Tribuna:

La normalización lingüística

Los contenidos culturales (como las religiones y las lenguas) están en los cerebros de los individuos, no en las abstracciones estadísticas que son los grupos sociales ni en las geologías descerebradas que son los territorios. Por eso la única autonomía cultural real es la de los individuos, no la de las colectividades o los territorios. La única normalidad compatible con la libertad y la racionalidad es aquella situación en la cual cada ciudadano decide por sí mismo los contenidos culturales que prefiere, y el Estado se limita a tomar nota de ello, sin pretender manipular los cerebros mediant...

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Los contenidos culturales (como las religiones y las lenguas) están en los cerebros de los individuos, no en las abstracciones estadísticas que son los grupos sociales ni en las geologías descerebradas que son los territorios. Por eso la única autonomía cultural real es la de los individuos, no la de las colectividades o los territorios. La única normalidad compatible con la libertad y la racionalidad es aquella situación en la cual cada ciudadano decide por sí mismo los contenidos culturales que prefiere, y el Estado se limita a tomar nota de ello, sin pretender manipular los cerebros mediante política cultural, religiosa o lingüística alguna. Esto es tan obvio como la desnudez del emperador de la fábula.En muchas épocas se ha pensado que la religión era atributo del reino, cosa del Estado, algo demasiado importante para ser dejado en manos de los egoístas e ignorantes individuos. En 1492, los Reyes Católicos decidieron la normalización religiosa de España, expulsando a los judíos y a los moriscos que no se asimilaran o convirtieran al catolicismo. La Inquisición se encargaría de perseguir a los falsos conversos y de evitar que el protestantismo prendiera en el territorio español. El dato relevante es que Isabel y Fernando consideraban que España misma era católica, por lo que la presencia de súbditos no católicos en su reino constituía una anormalidad que había que corregir.

El error categorial de atribuir un atributo personal (como la religión) a un territorio o a un grupo no era exclusivo de sus católicas majestades. Cuando Enrique VIII rompió con el Papa por un asunto matrimonial, toda Inglaterra tuvo que abandonar la Iglesia católica y convertirse al anglicanismo. Carlos V, católico convencido, trató de imponer su religión a sus súbditos alemanes contra la voluntad de varios de los príncipes electores, que seguían a Lutero. Al final de su vida, y enfermo y cansado de tanto batallar, dejó que su hermano Ferdinand aceptase en 1555 en la dieta de Augsburg como fórmula para la paz religiosa la máxima Cuius regio, eius religio (La religión de cada país es la de su príncipe). Así se consagraba la libertad religiosa de los Estados regionales, pero no la de los individuos. Se renunciaba a la unidad religiosa del imperio, pero no a la de los ducados y principados. A los súbditos individuales no se les dejaba otra opción que la asimilación religiosa o la emigración.

La falacia territorial o nacional respecto a, la religión no empezó ni terminó con el Renacimiento. Las masacres religiosas que siguieron a la descolonización de la India a mediados de nuestro siglo condujeron a la creación del Estado islámico de Pakistán. El urdu y el hindi son la misma lengua, sólo la religión justificó la partición de la India británica. No se podía aceptar que cada uno tuviese la religión que quisiera; era el estado el que tenía que definirse religiosamente. La misma historia acaba de repetirse entre serbios y croatas.

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Aunque hoy en día la mayoría de los políticos han renunciado a la normalización religiosa de sus países o regiones, y admiten que cada ciudadano elija su propia fe, muchos de ellos siguen aferrados a la igualmente absurda noción de que la lengua es asunto del Estado y no del individuo, lo cual es causa de incontables conflictos y sufrimientos innecesarios, además de fuente de despilfarros, seudoproblemas y esfuerzos baldíos. Ya en 1492 Antonio de Nebrija recuerda a la reina Isabel que "siempre la lengua fue compañera del imperio; y de tal manera lo siguió, que juntamente comenzaron, crecieron y florecieron, y después junta fue la caída de entrambos". De todos modos la política lingüística consciente se inicia con la Revolución Francesa, que impuso el francés sobre las otras lenguas y dialectos de Francia. Como declaró Barère en la Convención: "La superstición habla bretón, el odio de la República habla alemán, la contrarrevolución habla italiano y el fanatismo habla vasco. Destruyamos estos instrumentos dañinos del error... Ciudadanos, la lengua de un pueblo libre ha de ser una y la misma para todos". El abate Grégoire realizó en 1793 una encuesta para conocer la situación lingüística del país, y concluía su informe con "la necesidad de aniquilar los patois y de universalizar el uso de la lengua francesa... Para fundir a todos los ciudadanos en la masa nacional se precisa la identidad de lenguaje".

Esa idea de normalización como homogeneización fue luego adoptada por los nacionalistas de toda laya, para desgracia de los hablantes de otras lenguas, como los 24 millones de kurdos. El líder turco Kemal Ataturk no sólo no concedió a los kurdos la autonomía prevista en el tratado de 1920, sino que cuatro años más tarde les prohibió la enseñanza en kurdo y el uso público de su lengua. De hecho, la lengua kurda ha estado prohibida en Turquía hasta la reciente guerra del Golfo, y todavía continúa prohibida en la enseñanza y los medios de comunicación. El calvario de los kurdos (que son suníes) en el Irán de los ayatolás shiíes o en el Irak de Sadam Husein no es precisamente menor. De todos modos, si el partido kurdo clandestino PKK llegara algún día al poder, es probable que pretendiese asimilar lingüísticamente o expulsar a los turcos establecidos en su territorio.

