Tribuna:

El conde de Barcelona y los jóvenes socialistas

Hace unas semanas, EL PAÍS ha publicado sendos artículos de un antiguo militante o simpatizante comunista (Teodulfo Lagunero) y de otro socialista (Miguel Sánchez Mazas) que comentaban diversos aspectos de los contactos mantenidos con el pretendiente al trono Juan de Borbón por parte de la oposición antifranquista del interior de España en los años cincuenta.En el artículo de Sánchez Mazas se me cita como enviado entonces para tratar con don Juan en representación de la Agrupación Socialista Universitaria (ASU), y creo que el tema merece aún un tercer comentario que aporte algún dato más sobre...

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Hace unas semanas, EL PAÍS ha publicado sendos artículos de un antiguo militante o simpatizante comunista (Teodulfo Lagunero) y de otro socialista (Miguel Sánchez Mazas) que comentaban diversos aspectos de los contactos mantenidos con el pretendiente al trono Juan de Borbón por parte de la oposición antifranquista del interior de España en los años cincuenta.En el artículo de Sánchez Mazas se me cita como enviado entonces para tratar con don Juan en representación de la Agrupación Socialista Universitaria (ASU), y creo que el tema merece aún un tercer comentario que aporte algún dato más sobre el papel desempeñado por el conde de Barcelona en aquella época.

Me parece, en primer lugar, que lo que dice Sánchez Mazas en su artículo necesita alguna puntualización. La Agrupación Socialista Universitaria fue creada a finales de 1956 por unas decenas de estudiantes y jóvenes profesionales, algunos de ellos en la cárcel, después de los llamados en la época "sucesos de febrero de 1956". Las personas que constituíamos la ASU teníamos formación y talante diferentes, pero, como producto de aquellos tiempos, nos unía un cierto radicalismo político; por otra parte, éramos demócratas convencidos y enemigos de los métodos estalinistas (que habíamos sufrido directamente con alguna típica infiltración clandestina en nuestras filas), pero nos considerábamos de izquierda revolucionaria, aspirando a conseguir el fin del sistema capitalista una vez derrotado el régimen de Franco.Por ello, el calificativo de monárquicos socialistas es un extraño error que comete Sánchez Mazas. Es verdad que tampoco nos teníamos por republicanos acérrimos y estábamos dispuestos a aceptar una monarquía que acabase con Franco, pero sin que, en absoluto, nos consideráramos monárquicos. Personalmente me había criado en una de las escasas familias que, fuera de Cataluña o el País Vasco, siendo de derechas, era profundamente antifranquista; sin embargo., desde los 20 años, no era yo monárquico, como ninguno de los compañeros de la ASU.

Creíamos, en cambio, que el régimen de Franco estaba dando sus últimas boqueadas, animados por las huelgas que se produjeron en 1957 en Asturias y Barcelona, con la aparición de Comisiones Obreras y el tímido resurgimiento de la UGT, así como por la crisis económica, que en poco tiempo enderezarían los ministros llamados tecnócratas de 1959.

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Nos parecía urgente e importante que, desde los sectores bienpensantes, se diera el paso definitivo que depusiera al dictador, y nadie mejor que el conde de Barcelona para encabezarlo, tanto por la tradición que representaba como por su firme actitud democrática y de independencia política frente al régimen. Nos parecía evidente que un paso adelante de don Juan podía encender la mecha que juntara en el país las voluntades necesarias de derecha e izquierda para alumbrar un movimiento que el régimen no pudiera resistir. Era la época en que Carrillo, desde el partido comunista, propugnaba la huelga general pacífica y el entendimiento con los militares democráticos (que apenas existían).

Un hermano de mi padre, el general Kindelán, había sido durante años representante oficial en España del conde de Barcelona y cabeza del movimiento de la resistencia militar frente a Franco desde 1943; por ello, a todos los compañeros de Ia ASU les pareció lo más natural que fuera yo el mensajero para convencer a don Juan, en nombre de los estudiantes demócratas, de que había llegado la hora de probar su fidelidad a los principios manifestados públicamente en 1945 y 1947. Con la ayuda y una carta de mi tío Alfredo (que nunca cejó en sus convicciones antifranquistas, aunque no simpatizara con mis ideales socialistas), el conde de Barcelona me recibió en Rapallo, en la Riviera italiana, donde pasaba una temporada en casa de su hermana la infanta Cristina, casada en aquel país.

De mis conversaciones con el pretendiente me parece interesante recordar, al mismo tiempo que su amabilidad y comprensión hacia lo que representábamos los jóvenes españoles antifranquistas, la firmeza con la que rechazó una a una todas nuestras pretensiones acerca de una toma de posición pública proclamando el fin del franquismo y la necesidad de una auténtica revuelta contra él. Con el paso de los años, llegué hace tiempo a la conclusión de que era don Juan quien tenía razón al analizar la situación española y que éramos nosotros los que estábamos equivocados.

Don Juan decía, en resumidas cuentas, que no había en España fuerzas importantes que quisieran terminar con el poder de Franco, ya que éste, una vez arrasados los restos de las fuerzas políticas derrotadas en la guerra civil, se había afianzado en el poder con el apoyo decidido de Estados Unidos y del Vaticano, de manera que los intereses económicos influyentes estaban decididos a apoyar al régimen con la esperanza de una transposición a España de parte de la prosperidad económica que empezaba a florecer en Europa, como así fue.

Al cabo de los años, sin embargo, pienso que, aunque profundamente equivocados en lo que podía ocurrir a corto plazo, nuestra actitud, como la de tantas minorías que dieron en aquellos años un paso al frente, no fue estéril en absoluto. Cuando más tarde el franquismo se agotó en su cerrazón y desmesura reaccionaria, fue importante la preexistencia de un fermento democrático en diversos sectores de la sociedad española.

Sin vanidad, pero sin falsa modestia, tenemos que felicitarnos de que hubiera entonces grupos de jóvenes que creyeran en los valores de una política democrática y progresista y actuaran en consecuencia, aunque esperaran también cambios utópicos que nunca se realizarían. Legamos, en todo caso, a nuestros hijos un país aún con muchos problemas, pero que nada tiene que ver con la triste situación que heredamos nosotros. Pero era don Juan quien tenía razón y quien se equivoca es Sánchez Mazas al afirmar en las páginas de EL PAÍS que otro gallo hubiera cantado en la historia de España si don Juan hubiera escuchado en el año 1957 nuestros argumentos.

El destino de Franco pendió de un hilo al final de la guerra mundial, y fue entonces cuando el conde de Barcelona se manifestó con energía contra él, exigiendo la institución de la democracia en España, entonces triunfante en toda Europa, y quizá en aquel momento el destino de España hubiera cambiado radicalmente. Desgraciadamente, los aliados, movidos por el temor a Stalin, renunciaron a apoyar a las débiles fuerzas democráticas de la derecha y de la izquierda española, permitiendo la prolongación durante decenios de tristes acontecimientos y del retraso en la incorporación española a las corrientes normales de la historia europea del siglo XX.

Juan Manuel Kindelán es ingeniero de minas.

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