Tribuna:

Autocomplacencia

En tiempos del régimen anterior, la existencia misma de la dictadura legitimaba, para muchos, cualquier acción u opinión que estuviera avalada por la oposición a la dictadura misma. Era una bendición. Los que estaban en contra por fuerza tenían que ser buenos, o, al menos, algo de bueno tendrían, por oculto que quedara a los ojos más perspicaces. De este modo, la necedad, la estupidez y hasta la maldad podían recibir una digna cobertura. Así, de pasada, algo se podría decir sobre los apoyos de ETA en la época. Pero quizá mejor no recordar. ¿Para qué? Y además, que de lo que quiero ocuparme no ...

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En tiempos del régimen anterior, la existencia misma de la dictadura legitimaba, para muchos, cualquier acción u opinión que estuviera avalada por la oposición a la dictadura misma. Era una bendición. Los que estaban en contra por fuerza tenían que ser buenos, o, al menos, algo de bueno tendrían, por oculto que quedara a los ojos más perspicaces. De este modo, la necedad, la estupidez y hasta la maldad podían recibir una digna cobertura. Así, de pasada, algo se podría decir sobre los apoyos de ETA en la época. Pero quizá mejor no recordar. ¿Para qué? Y además, que de lo que quiero ocuparme no es de esa concreta cuestión.De un modo parecido, la existencia de los países de eso que se llama el socialismo real (y que además de real ha resultado altamente volátil), respaldados por un importante poder fáctico (por lo que se ve, miles de cabezas nucleares), permitía un notable grado de autosatisfacción ético-política en los países de libertad real. ¡Pero qué buenos somos! Y es que no hay cosa que ponga más de manifiesto la bondad que la presencia del diablo. El claroscuro, los buenos y los malos, y todo eso. Los países de libertad real, aunque tuvieran algunos pecadillos en cosa de libertades, se justificaban ante sí y ante la historia por el hecho mismo de no ser de socialismo real. El sentido del orgullo político de los de la libertad real se ha acrecentado con la bancarrota, espectacular como una espectacular caída de la Bolsa, de los otros. Y se han dirigido a las gradas del altar para proclamar eso de "gracias, Señor, que no soy como aquel publicano". No sería justo, seguramente, llevar la comparación evangélica hasta el punto de concluir que por estas partes lo que hay son "sepulcros blanqueados". Pero no vendría mal mirarse un rato en el espejo, o hacer un poco de meditación. Ahora ya nuestra virtud no resplandece por contraste con el vicio ajeno. Y, si miramos bien, quizá nuestra virtud no sea tan resplandeciente, ni nuestra democracia tan democrática, ni nuestras libertades tan confortables.

Lo que es válido para todos los países de libertad real, aunque no para todos, lo es igualmente y resulta de especial aplicación a España, porque aquí confluyen varios motivos de autocomplacencia democrática comparativa.

Somos un país viejo cuya democracia y régimen de libertades aún no han cumplido la mayoría de edad. Y las cosas de la pubertad, ya se sabe: nosotros somos puros, ya que nuestros predecesores eran impuros. ¿Quién va a dudar de nuestra resplandeciente candidez? De ahí las vitriólicas reacciones cuando alguien, de la comparación con el ominoso pasado, trae consecuencias negativas para el radiante presente. Pero ¿cómo será posible que a alguien ni se le ocurra comparar, cuando somos el resultado de varios lavados con detergentes biolimpiadores?: referéndum, elecciones libres, Constitución, referéndum, más elecciones libres, OTAN, CEE, Consejo de Europa, etcétera; cierto que somos de ayer, pero nadie nos puede mirar por encima del hombro. ¿No tuvimos la gallardía, por nuestras exclusivas fuerzas, sin que nadie nos ayudara, de acabar con la ominosidad?

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Somos un país de Occidente, de libertad real, que mira con solícita complacencia a los del socialismo real volatilizado, Estamos en el bando de los buenos, y muchos nos miran con envidia. Y los demás buenos nos miran como uno de ellos. Nos comparamos, y no nos sonrojamos en punto a democracia y libertades. Pero si es que somos, además de buenos, guapos. Pero si somos hasta europeos. Quién lo hubiera dicho. Si el general levantara la cabeza, se volvería a meter debajo de la losa sin ayuda de nadie.

Y mucho más aún, desde hace casi 10 años somos un país de izquierda, gobernados por la izquierda. Pero no por la izquierda mala, esa que se encandilaba con el llamado socialismo real de más allá del telón de acero, sino de la buena, la que tiene todos los marchamos y denominaciones de origen en punto a democracia y libertades. ¿Cómo es posible que un país así no sea un modelo de libertades y democracia a envidiar, imitar, venerar? Porque, no se olvide, en nuestro mismo entorno hay países del club de los buenos, algunos, ciertamente, con larga tradición de bondad en punto a libertades y democracia; pero tienen gobiernos de derechas, los pobres. Y aunque de aquí no se siga ni siquiera una sonrisa de suficiencia política, en el fondo de nosotros sabemos que, en realidad, no es que seamos buenos, sino buenísimos entre los buenos. Pero qué gozada.

Y, sin embargo, estamos lejos de una sociedad de libertades o derechos en la que éstos sean efectivamente respetados, o mejor, realizados. Una sociedad libre no lo es en la medida en que las minorías no pueden actuar pacíficamente de acuerdo con su peculiaridad, por supuesto una vez que han aceptado y respetan, á su vez, las reglas de funcionamiento básicas de la sociedad organizada. Precisamente la sociedad se organiza, y el poder se legitima, en la medida en que garantice a todos el uso de su libertad y la realización de sus derechos. Y todos (expresión reiteradamente utilizada por nuestra Constitución) son todos, y no sólo unos cuantos, ni siquiera la mayoría, o los amigos o correligionarios de los que gobiernan, por muy libre y democráticamente que hayan sido elegidos.

