas del proceso de globalización. Hasta ahora, el crecimiento comercial ha permitido a casi todas las naciones una cierta mejoría; aunque algunas, como Japón, hayan ganado más que otras. Hoy estamos ante una situación en que unas naciones ganan y otras pierden. La balanza se inclina hacia los países en desarrollo, y mientras los países de Extremo Oriente crecen, otros, en particular Europa y en alguna medida también EE UU, se mantienen o pierden. Bajo tales circunstancias, las presiones de proteccionismo siguen aumentando.

Para comprender la situación hay que remontarse a la historia de la última década para ver cómo las economías avanzadas han llegado a la apretada situación actual, y luego buscar nuevas formas de globalización para ver los cambios que se avecinan.

Hay una distinción esencial entre la economía real de un país y su economía nominal, o denominada del dinero. La economía real es la capacidad productiva de una sociedad, medida por la acumulación de capital en maquinaria y bienes de equipo, el nivel de ahorro, la cualificación de su personal y la ventaja competitiva en áreas específicas, ya sea por una más alta tecnología o por bajos salarios. Todo esto produce un índice natural de crecimiento económico que se basa en estos factores. Los índices que van más allá de estas cifras son a menudo artificiales. Proceden de un fuerte endeudamiento en el exterior; de estímulos fiscales; de un gasto público que puede ser inflacionista si va más allá de una cierta capacidad productiva; de la inflación de activos de capital o de oferta monetaria, cuando no de una combinación de estos factores. Pero los cimientos de una economía real son sus índices de productividad, que derivan de sus inversiones de capital y de la formación de su personal.

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La economía nominal, o expresada en dinero, obedece a los flujos de capital, a la manipulación de tipos de cambio para el valor de su divisa, a la inflación artificial de una base de capital, al reciclaje de capital (como en el caso de las transferencias del dinero del petróleo) o a las enormes deudas contraidas por los países en desarrollo (como los grandes créditos suscritos por las naciones de Latinoamérica).

El boom económico de los ochenta se basó en la actividad febril de esta economía del dinero. Algunos autores, como Peter Drucker, incluso argumentaron que la economía mundial se había desplazado hacia una nueva fase en que estos flujos de capital eran los factores decisivos sobre los que descansaba la expansión económica.

Pero todo esto se demostró como ilusorio. Ninguna economía puede ir más allá de su base económica real por mucho tiempo y "construir pirámides" -como en el caso de los abultados precios de inmuebles en Japón, que permitían a las empresas avalarse con activos artificialmente elevados- o "tomar prestado de su propio futuro", mediante el incremento de su deuda (como en

EE UU), propiciando la inversión especulativa en casas o valores.

Pero llega un momento en que se alcanza el límite. La fuerte reducción de impuestos y el creciente gasto público de EE UU durante la Administración de Reagan triplicó el déficit del Gobierno, de forma que en tomo al 20% del presupuesto federal se destina al pago de intereses de la deuda pública. Ja-

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pón tuvo una economía de burbuja, al aumentar los bancos su base crediticia con activos de capital sobrevalorados. La caída de los precios del petróleo, los fallos en que incurrieron los países latinoamericanos, el crédito especulativo de los bancos, todo vino a poner en tensión el sistema financiero en el mundo. Cuando el Banco Internacional de Pagos (BIS), regulador a nivel mundial, se pronunció a favor de obligar a cada banco a reforzar y aumentar sus recursos de capital, muchos países tomaron nota de los peligros que se cernían sobre sus propios sistemas bancarios. En Japón, el ministro de Finanzas se encargó de explotar la burbuja. En EE UU, las asociaciones de crédito y ahorro (creadas para financiar la construcción de viviendas), que habían adquirido un buen puñado de bonos basura, empezaron a tambalearse, y muchos de los mayores bancos de EE UU se vieron en apuros con sus enormes créditos comerciales a la construcción, al igual que ocurriera en el Reino Unido, donde el gran proyecto de los Canary Docks, el mayor de su género en el mundo, se declaró en quiebra.

A la vista de los problemas de cada país, los fundamentos de la economía real empezaron a afirmarse. Las distintas economías estaban sobrecalentadas y habían, por así decirlo, hipotecado su futuro, de forma que las tasas reales de crecimiento cayeron inevitablemente por debajo de niveles históricos, e incluso en algunos casos pasaron a ser negativas.

