Tribuna:

El materialismo

El materialismo es creer en la materia. Es una creencia muy antigua. Se piensa que la naturaleza del hombre y la naturaleza natural son ambas materiales; lo que se ve, lo que se toca, lo que se siente, eso es lo real. Originariamente se diosifican, es decir, de ella se hacen dioses, los fenómenos naturales que más afectan e influyen en la vida del hombre.Para el materialismo moderno, la materia no es creada, no tiene principio ni fin, no se sabe lo que es, pero es lo que es y es lo que da el ser a todo lo que existe. No hay trascendencia, no hay espíritu y, sobre todo, no ...

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El materialismo es creer en la materia. Es una creencia muy antigua. Se piensa que la naturaleza del hombre y la naturaleza natural son ambas materiales; lo que se ve, lo que se toca, lo que se siente, eso es lo real. Originariamente se diosifican, es decir, de ella se hacen dioses, los fenómenos naturales que más afectan e influyen en la vida del hombre.Para el materialismo moderno, la materia no es creada, no tiene principio ni fin, no se sabe lo que es, pero es lo que es y es lo que da el ser a todo lo que existe. No hay trascendencia, no hay espíritu y, sobre todo, no hay Dios, es ateo. No hay más que la naturaleza natural, incluida la naturaleza humana; la materia es todo. (Ahora bien, ser todo en realidad es ser Dios).

Marx y Engels fueron materialistas; los dos eran muy cultos, muy honrados, con un sentido moral laico muy sensible a las desigualdades sociales; al mismo tiempo, muy en posesión de la verdad; es decir, fundamentalistas; es decir, fanáticos de su fe materialista. Los dos habían tenido una formación religiosa; Marx, la hebrea, de la que no fue practicante, pero en su libro de la Tohra -básicamente, el Antiguo Testamento de la Biblia cristiana-, cuyo texto se conserva, Marx tiene acotados los párrafos en los que él entiende que el socialismo no es más que la versión profana de los profetas hebreos. Engels era más frío, más intelectual, pero la familia protestante alemana, de la que procedía, era profundamente religiosa. Ambos son los padres de El manifiesto comunista, de mediados del siglo pasado; una encíclica laica que tuvo más impacto histórico que las incontables ideologías socialistas, tanto antiguas (Platón fue comunista) como modernas.

En el capitalismo industrial originario en los países más avanzados económicamente, la degradación de la explotación del hombre por el hombre es increíble. Las jornadas de trabajo en situaciones de emergencia llegaban a sobrepasar las 12 horas diarias, y las condiciones de vida de los obreros en las industrias semimecanizadas sobrepasaban las peores formas de esclavitud. Entre las clases ricas o acomodadas y lo que empieza a llamarse el proletariado hay un abismo. Pues bien, la denuncia más viva y efectiva frente a ese estado de cosas fue El manifiesto comunista; en él se hace un análisis muy profundo de las tensiones y contradicciones sociales a lo largo de la historia y se denuncian los fallos y errores del capitalismo, que le van a minar y a causar su ruina según estos profetas.

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De ese documento hay que destacar su sustancia. El manifiesto ve la historia como el enfrentamiento y la lucha entre dominantes y dominados, sean cualesquiera las formas y denominaciones históricas de estos dos protagonistas; un proceso que económicamente se materializa en el antagonismo entre ricos y pobres. Pues bien, esta desigualdad es radicalmente injusta para El manifiesto porque la justicia no es otra cosa que la igualdad, el segundo lema de la trilogía de la Revolución Francesa.

Pero la justicia no es la igualación, dar a todos igual -algo contra natura-, sino dar a cada uno lo suyo, porque todos los hombres son iguales ante Dios y ante la ley, pero la justicia de Dios y de la ley es más justa cuanto más individual y personal, aunque eso sí, con una inclinación hacia los pobres.