Pero la minoría más minoritaria es el individuo. El máximo de protección legal está contemplado para el individuo aislado, el núcleo de la sociedad más menesteroso y débil frente al poder, frente a cualquier forma de opresión, pública o privada.

Por supuesto que una sociedad de hombres aislados no es ni siquiera una utopía curiosa. Es una estupidez. Para actuar, defenderse, vivir, el hombre no se limita a crear la sociedad política a la que llamamos Estado. El hombre se agrupa, o lo agrupan, de mil diversas maneras, y en esa malla de agrupaciones se apoya para conseguir. una mejor realización de sus aspiraciones. Pero siempre a costa de una cierta perdida de libertad, a costa de limitaciones. Éstas pueden ser muy duras o más flexibles. La agrupación, incluso voluntaria, puede ser fuente de opresión que ahoga. Y también instrumento de obtención de algo apetecido. Y la organización política existe, precisamente, para cubrir al hombre de todas las opresiones posibles, o de la mayoría, o al menos de las más extremosas y notorias, aunque haya incurrido en ellas por su propia voluntad, al menos inicial.

Pues bien, muchos Estados de democracia y libertad reales, entre ellos, y muy singularmente, el nuestro, tendrían mucho de que avergonzarse, si es que tuvieran vergüenza, en cuanto consideraran, en materia de libertades y democracia real de verdad y no real de boquilla, el desajuste entre teoría y práctica, entre retórica autocomplaciente y caliente realidad. Y no me refiero a las vulneraciones, desde el poder, de las reglas del juego, por razón de Estado o por razón de pura conveniencia o capricho. Hablo de cosas no sé si peores, pero desde luego no mejores.

Pensemos, por ejemplo, en las administraciones públicas. Una burocracia pública que funciona mal deja a los individuos en gran desvalimiento. El incumplimiento de los plazos, la pésima organización que provoca, para cualquier gestión, colas, necesidad de recurrir a intermediarios, atrasos, pérdidas de horas de trabajo y otros muchos engorros reducen derechos de todos a objeto de irrisión. No hay que recurrir a Kafka para saber de qué se trata. Basta con tener que utilizarlas, esas administraciones, para darse cuenta de que el sujeto es más bien objeto de una explotación sin sentido. Es cierto que la Constitución garantiza la libertad de comunicación y el secreto de la correspondencia; cuando el servicio de correos se organiza tan bien que el secreto está garantizado hasta para el destinatario de la carta, o ésta le llega a toro pasado, parece que el derecho constitucional es más bien una broma real. ¿Y el derecho a la salud? ¿Y la seguridad jurídica? Y así sucesivamente.

Se dirá, quizá, que la democracia, siempre sabia, se ha dotado de un sistema judicial que corrige los desmanes y desidias, Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior cuando se produzcan, de las administraciones. No se ve cómo un juez, por bueno y sabio que sea, puede hacer llegar a tiempo una carta ya retrasada, pongamos por caso. Pero, aparte de los numerosos supuestos en que el mal funcionamiento de los servicios y administraciones públicas no tiene posibilidad de enderezamiento judicial, aparte de las frustraciones que no son susceptibles de compensación, el sistema judicial, en su conjunto, es fuente de adicionales y más graves frustraciones, a causa, sobre todo, de su insoportable lentitud, y precisamente porque es la pieza que cierra y garantiza, al final, el disfrute pacífico de los derechos.

Sólo estas dos causas, sin considerar otras, permitirían afirmar que este país de libertades reales es un país, en buena medida, de derechos ilusorios, donde toda inseguridad en el pacífico disfrute de los derechos tiene su asiento. Pero hay más.

Ese mal funcionamiento de los sistemas públicos es determinante, junto con otras causas, de la difusa convicción de que la fuerza es un buen camino para conseguir lo que a uno le corresponde, incluso lo que a uno no le corresponde. La fuerza se ejerce de muy diversos modos; pero el principio es único: cuando por incompetencia, desorganización o desidia no prevalece la decisión legítima, institucional, surgen las violencias de facción, que acaban utilizando técnicas mafiosas. Esta realidad tiene diversas manifestaciones: hay quien, porque puede, se compra un periódico, y desde allí retorsiona; hay quien, más modesto, compra sólo a un periodista; hay quien interrumpe, por narices, la circulación por la vía pública, mediante un acto ilegítimo de privatización transitoria de la misma; hay quien deja caer la cabra desde la torre, a ciencia y paciencia de la autoridad competente. El mal funcionamiento de los aparatos públicos determina tribalización, desamparo y denegación de derechos.

Y todo ello por no hablar de otras cuestiones: ¿dónde se encuentra el resultado de ese solemne principio de igualdad, quicio de los derechos constitucionales, cuando te topas con administraciones o autoridades que tienen tan clara la desigualdad entre "Ios nuestros" y "Ios otros"

Y dejemos de mirar a los demás, de escudarnos en el mal pasado o lejano para proclamar nuestra satisfacción. No hagamos tantas comparaciones. ¿Es que hay que compararse con alguien para saber si uno tiene, o no tiene, las libertades a las que tiene derecho? Lo cierto es que, por el mismo precio, el sistema puede funcionar mejor, y los individuos, estar más protegidos, es decir, más libres.

Y es que, por muy democrático que el sistema pretenda ser, cuando no funciona bien, el medio protector se convierte, sin más, en opresor. Como se dijo en solemne ocasión: que el Estado funcione. Pues eso, que funcione. Y nosotros que lo veamos.

Jaime García Añoveros es catedrático de Hacienda de la Universidad de Sevilla.

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