¿Qué se puede hacer? En política económica hay dos caminos que se pueden tomar: gestión de la demanda y reajustes estructurales. La gestión de la demanda supone la combinación de las políticas fiscal y macroeconómica para estimular o enfriar la economía. El reajuste estructural implica un cambio en los sectores de la actividad económica, tal y como Japón hizo con éxito después de 1973 al desplazarse desde la industria pesada a los sectores de alta tecnología. No hay contradicción entre ambos. El primero es una respuesta al carácter cíclico de la actividad económica, y el segundo, a los cambios estructurales a largo plazo que requiere una economía sacudida.

De cualquier forma, en ambos supuestos las economías industrializadas están atadas. Con un desempleo tan elevado en Europa y EE UU, la lógica de una recuperación pasa por el estímulo fiscal al incremento de la demanda. Pero con déficit públicos tan altos un estímulo demasiado fuerte está abocado a ser inflacionista y elevar los tipos de interés. La Administración de Clinton se enfrenta a los problemas de esta doble atadura. Clinton habla de empleo, pero la mayoría del Congreso, incluyendo a muchos de su propio partido, quiere reducir el déficit público lo primero, ya sea con más impuestos o con el recorte en el gasto, medidas deflacionistas en suma. La mayoría de los países europeos quiere elevar la demanda mediante estímulos fiscales, pero Alemania ha venido manteniendo una política antiinflacionista con altos tipos de interés. Tal y como indicaba en un artículo en octubre de 1992, el Bundesbank, en respuesta a la creciente oferta monetaria en el interior de Alemania, "apretó las clavijas", y con ello casi ha hecho naufragar el Sistema Monetario Europeo (SME). Finalmente, el Reino Unido abandonó el SME para huir de las presiones deflacionistas. El franco francés, que ha venido siendo la principal divisa ligada al marco alemán, se ha visto sometido a un ataque creciente y muchos se preguntan si el SME no colapsará antes de fin de año.

Con estas presiones contradictorias, cualquier esfuerzo del G-7 por alcanzar una coordinación económica de forma sincrónica y con armonía resulta muy improbable. Quizá Japón ensaye medidas de estímulo fiscal, dada su tasa relativamente baja de paro (aunque algo encubierta por el hecho de que muchas empresas todavía mantienen trabajadores que no necesitan realmente). También puede optar por esta vía la Administración de Clinton, aunque puede que no sea capaz de ponerla en práctica debido a la oposición en el Congreso. Por su parte, Francia intentará elevar sus ingresos públicos con la privatización de empresas públicas. Pero Alemania mantiene su política antiinflacionista. Y como no hay una salida clara para ningún país, sus economías permanecerán estancadas, con poco crecimiento y escasa mejoría en empleo.

Japón se va a convertir en un objetivo cada vez más claro, especialmente para EE UU. El superávit por cuenta corriente nipón fue de 117.600 millones de dólares en 1992, y se espera que alcance los 140.000 millones este año. Tan sólo con EE UU, el superávit japonés es de 50.000 millones de dólares. El nivel bruto de ahorro de este país en 1990 fue del 34,6% del PIB, comparado con el 14,4% de EE UU. Los precios son altos en Japón, pero no se importan bienes de consumo, y la penetración de bienes manufacturados es de sólo el 3% comparado con el 8% de EE UU. Las importaciones no petroleras de Japón en porcentaje sobre el PIB son de un 7%, frente al aproximadamente 15% de hace tres décadas. Con el colapso del Gobierno del PLD, las presiones para la apertura de los mercados cerrados nipones aumentarán.

Al mismo tiempo, se redoblarán las presiones para limitar las exportaciones japonesas. Pero aunque se hable mucho ahora sobre cuotas y objetivos en este sentido, el arma verdadera es la fortaleza del yen. En los últimos ocho años el yen se ha visto fortalecido de modo constante frente al dólar. El primer paso vino dado en septiembre de 1985, en el denominado Acuerdo Plaza, cuando el entonces Grupo de los Cinco decidió devaluar el dólar en los mercados internacionales de cambio para estimular la economía y las exportaciones de EE UU. Este acuerdo hizo que el yen pasara de 240 a 160 por dólar a finales de 1986, y a 122 al concluir 1987. Los principales fabricantes de automóviles de Japón, ante la perspectiva de tener que elevar los precios de sus exportaciones para compensar la escalada de su moneda, comenzaron a construir cadenas de montaje fuera del país, aunque los componentes se fabricaban en Japón y se fletaban al exterior. Sin embargo, Washington se ha opuesto a la importación de componentes y el yen ha llegado a cotizar a 110 respecto al dólar, y puede que suba aún más a finales de año.

