Tribuna:

En el desierto de Borrell

El autor analiza el Plan de infraestructuras, recientemente presentado por Borrell, y cuestiona que sea un síntoma de progreso y desarrollo. En su opinión, puede aumentar tanto la 'desertización' en lo que a empleo se refiere como la 'desertización' física.

Recientemente, el ministro José Borrell ha presentado un más que ambicioso plan de infraestructuras, el PDI, que contempla una inversión gigantesca (18 billones de pesetas) para los próximos 14 años. La componente fundamental del plan es la creación de infraestructuras de transporte -14 billones-, orientada a la mejora y potenciación...

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El autor analiza el Plan de infraestructuras, recientemente presentado por Borrell, y cuestiona que sea un síntoma de progreso y desarrollo. En su opinión, puede aumentar tanto la 'desertización' en lo que a empleo se refiere como la 'desertización' física.

Recientemente, el ministro José Borrell ha presentado un más que ambicioso plan de infraestructuras, el PDI, que contempla una inversión gigantesca (18 billones de pesetas) para los próximos 14 años. La componente fundamental del plan es la creación de infraestructuras de transporte -14 billones-, orientada a la mejora y potenciación de la movilidad motorizada, en especial viaria, destacando, en cuanto a volumen de inversión, las infraestructuras de transporte interurbano -casi 10,5 billones- Así, se prevé casi duplicar la red de autopistas y autovías existente, pues se pasa de los 5.800 kilómetros actuales a nada menos que 10.700 en el año horizonte, a lo que se añaden 1.800 kilómetros de nuevas vías rápidas. Se plantea también una gran ampliación de la red de alta velocidad, con la creación de costosas conexiones de esta naturaleza entre: Madrid-Zaragoza-Barcelona-frontera, Zaragoza-Pamplona-Irún y la Y vasca; parece que la inclusión de estas propuestas fue consecuencia del apoyo de CiU y PNV a la controvertida ley Corcuera. E, igualmente, se introduce una cuantiosa inversión relativa en puertos y aeropuertos, así como una abundante actuación en infraestructuras urbanas de transporte -3,4 billones-, que se destina preferentemente a las grandes concentraciones metropolitanas.Desde hace unos años, parece como si la inversión en infraestructuras, en especial de transporte, fuera un bien per se. Lo mismo que el incremento de la movilidad motorizada se considera un síntoma de progreso y modernización, que sólo puede deparar el bien y la felicidad, conceptuándose como un indicador del nivel de vida. En este sentido, el apoyo a ambas cuestiones, íntimamente relacionadas, es generalizado y va desde la CEOE a los responsablesgubernamentales, pasando por los distintos grupos parlamentarios, sindicatos mayoritarios y principales medios de comunicación. Parecería como si el principal problema que presentara el Estado español fuera la falta de infraestructuras, a cuya satisfacción hubiera que supeditar toda la actuación pública. A este respecto, la gigantesca inversión realizada en este campo a lo largo de los últimos años, que ha consumido una importantísima cuantía de la inversión estatal, ha gozado de gran apoyo en la, llamada opinión pública, convenientemente educada a este respecto por los mass media, desplazando la primacía que debería tener el gasto público en educación, sanidad, desempleo, pensiones... De cualquier, forma, el conflicto entre unas inversiones y otras no se ha presentado hasta la actualidad, pues el fuerte crecimiento de la economía española de finales de los ochenta -coyuntural y de base artificial, pues se sustentaba en una entrada en tropel de capital extranjero- hacía que hubiese dinero para todo o casi todo.

De cara al futuro, tal y como se desprende de las declaraciones recientes y de los programas electorales, este posicionamiento filósófico se mantiene y reafirma, no sólo en el PSOE, sino en la práctica totalidad de las fuerzas parlamentarias. Felipe González ya señaló al presentar el Plan de Convergencia que era imprescindible que la inversión pública alcanzase el 5% del producto interior bruto (PIB), con el objetivo primordial de reducir el gap (tal y como dice Borrell) que nos separa de Europa en materia de infraestructras, en concreto, de transportes. Lo mismo afirma el PP, que planteó que si accedía al Gobierno construiría aún más kilómetros de autopistas -6.000 kilómetros en 10 años-, en lugar de las autovías del PSOE, y más líneas de alta velocidad. El resto de las fuerzas parlamentarias cabalga en la misma dirección. ¿Pero para qué sirven estas infraestructuras y qué consecuencias económicas, sociales y ambientales tienen?

