Tribuna:PIEDRA DE TOQUE

La OEA y los golpistas

Por segunda vez en menos de 10 meses, el presidente Carlos Andrés Pérez ha derrotado una conjura militar para destruir la democracia venezolana. Esta vez, a diferencia de la intentona facciosa del 10 de febrero, cuyo saldo de víctimas fue pequeño, ha habido centenares de muertos y heridos, y traumas en la vida del país que tardarán en cicatrizar. Pero, pese a la impopularidad del gobierno de Acción Democrática que señalan las en cuestas, sólo dos grupúsculos ultraizquierdistas -Bandera Roja y Tercer Camino- apoyaron a los oficiales felones, en tanto que la sociedad civil en su conjunto -inclu...

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Por segunda vez en menos de 10 meses, el presidente Carlos Andrés Pérez ha derrotado una conjura militar para destruir la democracia venezolana. Esta vez, a diferencia de la intentona facciosa del 10 de febrero, cuyo saldo de víctimas fue pequeño, ha habido centenares de muertos y heridos, y traumas en la vida del país que tardarán en cicatrizar. Pero, pese a la impopularidad del gobierno de Acción Democrática que señalan las en cuestas, sólo dos grupúsculos ultraizquierdistas -Bandera Roja y Tercer Camino- apoyaron a los oficiales felones, en tanto que la sociedad civil en su conjunto -incluido el grueso de las Fuerzas Armadas- rechazó la aventura golpista.

Hay que felicitar por ello a los venezolanos. Hubiera sido una tragedia que una democracia que funciona sin interrupción desde 1958 retrocediera también, siguiendo los pasos de Haití y Perú, a los años oscuros del poder personal y la legitimidad nacida al amparo de los tanques. Un anticipo de lo que esperaba a Venezuela, si triunfaba el golpe, apareció en las pantallas de la televisión, capturada por los insurrectos, en la perorata cuadrumana del te niente coronel Hugo Chávez, que un opositor de Carlos Andrés Pérez, Manuel Caballero, comentó en El Diario de Caracas con insuperable lucidez: "Si son esos cretinos quienes pretenden gobernarnos, es preferible arriesgar el infarto pasando las rabietas diarias que nos provoca el actual inquilino de Miraflores".

En efecto, un régimen civil y representativo, sustentado en elecciones libres, amparado por la ley y fiscalizado por la libertad de prensa, no importa cuán corrupto e ineficiente sea, será siempre preferible a una dictadura. Porque los electores pueden penalizar a un mal Gobierno y librarse de sus hombres votando en las siguientes elecciones por otras alternativas y cerrando las puertas del Parlamento, gobernaciones y municipios a la formación política que fracasó o delinquió. Pero contra los estropicios de un régimen de fuerza un pueblo se halla inerme; y cuando se libra de él, siempre a costa de crueles padecimientos, descubre que, una vez más, debe partir a fojas cero, y aprender de nuevo a andar por los caminos de la coexistencia y la legalidad. Los venezolanos han entendido que las deficiencias de una democracia deben corregirse dentro del sistema -como lo han hecho los brasileños, llevando a un mandatario sospechoso de corrupto ante la justicia- y es posible que la sociedad civil y la cultura democrática de la tierra de Bolívar, tan jaqueadas en estos últimos tiempos, salgan reforzadas de esta prueba. ¿Lo habrá entendido también la Organización de Estados Americanos (OEA)? Este organismo debe reunirse a mediados de diciembre, para pronunciarse sobre la tentativa de putch en Venezuela y no hay duda que aprobará una resolución de condena a los insurrectos y de entusiasta solidaridad con el gobierno de Carlos Andrés Pérez.Pero nadie debería engañarse al respecto: serán lágrimas de Cocodrilo y un entusiasmo a lo Pilato. Actitudes oportunistas y Post factum de una institución que, incumpliendo su razón de ser en estos momentos de la historia continental -la defensa de la democracia en el hemisferio- ha actuado, en el caso recientísimo del autogolpe y la quiebra institucional en Perú, de una manera que sólo puede alentar a quienes, del río Bravo a Magallanes, sueñan con resucitar la vieja era de los cuartelazos y acabar con estos experimentos democráticos que, en palabras de un golpista, "han traído tanta inmoralidad y politiquería".