Detrás de esto existe una estrategia calculada por parte de

EE UU. Poca gente recuerda la situación de hace veinte años, cuando la alemana Volkswagen había conseguido una significativa penetración en el mercado estadounidense con su económico escarabajo y, posteriormente, con el rabbit. Pero cuando el marco alemán empezó a subir respecto al dólar, las empresas alemanas se vieron obligadas a elevar los precios y, consiguientemente, perdieron su competitividad en el mercado americano. Hoy se venden pocos Volkswagen en EE UU. Si el yen sigue subiendo respecto al dólar, es bastante probable que las empresas automovilísticas japonesas puedan verse excluidas del segmento inferior del mercado americano, si bien los nuevos modelos Lexus e Infiniti, menos sensibles a los precios, pueden mantener su cuota de mercado.

Sin embargo, el problema fundamental a la larga es de reajuste estructural. La principal fuerza de cambio es la globalización, que está creando un nuevo orden económico internacional. En el horizonte están los nuevos países en desarrollo, particularmente China, India, Brasil, México, Indonesia, Corea del Sur y Tailandia. De 1985 a 1992 el volumen de exportaciones de los países en desarrollo ha sido de un 7,8% de media anual, lo que supone tres puntos por encima de los países industrializados más avanzados. En sólo tres años, la cuota de exportaciones de los países en desarrollo ha dado un salto de tres puntos hasta el 20%

El Fondo Monetario Internacional, en su reciente informe World Economic Outlook, ofrece un panorama claro del papel de estos países y hace un nuevo cálculo de la producción industrial de una nación, con lo que, se obtiene una visión muy distinta del peso de su producción. Anteriormente, el FMI solía emplear la medida de dinero para calcular el valor de la producción de un país mediante la conversión del PIB, expresado en la divisa nacional, en dólares a precios de mercado. Ahora ha optado por utilizar paridades de poder adquisitivo (PPP), que dan un reflejo más real de la economía de los países. Con este nuevo método, el FMI considera que las naciones en desarrollo tienen una cuota del 34% en la producción mundial, frente al 18% asignado por el procedimiento anterior; casi el doble., De la misma forma, la cuota de las naciones desarrolladas caía del 73% al 54% (la producción de la antigua Unión Soviética y de Europa Oriental se calcula ahora en un 11%).

Tanto el proceso de globalización como estas cifras confirman lo que podemos ver y comprender de forma intuitiva, esto es, que la industria ligera o pesada y, la fabricación rutinaria están siendo desalojadas de los países industrializados y están pasando a los países desarrollados, debido a los salarios más bajos y a la nueva capacitación de su fuerza laboral. Según la teoría económica tradicional, esto no debería ser fuente de preocupación. Cada país debe producir lo que pueda hacer mejor, y ello beneficia a todos. Si los nuevos países en desarrollo pueden hacer tejidos y plásticos o productos similares de forma más barata, hay que felicitarse por ello mientras los países industrializados proporcionen los servicios (financieros y técnicos) y la alta tecnología industrial. Con ello se opera una nueva división internacíonal del trabajo.

La dificultad, sin embargo, está en la transición, y así lo hemos visto con tantos agricultores que han tenido que abandonar el campo frente a una producción mayor o más barata, y cuya integración inmediata en las fábricas no resulta fácil. Los trabajadores de la industria siderúrgica o automovilística de

EE UU desplazados por la competencia exterior no pueden ser inmediatamente transferidos a los nuevos sectores. La economía de una nación se analiza en las hojas de balance, pero el sistema político tiene que dar respuesta al grito de angustia de quienes se ven desplazados.

Los países industrializados se enfrentan a dos problemas en la restructuración de la economía mundial que está teniendo lugar: la cuestión de si habrá suficientes puestos de trabajo en los nuevos sectores más valorados para compensar la pérdida de empleos y de PIB en los viejos sectores y qué hacer con los excedentes laborales de avanzadw edad o baja cualificación, desplazados por la fuerza de la marea competitiva. Éstos son retos a los que se enfrentan todos los países industrializados.

Daniel Bell es sociólogo

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