Tribuna:

Retrato de un sindicalista

Al abordar una investigación sobre anarcosindicalismo español hace un cuarto de siglo, el historiador tropezaba con una serie de experiencias diversas. A excepción del centro ejemplar de Amsterdam, regido, para la documentación española, por el libertario holandés Rudolf de Jongh, o de las hemerotecas municipales de Barcelona y Madrid, la búsqueda de fondos de archivo y de prensa no resultaba cosa fácil. Recuerdo cómo, para recuperar y ordenar la colección de Acción Social Obrera, en Sant Feliu de Guixols, tuve que entrar en un infierno municipal, clausurado desde 1939, con el av...

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Al abordar una investigación sobre anarcosindicalismo español hace un cuarto de siglo, el historiador tropezaba con una serie de experiencias diversas. A excepción del centro ejemplar de Amsterdam, regido, para la documentación española, por el libertario holandés Rudolf de Jongh, o de las hemerotecas municipales de Barcelona y Madrid, la búsqueda de fondos de archivo y de prensa no resultaba cosa fácil. Recuerdo cómo, para recuperar y ordenar la colección de Acción Social Obrera, en Sant Feliu de Guixols, tuve que entrar en un infierno municipal, clausurado desde 1939, con el aval de Juan Velarde, desde el Ministerio de Trabajo de Madrid. Convertido de esta suerte en personaje sospechoso, bastaron, sin embargo, unas horas de conversación con el funcionario municipal que actuaba como auxiliar para que las tomas cambiasen, y acabar evocando los días del sindicato corchotaponero y el canto de Hijos del pueblo. En otros casos las palabras cubrían el vacío documental. Estaba entonces en su ocaso la generación que había protagonizado la guerra civil, pero muchos de ellos mantenían una vitalidad y una lucidez envidiables. Aún quedaban mimbres suficientes para estimar de modo directo lo que había sido el cesto de la cultura política vinculada a la CNT. A Juan García Oliver no llegué a conocerle, aunque algo contribuí a la gestación de sus memorias a través de José Martínez, el director de Ruedo Ibérico. Tuve, en cambio, ocasión de mantener una relación cordial con una serie de antiguos militantes que me ayudaron a entender lo que había significado, en términos ideológicos y humanos, el anarcosindicalismo. Entre ellos citaré sólo algunos nombres: Joan Manent, Ramón Álvarez, José Peiró, en París; Domingo Torres, en Valencia. A pesar del tiempo transcurrido, todos se caracterizaban por la firmeza y la moderación en el mantenimiento de sus ideas, y por compartir un referente emblemático en la figura de Juan Peiró, el dirigente de la CNT que, expulsado de ella en 1933, vuelve en 1936 para convertirse pronto en ministro de Industria de la República y acaba sus días trágicamente ante el pelotón de fusilamiento franquista.A pesar de encontrarse una y otra vez en posiciones centrales dentro de la historia de la CNT, Peiró fue casi siempre un perdedor, desde la Semana Trágica hasta la guerra civil, pasando por su intento de convertir a la CNT en un sindicato moderno, organizado en federaciones de industria y capaz de ejercer una presión eficaz -no una continuada- sobre la política social de la Segunda República. Su visión realista venía propiciada por una experiencia profesional que sí fue venturosa, siempre ligada a la industria del vidrio. Tras unos duros comienzos como gamen o aprendiz, el prestigio ganado a partir de la huelga de 1908 culmina con la formación de la Cooperativa Obrera del Vidrio de Mataró, de la que será elegido presidente y que conseguirá sobrevivir incluso bajo el franquismo. La acción económica significaba, de este modo, conocimiento en profundidad del sector y adecuación a sus exigencias técnicas. De ahí que se esfuerce por introducir en medios confederales las ideas de racionalización económica en auge a finales de los años veinte. Por otra parte, la articulación de la industria vidriera a nivel nacional, con la consiguiente exigencia de coordinar en el plano sindical a los distintos centros de trabajo, le proporciona la perspectiva desde la que ensaya la superación del localismo propio de los llamados sindicatos únicos. Peiró actuaba desde una atalaya excepcional, y eso será su fuerza y su debilidad, frente a la simplificación propia de las posiciones radicales, asociadas a un anarquismo entendido como propuesta antiindustrial para derrotar al régimen democrático.