El manifiesto comunista acusa al capital de apoderarse de la plusvalía que engendra el trabajo, pero la plusvalía no se crea sin él, ni sólo por él. Los instrumentistas de una orquesta solos pueden hacer música, pero el verdadero concierto lo crea el director de la orquesta.

Lo más importante es que el marxismo y buena parte del pensamiento socialista es materialista. El materialismo es muy antiguo y muy actual; es un dar a la materia el protagonismo absoluto. La materia, para el materialismo, es todo, no tiene principio ni fin, y de su movimiento -no está inmóvil sino en acto- emergen todas las cosas y todos los seres. Es la negación absoluta de toda trascendencia y su religión única es el puro ateísmo. Por eso el Estado soviético oficializa el ateísmo, cosa anómala porque el Estado, en cuanto tal, no puede ser ateo ni creyente.

Esta negación del espíritu -Dios es espíritu- ya se ha dicho que es muy antigua. Modernamente, sobre todo desde la Ilustración, se había arraigado en lo que se llama la ciencia. Un hombre de ciencia investigaba y manejaba las cosas materiales hasta los últimos límites; pero las cosas espirituales, si existían, eran radicalmente ajenas a la ciencia. Materia y espíritu, dos mundos no sólo distantes, sino distintos. Y para el materialismo, no dos mundos, sino uno solo: el de la ciencia.

Contrariamente, el espiritualismo nunca ha negado la materia. Por ejemplo, en la región cristiana se dice paladinamente que el Verbo, que es espíritu, se hace carne, que es materia, y que habitó entre los hombres. Y en otras religiones no cristianas hay también esa comunicación íntima entre espíritu y materia, mientras que la materia del materialismo parecía incapaz de espiritualizarse.

Sin embargo, la física cuántica, científicamente, puesto que es pura y alta ciencia físico-matemática, parece que ha empezado a romper ese muro de Berlín que separaba esos dos mundos del espíritu y la materia, alarmando con su posibilidad nada menos que a Einstein, con su famosa admonición: "Dios no juega a los dados".

De la misteriosa física cuántica, un profano no puede tomar más que algunos datos y notas, y muy cuidadosamente, muy breves, como éstas: lo primero es que la materia, esa cosa tan consistente y compacta a la luz de las partículas y subpartículas, es lo más inmaterial que se puede concebir; pierde su compostura, su formación, su sustancialidad, en una palabra, su realidad.

Pero se va mucho más lejos. Una partícula puede detectarse al mismo tiempo en dos lugares distintos, y su situación y su velocidad son indeterminables. El tiempo y el espacio no son reales sino personales del hombre.

Se detecta algo como un comportamiento inteligente de las moléculas, algo así como si en el caos estuviera injerto y subyacente el orden. La materia no sólo no es la realidad, sino que la realidad que puede decirse realisíma no se puede conocer; está como encubierta y recubierta de algo hasta ahora impenetrable. Pero lo importante es que, cuánticamente hablando, materia y espíritu no sólo no son dos mundos, sino un único mundo en el que todo se engendra, incluida sobre todo la vida, y especialmente la humana. Así se llega a abolir toda distinción real entre materia, espíritu y conciencia.

El marxismo político ha muerto; le ha matado la libertad que él había matado antes. Pero sigue vivo el materialismo y debe seguir. Lo que hace la física cuántica no es negar la materia, que es obra de Dios, sino integrarla, por así decirlo, en el espíritu. El capitalismo es materialista y debe serlo. Un capitalismo espiritualista es impensable, pero tiene que integrarse con principios morales para no caer en la misma negatividad que el materialismo marxista.

El nuevo régimen económico tiene que ser libre; pero "de nada demasiado" -lo dijeron los griegos- La libertad tiene que tener sus límites; nada ilimitado es humano. Un liberalismo más justo -sin justicia no hay civilización- tiene que ser obra de teólogos, pensadores laicos, políticos y, sobre todo, de economistas y hombres de empresa y sindicalistas, que pisan la tierra, que es materia.

Antonio Garrigues y Díaz-Cañabate es embajador de España.

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