Tribuna:

Maastricht

Pues no, no soy partidaria de que votemos lo de Maastricht. El referéndum es un método de consulta que no se caracteriza precisamente por la finura en el matiz, y quizá sea por eso por lo que ha gustado siempre tanto a los dictadores. Por su simpleza resulta apropiado, en todo caso, para dirimir cuestiones muy concretas: vendría pintiparado, por ejemplo, para elegir entre la monarquía o la república. Ahora bien, en un tema tan complejo corno Maastricht, ¿cómo diantres se podría formular una pregunta coherente? ¿Habrá que estar en desacuerdo con todo el tratado o sólo en parte? Dado el esquemat...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Pues no, no soy partidaria de que votemos lo de Maastricht. El referéndum es un método de consulta que no se caracteriza precisamente por la finura en el matiz, y quizá sea por eso por lo que ha gustado siempre tanto a los dictadores. Por su simpleza resulta apropiado, en todo caso, para dirimir cuestiones muy concretas: vendría pintiparado, por ejemplo, para elegir entre la monarquía o la república. Ahora bien, en un tema tan complejo corno Maastricht, ¿cómo diantres se podría formular una pregunta coherente? ¿Habrá que estar en desacuerdo con todo el tratado o sólo en parte? Dado el esquematismo de este sistema, se me encienden los pelos de sólo imaginar la orgía de demagogias que nos caería encima si se convocara la consulta, el feroz aturdimiento de topicazos, tanto por la parte del no como del sí. Y para colmo el no frontal no lleva a ningún sitio, porque Maastricht es el resultado de una larguísima negociación entre 12 países. O sea, que ese remiendo de tratado es el único posible por el momento. No digo yo que la unidad europea sea la repanocha, pero en la frontera del siglo XXI, y mientras medio mundo se degüella en el hervor de las aberraciones nacionalistas, Maastricht me parece el camino al futuro. Se me ocurre, en fin, que en esta oposición. a Maastricht, y entre otros ingredientes (un legítimo recelo a un nuevo poder, el miedo irracional a los grandes cambios, cierto conservadurismo patriochiquero), hay, sobre todo, muchas ganas de fastidiar y de derribar a este Gobierno. A mí tampoco me importaría acabar con esta especie de dinastía faraónica que nos ha caído encima, pero me parece una solemne necedad ir contra nuestros propios intereses para chingar al jefe: para que mi capitán se fastidie, no como rancho. Yo, la verdad, preferiría comerme mis lentejas y jeringar a los capitanes de otro modo.

Archivado En