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No es casual que los 93 militares insurrectos de Venezuela fueran a refugiarse en Perú, que el Gobierno de facto de ese país se apresurara a concederles el asilo y que el líder de los rebeldes haya declarado su admiración por el régimen de Fujimori, que, según el general de Aviación Francisco Visconti, está haciendo las tranformaciones que desea la sociedad peruana" (declaraciones a Últimas Noticias y El Universal de Caracas del 2 de diciembre de 1992). En efecto, el caso peruano no es sólo modélico sobre las tácticas que deben seguir quienes aspiran a sustituir las impopulares democracias latinoamericanas con populares dictaduras castrenses o semicastrenses, sino, principalmente, sobre cómo conseguirlo con los buenos auspicios y el celestinazgo de la OEA.

Cuando, el 5 de abril de 1992, el presidente Fujimori clausuró el Congreso, suspendió la Constitución, el Poder Judicial, el Tribunal de Garantías Constitucionales y demás órganos de control del Ejecutivo y comenzó a gobernar por decretos-leyes, la Organización de Estados Americanos pareció condenar el golpe. Y propuso una fórmula para restablecer la destruida democracia peruana que consistía en la apertura de conversaciones entre la dictadura y los partidos de oposición representados en el Congreso clausurado (todos los partidos políticos peruanos con excepción del oficialista Cambio 90, varios de cuyos parlamentarios renunciaron a raíz de lo sucedido) a fin de lograr un acuerdo que permitiera convocar elecciones para un nuevo Congreso, que tendría funciones constitucionales. Una misión de laOEA presidida por el canciller Gros Espiell, supervigilaría este proceso.

Ya se sabe en qué convirtió el Gobierno de facto aquel diálogo del que, según la resolución de la OEA, dependía todo lo demás. Imponiendo condiciones inadmisibles y reconociendo personería cívica a agrupaciones fantasmas o esperpénticas, teledirigidas por el Servicio Nacional de Inteligencia -espina dorsal del poder y predio personal del ahora célebre VIadimiro Montesinos, ex capitán expulsado del Ejército, ex espía, ex recluso, ex abogado de narcotraficantes y ahora principal asesor y hombre fuerte del régimen-, aquellas conversaciones para encontrar una salida legal a la crisis peruana se convirtieron en una mojiganga que los partidos democráticos (de izquierda, de centro y de derecha) se negaron a convalidar con su presencia. Para entonces, el Gobierno de facto ya había llamado a elecciones a un Congreso Constituyente, violando alegremente aquella decisión de la OEA, que vinculaba el diálogo con la convocatoria electoral. Por eso, las cuatro principales formaciones polítícas del país -el Apra, Acción Popular, el PUM y el Movimiento Libertad- rehusaron participar en un proceso inequívocamente orientado no a restablecer la democracia, sino a dar a la dictadura un barniz jurídico ante la comunidad internacional. Ésa es la función que compete ahora a la Asamblea de las geishas resultante de los comicios del 22 de noviembre. Además, por supuesto, de poner en marcha la agenda que le ha fijado ya su factótum: restablecer la pena de muerte con carácter retroactivo para permitir el fusilamiento de los líderes terroristas capturados, autorizar la reelección presidencial y convalidar todos los actos del régimen desde el 5 de abril, incluidos los masivos despidos de jueces, oficiales y funcionarios sospechosos de tibieza u hostilídad.

¿Y la misión de la OEA, mientras tanto? Bailaba el minué de Paderewski, de brazo con el Gobierno defacto. 0 poco menos, pues, cualquiera que haya seguido el sinuoso proceder del canciller Gros Espiell en todo este trance, habrá