Un país necesita tan poco una lengua oficial como una religión oficial. Sin embargo, los políticos -nacionalistas se empeñan en declarar oficial su lengua favorita, incluso al coste de una guerra civil, como ocurrió en Sri Lanka. En 1956, el Partido de la Unidad Nacional ganó las elecciones con el eslogan Sinhala only (Sólo singalés). Poco después Bandaranaike declaró el singalés como única lengua oficial, provocando así la rebelión de los tamiles del norte, que hablaban tamil e inglés, pero no singalés, con lo que se les cerraba el paso a las prebendas y puestos de la Administración. Del 50% de las plazas de funcionarios que los tamiles ocupaban en 1956 pasaron al 5% en 1970. Éste fue el origen de la sangrienta guerra civil que todavía continúa.

En Argelia, el Estado laico ha pretendido legitimarse ante los fundamentalistas religiosos imponiendo la arabización lingüística del país. Los que han pagado el pato han sido los profesionales modernizados de las ciudades, que prefieren el francés, y los millones de bereberes del interior, que tienen su lengua propia.

En 1974, el Gobierno de Quebec declaró el francés sola lengua oficial de la provincia, prohibiendo los letreros en inglés y obligando a todos los emigrantes a enviar a sus hijos a escuelas francófonas, contra su ,expreso deseo de estudiar en inglés. Sólo los anglófonos residentes de antiguo pueden seguir teniendo educación en inglés. Esta burda coacción provocó la huida de muchas empresas y creó un gran malestar entre los no francófonos (e incluso entre algunos francófonos).

El caso más drástico de coacción fue el de la Kampuchea de Pol Pot, que condenaba con pena de muerte el conocimiento de lenguas extranjeras. En el extremo opuesto se sitúa la cercana Singapur. Poblada por un 70% de chinos, un 15% de malayos y un 10% de indios, el Gobierno de Singapur ha renunciado a tener una política lingüística propia y ha optado por dejar que cada ciudadano use la lengua que quiera, incluso en el campo de la educación. De hecho, la mayoría de los padres se ha ido decantando por las escuelas en inglés, que ahora son las predominantes (por decisión de los padres, no del Estado). No hace falta recordar que mientras Kampuchea se debate en la miseria y el caos Singapur se ha convertido en un emporio tecnológico y financiero.

La Constitución norteamericana no menciona lengua oficial alguna. Las papeletas de voto en California están impresas en 30 lenguas. Y las placas de las calles de Nueva Orleans son trilingües, frente al cicatero monolingüísmo de las de Barcelona, por ejemplo. Pero el creciente pluralismo lingüístico alarma a los patrioteros americanos, que han conseguido proclamar el inglés como lengua oficial de algún que otro Estado, en un intento tan fútil e injusto de frenar lo inevitable, como la proclamación del español como única lengua oficial de Puerto Rico.

En la España de la posguerra el régimen franquista impidió el uso público de las lenguas no castellanas. En la España democrática los Gobiernos de las autonomías históricas promocionan de un modo sofocante sus lenguas propias. Los euskaldunes residentes en Madrid no pueden enviar sus hijos a una ikastola, aunque quieran. Pero los ciudadanos vascos no euskaldunes están obligados a estudiar el euskera, aunque no quieran. El euskera tiene un gran valor sentimental para los euskaldunes, pero un escaso valor instrumental para los demás, (excepto si son lingüistas). Con el esfuerzo requerido para aprender euskera se puede aprender bien inglés y alemán o francés, lo que objetivamente es mucho más útil para la mayor parte de las profesiones. Además, en varias ciudades de España hay (y habrá cada vez más) un número suficiente de alemanes, japoneses o árabes (por ejemplo) que pagan sus impuestos y tienen tanto derecho a tener sus escuelas subvencionadas en las lenguas de su elección como los demás. La lengua es un atributo de la persona, no del territorio. Cuando la persona se mueve, lleva su lengua consigo. Lo normal (en ausencia de coacción) es que en un territorio convivan diversas lenguas. Si la población no se ajusta al ideal lingüístico del Estado, es el Estado el que debe cambiar, y no la población. No es necesario que los políticos o los burócratas decidan qué religión deben tener o qué lengua deben aprender o hablar los ciudadanos.

En un mundo libre y sin fronteras, los ciudadanos se establecerán donde deseen, y aprenderán y hablarán la lengua que prefieran. Será, por, así decir, el libre mercado cultural el que determinará las frecuencias relativas del uso de las lenguas. No habrá lenguas oficiales ni lenguas discriminadas, aunque, naturalmente, las lenguas que más ventaja ofrezcan al consumidor lograrán una porción mayor del mercado. La evolución lingüística será entonces el resultado de muchas decisiones libres individuales, y no de una imposición política. Sólo cuando esto se haya conseguido podremos hablar de normalización lingüística.

Jesús Mosterín es catedrático de Lógica y Filosofia de la Ciencia de la Universidad de Barcelona.

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