Tribuna:

Las convulsiones del progreso

Marlin Fitzwater, portavoz de la Casa Blanca, declaró días atrás que el origen de las revueltas de Los Ángeles debía buscarse en las "fuerzas destructoras" creadas por los programas sociales del Partido Demócrata durante los años sesenta y setenta.Para el presidente George Bush, se trata evidentemente de combatir, en plena temporada electoral, a todos aquellos que acusan a la Administración republicana, desde Ronald Reagan, de haber reducido el programa de asistencia social inaugurado por Lyndon Johnson.

En nombre de George Bush, Marlin Fitzwater proclama que el programa social de los d...

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Marlin Fitzwater, portavoz de la Casa Blanca, declaró días atrás que el origen de las revueltas de Los Ángeles debía buscarse en las "fuerzas destructoras" creadas por los programas sociales del Partido Demócrata durante los años sesenta y setenta.Para el presidente George Bush, se trata evidentemente de combatir, en plena temporada electoral, a todos aquellos que acusan a la Administración republicana, desde Ronald Reagan, de haber reducido el programa de asistencia social inaugurado por Lyndon Johnson.

En nombre de George Bush, Marlin Fitzwater proclama que el programa social de los demócratas no ha podido ser disminuido ni repensado, y que lo lamenta. Y desarrolla la tesis preferida de los pensadores del Partido Republicano, según la cual la asistencia irresponsabiliza, destruye los hogares, ya que se entrega a los maridos (que, tan pronto la reciben, abandonan a sus familias), no constituye para nada una incitación al trabajo y no favorece ni la creación de empleos ni la construcción de viviendas.

En resumidas cuentas, se trata del gran debate entre los partidarios de.una forma tímida del Estado providencia y los adeptos del ultraliberalismo. Tal debate, incluso si se halla groseramente instrumentalizado por el mero hecho de que la campaña electoral en Estados Unidos es implacable, no deja de ser el del planeta entero, desde el hundimiento del modelo soviético y el reino general de la economía de mercado. ¿Pueden privilegiarse los valores competitívos a costa de los valores de solidaridad? ¿Hay que dejar a los pobres entregados a la pobreza so pretexto de responsabilizarles? ¿No sería más conveniente corregir los métodos de asistencia antes que suprimirlos? Las cuestiones precedentes se plantean en todo momento y en todo lugar.

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A decir verdad, ahora que el mundo ha llegado a ser unipolar y que la única superpotencia hegemónica es Norteamérica, todo lo que en ella sucede interesa a casi todas las demás naciones. Pero los europeos son los primeros interesados en un debate que, en suma, consiste en saber si es o no necesario adoptar el espíritu de la política animada durante más de once años por Margaret Thatcher.

Conviene, por tanto, asimilar con el mayor rigor, tanto en la información como en el análisis, lo sucedido en California. Observemos en primer lugar que lo que nosotros consideramos como un conflicto racial es interpretado por la mayoría de los hombres políticos norteamericanos como un conflicto social. De ahí el debate entre liberales progresistas y ultraliberales. Sin duda, esos políticos se tapan a veces voluntariamente los ojos, pues a los suyos, lo social es algo menos desesperado que lo racial. Pero resulta esencial saber por qué tal interpretación es posible.

La emoción provocada por las revueltas más sangrientas de todo el siglo XX en Estados Unidos ha contribuido a hacer que se olviden los considerables progresos efectuados desde hace un cuarto de siglo por una buena parte de la población negra. El advenimiento de una fuerte burguesía de color queda ilustrado por la vitalidad de sus empresas, su presencia en la Administración, la Universidad y el Ejército. El hecho de que esa burguesía en lo sucesivo forme parte del establishment queda verificado por la elección de ciudadanos negros como alcaldes de 25 grandes ciudades estadounidenses, cuando sola -mente seis de esas 25 ciudades son de población mayoritariamente negra. Es un fenómeno sociológico tan considerable como el de tener un jefe de Estado Mayor del Ejército a un negro. Se trata de mutaciones sin precedentes en la historia norteamericana.

Constatar esa mutación ha podido incitar a que ciertos dirigentes piensen que el conflicto racial se había desplazado hacia una simple separación social. Ronald Reagan repetía de buena gana que ya no había blancos y negros, sino pobres y ricos en una sociedad móvil, en la que el pobre podía enriquecerse y el rico corría el riesgo de caer en la pobreza. En el discurso pronunciado en Filadelfía en 1981 antes de viajar a la Conferencia Norte-Sur de Cancún, Ronald Reagan se encumbró al rango de los profetas del liberalismo, con acentos a veces mesiánicos, para preguntarse lo que sería Estados Unidos si cada ciudadano norteamericano, en lugar de aprender a triunfar contra la adversidad y a ser mejor que su vecino, hubiera aguantado lamentándose a que llegara la caridad, la ayuda y la asistencia. Ronald Reagan pensaba en el Tercer Mundo, que le esperaba en Cancún para solicitar una contribución de Estados Unidos a los programas de ayuda. Pero también se dirigía a sus adversarios demócratas. Y se dirigía también a los negros, a quienes, sin decirlo expresamente, sugería que consideraran que el proletariado, aunque fuera de color, debería imitar el ejemplo de la burguesía de color que,había triunfado.

