MADRID EN CONFLICTO

Como piojos en costura

Los estrujamientos en los vagones del metro provocaron la ira de los viajeros

Primero encontraron las verjas cerradas: por delante tenían una o dos horas de espera al raso hasta que el metro volviera a funcionar a las nueve de la mañana. Luego tuvieron que correr en pelotón y abrirse paso a codazos para lograr un sitio en los vagones, que parecían sacados de un documental sobre el metro de Tokio. Éste fue el comienzo de la jornada para miles de madrileños. Las voces de indignación todavía resonarán por los andenes.

Más de un centenar de viajeros se agolpaban en la mañana de ayer a las puertas de la estación de metro de Puerta de Toledo. "¡Qué son las nueve, sinve...

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Primero encontraron las verjas cerradas: por delante tenían una o dos horas de espera al raso hasta que el metro volviera a funcionar a las nueve de la mañana. Luego tuvieron que correr en pelotón y abrirse paso a codazos para lograr un sitio en los vagones, que parecían sacados de un documental sobre el metro de Tokio. Éste fue el comienzo de la jornada para miles de madrileños. Las voces de indignación todavía resonarán por los andenes.

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Más de un centenar de viajeros se agolpaban en la mañana de ayer a las puertas de la estación de metro de Puerta de Toledo. "¡Qué son las nueve, sinvergüenzas!", gritó una mujer mientras sacudía las verjas. Pasaban dos minutos desde la conclusión del primer periodo de paros parciales cuando los pasajeros -muchos aprovecharon el tumulto para saltarse a la torera los torniquetes- entraron atropelladamente. "¿Te acuerdas cuando bajábamos al refugio durante los bombardeos?", le decía un hombre de unos 70 años a su esposa.El primer tren no llegó hasta las 9.18; iba hasta los topes. De los estribos de los vagones colgaba un ramillete de estudiantes de bachillerato y trabajadores con el bocadillo envuelto en papel de plata. Así pasaron hasta ocho trenes, sin que apenas pudieran entrar los viajeros -casi dos centenares- que esperaban en el andén. Una perfecta réplica de las imágenes que suelen ofrecerse del metro de Tokio, aunque sin acomodadores. Alrededor de las diez de la mañana se restableció la normalidad en el servicio.

Luis Castro, de 33 años, trabaja en un banco de la Gran Vía. Tiene que fichar a las 8.15, pero ayer estaba a las nueve en punto, con el periódico bajo el brazo, frente al centro comercial de la Puerta de Toledo: "He venido andando desde el otro lado del Manzanares y no puedo caminar más, ya recuperaré por la tarde el tiempo perdido en el trabajo".

Quien no podrá recuperar las clases perdidas es Fátima, de 17 años, que estudia COU. "No creo que llegue a la segunda clase, que empieza a las nueve y media", admitía con resignación.

Con estoicismo, Gonzalo Cristóbal, ascensorista de 42 años, miraba su reloj. "Yo también soy un trabajador, pero no entiendo por qué [los huelguistas] van contra los viajeros en lugar de ir contra su empresa", razonaba con un pitillo en la boca. En las instalaciones del Metro de Madrid está prohibido fumar. Sin embargo, el andén con destino a Canillejas, cabecera de la línea 5 del metro, echaba humo.

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Frente a la estación de metro Urgel, en Carabanchel, el dueño de una cafetería daba cuenta de la monumental aglomeración que se formó a las nueve de la mañana: "Muchas personas no sabían si había huelga o no". El despiste también parecía general en la parada de la línea 118 (Carbanchel Alto-metro Urgel), una de las 54 que, desde el lunes, cubren los servicios mínimos durante la huelga de la EMT.

Insurrección popular

En la animada tertulia de la parada del 118, una mujer aseguraba -ante la incredulidad de otros ciudadanos- que había visto pasar dos autobuses hacía 20 minutos. "¿Qué va a ser de nosotros?", se lamentaba ante el público congregado en la acera. "Si no tenemos dinero para un taxi, ¿cómo vamos a poder movernos?". En la calzada, los vehículos privados colapsaban la calle del General Ricardos, la principal arteria de Carabanchel, hasta donde llegaba la vista.

A las ocho de la mañana, dos docenas de personas esperaban al fresco en las puertas de dos de las tres bocas del metro de la Plaza de Castilla. En la tercera salida, junto a los muelles de autobuses, la situación era distinta: una insurrección popular, encabezada por un hombre con una calva incipiente, había impedido que los empleados del metro echaran el candado.

En el vestíbulo, 300 personas enfadadas esperaban a que los trenes se pusieran de nuevo en marcha. "Queríamos cerrar las puertas, pero los viajeros se han negado a desalojar la estación, y como sólo había dos miembros de seguridad, los hemos dejado", explicaba un empleado. -¡Nos ha jodido!", apostillaba un anciano con gesto crispado.

Los vigilantes jurados en cuestión se habían apalancado, con los brazos cruzados, en los torniquetes. Allí aguantaban el chaparrón: "¡Sinvergüenzas, no hay derecho a esto! No quieren más que dinero. Siempre pagamos los mismos", protestaba una señora. "Oiga, que nosotros no tenemos nada que ver con esto", contestaba abrumado el vigilante. "Todos los años la misma gaita", añadía una joven.

Mientras tanto, un mendigo decidió amenizar la espera y se puso a contar chistes. Los paros habían pillado por sorpresa a la mayor parte de los concentrados. O, mejor dicho, las horas de los paros. "Nos han engañado, ayer había carteles diciendo que el metro funcionaría de siete a nueve de la mañana. Ahora los han quitado", decía Miguel Ángel Martín, de 15 años. "Yo he llegado a las siete menos diez y no ha pasado ya ningún tren".

Los que habían escuchado la radio por la mañana tenían ventaja. "Hoy he dormido una hora más porque sabía que hasta las nueve no había nada", decía satisfecha Rosana Gómez, una oficinista de 33 años. "Pues yo vi anoche el telediario y no dijeron nada de nada", se quejaba su acompañante.

Un empleado intentaba templar los ánimos a eso de las ocho y media. "No se preocupen, que a menos diez podrán pasar". La masa se acercaba a los accesos automáticos a medida que las agujas del reloj se aproximaban a la hora indicada. Se preparaban para el sprint. "Esto va a ser como las rebajas". LLegó la hora. Los vigilantes se retiran. En medio de la marabunta, un ciudadano, con un gesto de civismo digno de encomio, intentaba pasar su billete por la máquina. "¡Siga usted, no se preocupe por pagar!", le gritaban los empleados del Metro. "Y ahora iremos como piojos en los vagones", mascullaba una señora. Tenía razón. El tren se llenó hasta las costuras en su mismo punto de partida.

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