En el PDI se habla de que la creación de infraestructuras es indispensable para asegurar la competitividad dentro de la necesaria mundialización de las relaciones económicas y productivas, y más en particular con vistas al funcionamiento del mercado único europeo y a la creación de la unión económica monetaria, definida en Maastricht. El PDI afirma que "la mejora de la competitividad del territorio español (a través de la construcción de infraestructuras) es un objetivo prioritario a medio plazo, de cara a la atracción de actividades en un contexto de libertad de movimientos de capitales, personas y bienes", manifestando que tendrá un efecto positivo sobre el empleo, el desarrollo regional y la industrialización. Y continúa apuntando que la ejecución de infraestructuras mejorará la calidad de vida, permitirá la reducción de la cantidad de accidentes e intemalizará los criterios ambientales.Buenas intencionesEs necesario analizar estas buenas intenciones con más detalle, para ver qué es lo que se enmascara detrás de este discurso tecnoburocrático. La globalización de la economía española, es decir, su creciente apertura a la economía mundo, y su progresiva inserción europea, está significando la destrucción del tejido productivo propio -hasta ahora, sobre todo, empleo industrial y agrícola-, lo que está repercutiendo en un agravamiento sin precedentes de la balanza comercial española, que ha pasado a ser la segunda más deficitaria del mundo en valor absoluto y la primera en términos per cápita. Gran parte de la producción industrial se ha desmantelado, o lo está haciendo en estos momentos, y pasa a ubicarse en los países de la periferia. Y otra parte es desplazada por la producción industrial europea, más potente y competitiva. Lo mismo ocurre con la producción agrícola, sector cuya balanza comercial se ha convertido recientemente en deficitaria, situación que se agravará con la nueva PAC y la firma de los acuerdos del GATT, provocando la desaparición de más empleo agrícola, especialmente pequenos campesinos, en la llamada España interior y en la cornisa cantábrica. En relación con esta mundialización de la economía española, que trae la desertización en lo que a empleo se refiere, las infraestructuras de transportes cumplen un papel clave, pues son imprescindibles para que los productos agrícolas e industriales, europeos y mundiales, penetren en el mercado español. Y a esta desertización del tejido productivo se une la desertización poblacional del territorio, pues la desaparición del empleo autóctono, en especial el agrícola, aumentará las migraciones del campo a las áreas urbanas, y en concreto a las metrópolis, donde, por otro lado, el sector terciario es incapaz de absorber a las poblaciones activas que son expulsadas del agro o la industria. Es más, en la actualidad el sector terciario es el que está destruyendo empleo a un ritmo más intenso, fundamentalmente en las metrópolis, lo cual convierte estos espacios en verdaderas bombas de relojería donde se almacenan los parados.Cambio climáticoLa mejora de la calidad de vida que, según se afirma, nos traerán las infraestructuras, oculta que el transporte motorizado, en particular el viario, es uno de los principales responsables del temido cambio climático -al agravar el efecto invernadero por las emisiones de anhídrido carbónico que la expansión de la movilidad motorizada comporta- y de la intensificación del fenómeno de las lluvias ácidas. Ambos aspectos pueden agudizar aún más los actuales procesos de desertización del territorio español, por el daño que la acidificación provoca en las áreas forestales y debido al riesgo de incendios que implicará el incremento de las temperaturas. También hay que apuntar que la reducción de las precipitaciones y su concentración en el tiempo, derivada del cambio climático, agravará los procesos erosivos que afectan ya de forma muy ímportante a gran parte de la geografia española. Igualmente, la concentración de la población en las metrópolis y la expansión de la movilidad motorizada, en especial viaria, en estas aglomeraciones, está suponiendo una degradación brutal de la calidad de vida, debido al incremento de la contaminación y al deterioro de la vida urbana que la invasion del espacio público por la movilidad motorizada ocasiona.Respecto a los accidentes, la siniestralidad no ha hecho sino dispararse de forma desbocada en los últimos años, conforme se desarrollaba de forma imparable la posesión de automóviles y el transporte por carretera en general, y se reducía paralelamente el transporte ferroviario convencional, lo cual está determinando una desertización humana y un coste tremendo que recae sobre toda la sociedad. La CE ha evaluado estos costes socioeconómicos extemos en el 5% del PIB.

Y en lo que se refiere a la internalización de los criterios ambientales, ésta se reduce, cuando se ejecuta, a la refórestación de los taludes que genera la creación de infraestructuras; es decir, a la jardinería ambiental, sin considerar la tremenda agresión que implica para el territorio la construcción de estas obras, así como el efecto inducido de afección espacial que su realización, entraña. Sólo el impacto directo de las infraestructuras de transportes del PDI se podría cifrar en más de 100.000 hectáreas. Eso, sin tener en cuenta el brutal impacto medioambiental -embalses, grandes conducciones...- que provocará el trasvase de los 4.000 hectómetros cúbicos que contempla el Plan Hidrológico Nacional -que forma parte igualmente del PDI con una inversión de 3,7 billones- Este plan reforzará todavía más las actuales tendencias territoriales que promueven la apertura a la economía mundo y la inserción europea, concentrando en aquellas áreas del Estado español que menores precipitaciones presentan -el arco mediterráneo y Andalucía occidental- la actividad económica, los desarrollos turísticos y la agricultura intensiva. Además, esto propiciará una aún mayor presión demográfica sobre aquellas zonas del territorio español más afectadas por los procesos erosivos y el avance de la desertización. A todo ello habría que añadir los impactos ambientales que se derivarán del incremento de la demanda energética que supondrá el bombear, atravesando cordilleras, tan ingente cantidad de agua de la España húmeda a la España seca.

La financiación de este mastodóntico plan de inversiones se llevará a cabo, prioritariamente, a través de los Presupuestos Generales del Estado, a pesar de la ayuda que supondrán los fondos de cohesión y estructurales de la CE, así como la financiación extrapresupuestaria privada, que en gran parte recaerá sobre el ciudadano de a pie. Y esto implicará profundos recortes en los gastos sociales -gastos improductivos, según el FMI- para orientar el futuro gasto público, limitado por Maastricht, hacia la inversión productiva, dentro de la cual destaca la creación de infraestructuras, quedando insatisfechas las crecientes demandas sociales. Esta situación. derivará, probablemente, en la progresiva quiebra del consenso social que se había ido tejiendo respecto a estas actuaciones, ampliándose el disenso en tomo a un modelo que cada vez demanda más recursos híbridos y energéticos, pero que, paradójicamente, destruye empleo, principalmente estable, a pesar del espejismo de puestos de trabajo coyunturales que producirá, en caso de llevarse a cabo, el PDI.

Ramón Fernández Durán es ingeniero de Caminos y miembro de la Asociación Española para la Defensa de la Naturaleza (Aedenat).

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