Editorial:

Final del túnel

LA CUMBRE de Edimburgo, de este fin de semana ha desbloqueado la parálisis de la Comunidad Europea (CE). Ha encauzado la vía para la ratificación danesa. Ha resuelto las perspectivas presupuestarias, reforzando la cohesión, aunque en un marco fiscal ajustado. Ha trazado el camino de la ampliación. Y ha puesto fin a otros problemas menores que inquietaban a algunos socios: la fijación de las sedes principales y el peso parlamentario de la Alemania reunificada.Es verdad que no hay soluciones definitivas para bastantes de estas cuestiones. La ingeniería jurídica empleada con los daneses no garant...

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LA CUMBRE de Edimburgo, de este fin de semana ha desbloqueado la parálisis de la Comunidad Europea (CE). Ha encauzado la vía para la ratificación danesa. Ha resuelto las perspectivas presupuestarias, reforzando la cohesión, aunque en un marco fiscal ajustado. Ha trazado el camino de la ampliación. Y ha puesto fin a otros problemas menores que inquietaban a algunos socios: la fijación de las sedes principales y el peso parlamentario de la Alemania reunificada.Es verdad que no hay soluciones definitivas para bastantes de estas cuestiones. La ingeniería jurídica empleada con los daneses no garantiza ex ante el sentido de su voto en el segundo referéndum, y su propia complejidad puede augurar nuevos problemas de interpretación. El paquete presupuestario, aun siendo digno, puede encontrar dificultades en el Parlamento Europeo, que esperaba mucho. La ampliación a los países nórdicos será seguramente un camino apasionante, pero naturalmente erizado de problemas, como ha sucedido en las anteriores ampliaciones. Y así con todo.

De manera que el éxtasis está fuera de lugar. Pero todavía más extempot4neos resultan los análisis catastrofistas. Los resultados hay que ponderarlos según las expectativas. Y éstas eran profundamente sombrías antes de Edimburgo: había escepticismo sobre la resolución del caso danés, desesperanza presupuestaria, temor -en suma- al hundimiento de la Unión Europea imaginada y acordada en Maastricht. Todos esos malos augurios han visto el final del túnel. Si se quiere, mediante fórmulas bastante menos euforizantes que las previstas hace un año, pero es que durante este año han ocurrido muchas cosas, casi todas para mal, que se resumen en tres: recesión económica, empeoramiento del entorno geopolítico y crecimiento de la desilusión comunitaria en las opiniones públicas de los Estados miembros.

Casi tan importante como el encauzamiento de los problemas aparentemente insalvables ha sido la reacción de los mandatarios de. los Doce. Todos y cada uno de ellos han salido satisfechos de la cumbre -no sólo para la galería-, convencidos de que la nave de Maastricht va, y ésa es una condición sine qua non para el desarrollo positivo de sus conclusiones. Francia consolida la sede de Estrasburgo. Alemania adquiere el peso parlamentario que le correspondía tras la reunificación y, también, la luz verde a la ampliación que tanto desea. Dinamarca logra una pirueta jurídica que le permitirá salvar los muebles sin desairar a sus socios ni al Tratado de la Unión cuyo Gobierno firmó. El Reino Unido ha logrado unos resultados presentables tras una impresentable presidencia. Y los países del sur europeo han conseguido unos fondos sustanciales que les facilitarán las políticas de ajuste exigidas por el horizonte de la convergencia, paso indispensable para la Unión Económica y Monetaria.

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Hay quienes encuentran únicamente satisfacción en la autoflagelación y victoria propia en el fracaso ajeno. Es una reacción muy estúpida, a derecha e izquierda, que proviene de un ancestral ensimismamiento nacional aún no erradicado. Es lo que está ya sucediendo con algunas reacciones sobre los acuerdos del debate presupuestario en el que España -y el Gobierno de González- ha obtenido resultados notables, inferiores a lo deseado, pero valiosos en una coyuntura de recesión. ¿Habrá que recurrir a argumentos de autoridad externos para reconocerlo? El presidente de la Comisión, Jacques Delors, padre del paquete Delors II de perspectivas financieras, ahora salvado en lo sustancial, ha declarado: "Hemos obtenido el 85% de lo propuesto por la Comisión Europea".

No es un porcentaje minusvalorable, incluso si se tiene en cuenta que el techo presupuestario acordado se obtendrá en siete años y no en cinco, como se previó hace un año. Y en lo que respecta a España, ¿puede eludirse el que los fondos estructurales, de los que se beneficiará directamente en un 25%, han sido duplicados, situándose en 161.248 millones de ecus, muy cerca de los 164.580 propuestos por Delors? ¿Puede ignorarse que se ha dotado el nuevo fondo de cohesión, para medio ambiente y redes de transporte, con 15.150 millones de ecus -más de los 15.000 propuestos por el presidente de la Comisión-, de los que obtendrá directamente cerca del 60%? Quien niegue la importancia de estas cifras, y lo más importante de la filosofía que las inspira y que ha sido solemnemente reconocida, es que está en una situación peor que la de santo Tomás, quien al menos supo ver dónde estaba la llaga.

Además de encauzar todas estas cuestiones, la cumbre emitió algunas declaraciones institucionales de interés: el apoyo a la presidencia rusa encarnada en

Borís Yeltsin, en unos momentos de graves dificultades; una nueva vuelta a la tuerca en el dominio ex yugoslavo, esbozando medidas para la protección del espacio aéreo bosnio, y emitiendo una enérgica condena a los abusos serbios sobre las mujeres musulmanes. Signos, más bien, dada la ausencia de una auténtica política exterior comunitaria, pero signos en la buena dirección.

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