Es el caso que la comunidad negra no vivió esa mutación de la sociedad. norteamericana de la misma manera y en su conjunto. En primer lugar, hecho raras veces observado, los éxitos de la burguesía negra y su acceso al establishment suscitaron una renovación del racismo y provocaron el nacimiento de nuevas organizaciones neonazis. Contrariamente a lo que se escribe todos los días, este rebrotar del racismo no se debe a una reactivación de la tradición sudista o al recuerdo del antiguo Ku Klux Klan. Es una de las convulsiones provocadas por la emancipación de una parte de los negros. Es una crisis del progreso, del mismo modo que se dice que hay crisis de crecimiento.

Pero, sobre todo, la comunidad negra no ha podido vivir positivamente una emancipación, sin embargo verdadera, constatando que la tercera parte de ellos, alrededor de un millón sobre 30 millones de negros norteamericanos, se hallaba excluida de la mutación. En cierto sentido, incluso puede decirse que para un negro de cada tres, que vive por debajo del umbral de pobreza, la existencia es bastante más dificil que antes de las medidas que favorecieron la emancipación. El imperio de la violencia (los crímenes son, por día y por número de habitantes, dos veces más numerosos en Nueva York que en Nápoles); el abandono de mujeres y niños a la vida en la calle, semillero de droga, prostitución y sida; la miseria generalizada: todo ello ha contribuido para que un tercio de los negros se sientan más desgraciados que los blancos menos afortunados, más miserables que los blancos menos favorecidos.

Se añade otro fenómeno esencial que impide que el proletariado negro se confunda con el resto del proletariado. Se olvida siempre que, en Estados Unidos, los negros son los únicos emigrantes que no llegaron allí voluntariamente. No desearon ir a América. Se les obligó a ello reduciéndoles a la esclavitud. El recuerdo transmitido por sus abuelos de su llegada a aquella tierra que los pioneros de Nueva Inglaterra calificaban de prometida es el recuerdo de la trata de negros. Con referencia a aquella humillación original e imborrable ha quedado grabado en la imaginación de la colectividad negra norteamericana que su retraso social, por una parte, debe imputarse al atroz régimen de que fueron víctimas, y por otra parte, que tienen derecho a una reparación esplendorosa y permanente, antes mismo de que se les

obligue a sufrir las reglas de la competición capitalista. Sucede con la reivindicación fundamental de los negros como con la de las mujeres de cualquier color: unos y otras exigen que se recobren los siglos perdidos. La sociedad blanca se había acostumbrado a reducir las aportaciones de los negros a sus méritos en el canto, la danza y el atletismo, como la sociedad masculina de todo el mundo había reducido la condición femenina a las artes de la seducción y de la hospitalidad. Los negros y las mujeres desean obtener reparaciones antes de aceptar las reglas de la libre competencia.Los intelectuales negros saben muy bien que necesitarán decenios de prosperidad univiersal y de crecimiento económico a la americana para que el conjunto de su comunidad pueda superar un retraso secular. A la espera de este improbable periodo, se sienten humillados de verse obligados a sufrir el reproche de que todos los emigrantes han sabido incorporarse a la sociedad norteamericana mejor que ellos. Un célebre profesor de Harvard, ya que se trata del antiguo consejero especial de Jimmy Carter, declaraba recientemente que hace 15 años sus alumnos más brillantes eran judíos de Europa central; desde hace 10 años eran asiáticos, y desde hacía dos o tres años, los hispánicos eran bastante numerosos. Los intelectuales de color saben que no es pura casualidad que cuando la miseria y la enfermedad azotan a la sociedad norteamericana, los negros son los primeros y más duramente alcanzados.

Ésa es la razón por la que, incluso si la política de asistencia ha sido mal pensada y mal aplicada, los métodos del ultraliberalismo están abocados a un peligroso fracaso, tanto más peligroso cuanto que la explosión negra es muy contagiosa y que, por ósmosis, se propaga a los proletariados que se hubieran visto inclinados a la paciencia y al fatalismo, porque, si bien la sociedad norteamericana puede mostrarse respecto a ellos opresiva e injusta, no ha cometido ningún pecado irreparable. El sueño americano de los años setenta era que cada negro pudiera identificarse con Martin Luther King, con Jessie Jackson o mejor con Colin Powell. Algo así como cuando Napoleón decía que cada soldado de su Grande Armée llevaba un bastón de mariscal en su macuto. Pero después de los motines de Califomia hay que volver a partir de cero. 0 casi.

Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

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