Sin embargo, Juan Peiró fue siempre anarquista, y en calidad de tal actúa como secretario del Comité Nacional de la CNT, en 1922, al romper con el comunismo soviético. Y rechaza en 1929, frente a Pestaña, todo compromiso con la legislación sindical de Primo de Rivera. Pero su anarquismo implicaba el respeto de la autonomía sindical, enfrentándose así a la pretensión de hegemonía anárquica sobre la CNT que implicara la aparición de la FAI. El rechazo de la forma partido no significa tampoco la renuncia a la política, desde la participación en las conspiraciones republicanas del fin de la dictadura hasta la recomendación de asumir posiciones dentro del nuevo régimen. De ahí que encabece sin éxito, con Ángel Pestaña, el giro moderado de los treinta, en agosto de 1931, que desemboca en su expulsión. Para entonces, el antiguo aprendiz, que exhibía en el bolsillo un periódico para ocultar su condición de analfabeto, era uno de los personajes más respetados de la vida pública catalana.

La guerra civil había de dar toda la medida humana y política de Juan Peiró. Muy pronto, sus artículos en Llibertat de Mataró marcan una ruptura con la literatura de movilización que prevalece en la España republicana. El apoyo a la revolución social en curso está matizado por las advertencias sobre los errores que se acumulan día a día y que anticipan la futura derrota. Por eso cuando, en octubre de 1936, reúne los artículos en un pequeño libro, los titula Perill a la reraguarda (Peligro en la retaguardia). Su actitud anticipa, desde otros supuestos ideológicos, la del presidente Azaña en La velada en Benicarló. Admite que en una revolución antifascista haya que derramar sangre, pero no que la retaguardia se convierta en una orgía de persecuciones contra presas fáciles (el clero, en primer término) y en demostraciones inútiles de entusiasmo revolucionario. "A la causa de la revolución", resumirá, "no le favorecen ni los ladrones ni los asesinos". Los fusiles tienen que estar en el frente, no en la provincia de Barcelona. Disfrazar a los niños de milicianos, para exhibir fervor revolucionario, le parece un recurso del padre para huir de su deber en el frente. Tampoco cree que la guerra permita desplegar experimentos de comunismo libertario. Frente al espectáculo de desorden, vana euforia y odios, propone la coordinación de esfuerzos para ganar la guerra y la reorganización de la economía. Poco a poco su pensamiento regresa a los orígenes del anarquismo, a Pi y Margall, recuperando la república federal como objetivo político. Su base económica se inspirará en las experiencias anteriores de su actuación profesional, la racionalización económica y el cooperativismo, fundamentando así un proyecto de reestructuración para la España en guerra, desarrollado en las páginas de otro libro, Problemas y cintarazos, a punto de salir a la calle cuando las tropas de Franco entran en Barcelona, el 25 de enero de 1939. Entretanto, ha sido por espacio de varios meses, entre noviembre de 1936 y mayo de 1937, ministro de Industria en el Gobierno de Largo Caballero. La experiencia no quiebra su sentido del equilibrio: no aprueba los hechos de mayo, pero denuncia vigorosamente el asesinato de Andrés Nin.

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Luego vendrá el exilio y la repatriación forzosa al ser entregado a Franco por los nazis. En el prolongado encarcelamiento tendrá más de una vez a su alcance el salvavidas a cambio de la colaboración con los sindicatos verticales. De su firmeza en este punto vendrá la muerte, a pesar de los desvelos del joven defensor militar, cuya figura recuerda de cerca la de otro defensor, el de Julián Besteiro, en circunstancias idénticas. En el consejo de guerra declararon a favor suyo diversas personalidades cuya vida había protegido en los inicios de la guerra, e incluso el superior de los maristas de Mataró, recordando que gracias a él salvaron la vida 32 hermanos de su orden. De nada sirvió. Al caer la tarde del 24 de julio de 1942, hace ahora 50 años, fue fusilado, con otros seis militantes de la CNT, cerca del cementerio de Paterna. Cuenta su colaborador Manent que, antes de sonar la descarga, gritó: "¡Soldados, ésta es la justicia de Franco!". Más tarde, su recuerdo se mantuvo con intensidad en medios anarcosindicalistas, pero fue cayendo, antes y después de Franco, en el injustificado olvido que la memoria histórica de este país reserva para las principales figuras de su movimiento obrero.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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