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advertido, de su parte, una sistemática benevolencia para con todo lo que decía y hacía la dictadura, y una ceguera y sordera, también sistemáticas, para atender e incluso querer enterarse de las quejas, protestas y denuncias de irregularidades múltiples de que trataba de informarlo la oposición democrática. Como era previsible, el diplomático uruguayo, apenas celebrados los comicios del 22 de noviembre, se ha apresurado a darles su bendición. Y algo parecido ha hecho, en declaraciones a la prensa, quien lo acompañó como "observador" de las elecciones, el embajador estadounidense ante la OEA, Luigi Einaudi, un hombre con formación intelectual y que conoce América Latina, pero, me temo, no muy convencido de que la democracia sea tan indispensable a los países latinoamericanos como lo es para Estados Unidos, pues, en los años sesenta, se entusiasmó con la dictadura militar del general Velasco Alvarado, sobre la que, incluso, escribió un libro.A ambos funcionarios no parece incomodarles lo más mínimo, a la hora de sacramentar este proceso, que cerca de un 45% de peruanos -21% de ausentes y un 24% de electores que votaron en blanco o anularon su voto- lo recusaran. Que los principales partidos políticos del país lo consideren una farsa para mero consumo exterior. Que el general Jaime Salinas Sedó haya denunciado, desde la cárcel, la fraudulenta maquinación que precedió a toda la operación, desde las firmas de los planillones en los cuarteles. Ni que, si las cifras finales de la supuesta contienda que ha dado el Jurado Nacional de Elecciones son ciertas -algo imposible de verificar, pues los 200 observadores de la OEA no pudieron saber lo que ocurría en 60.000 mesas de votación, en la gran mayoría de las cuales sólo había personeros del régimen-,arrojen apenas un 37,7% de votos para la lista oficial, lo que reduce, en términos reales, el apoyo al régimen de facto a menos de una quinta parte de la población. ¿Cuál es, pues, ese "apoyo popular" en el que Gros Espiell y compañía justifican su complicidad con quienes, amparados en la fuerza bruta, acabaron con el Estado de derecho en Perú, estableciendo un precedente que, como acabamos de ver en Venezuela, puede tener trágicas consecuencias para un continente que parecía haberse sacudido por fin de aquel estigma?La conducta del canciller uruguayo, que deshonra la vieja tradición democrática y jurídica del país que representa, no es, por desgracia, una rareza. Con las excepciones de Canadá, Venezuela, Costa Rica y Panamá, todos los otros países representados en la OEA han mostrado frente al autogolpe peruano una lenidad e hipocresía que llegará a su ápice, sin duda, cuando, en su próxima reunión, decreten que, luego de los comicios del 22 de noviembre, Perú es, de nuevo, una democracia ejemplar. Uno se pregunta si esta Organización de Estados Americanos es, de veras, representativa de la gran transformación política que ha tenido lugar en América Latina en las últimas décadas, que reemplazó tantas autocracias militares por gobiernos civiles, el organismo encargado de consolidar ese proceso civilizador o una digna heredera de aquel bochornoso organismo que, en los años cincuenta, nos parecía una mala palabra.

De esa OEA solía decirse que servía para que los generalísimos Trujillo, Somoza y congéneres mandaran a ella, en premio, a sus servidores más adictos, a cebarse la cirrosis. No tenían otra cosa que hacer, en verdad. Estaban eximidos, sobre todo, de pensar y decidir nada. Pensaba y decidía por ellos, todo, el famoso secretario de Estado norteamericano John Foster Dulles, un puritano que, por lo demás, merecidamente los despreciaba. Mucha agua ha corrido desde entonces y hubiera sido de esperar que, con la desaparición de aquellas satrapías, una mentalidad distinta en Washington y los progresos que la cultura de la libertad ha hecho en el hemisferio, la OEA mudara también de piel y se convirtiera en la punta de lanza de la democratización en el hemisferio.

En verdad ha resultado más: bien un lastre. Los verdaderos, progresos que se han conseguido en América Latina en este campo han sido obra de la ONU directamente, como en la pacificación de El Salvador, o resultado de iniciativas particulares, como la del expresidente Óscar Arias, que, en Esquipulas, disparó la transición de Nicaragua hacia la democracia. En ambos casos, la OEA actuó como mero remolque; la creatividad, la convicción, la audacia, fueron ajenas. A estas credenciales de simple mediocridad añade ahora la innoble de legitimadora del asesinato de la democracia peruana.

1992.Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario El País, SA, 1992.

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